El otro día, hablando hasta por los codos en una Casa Gentil –tema de un subsecuente desvarío, por supuesto-, salieron a la luz esas pequeñas, diminutas y pequeñitas historias de cuando servidora peregrinaba de artista en artista, como parte de mis labores específicamente no especificadas en el siempre fascinante y hoy casi cadáver mundo de la música en forma de disco.
Corría el año… finales de los ochenta, por las patas de mi cama. Había pasado del infierno chiquito con apellido de actor sublime del cine mexicano a la supuesta seriedad de ser la representante de una parte del elenco ante lo que se llamaban ‘filiales y subsidiarias’, título éste que pudiera ostentar algo de pompa, pero que en realidad no era otra cosa que un enlace para colocar el producto local y a la vez pasar bastante del de los otros… pero con su correspondiente interacción, por supuesto.
Había cosas demasiado fáciles, que casi se hacían solas: no había que echarle ningún seso a cómo colocar la nueva producción de, por ejemplo, la Dúrcal: todos se bebían los vientos porque ella solita era venta buena y segura; pero había que intentar estratagemas de lo más variado por conseguir interés, o siquiera ganas, de probar el rock mexicano o la música ‘popular’ en España, Argentina, Chile o Venezuela, por ejemplo. Y cada semestre, más o menos, teníamos que acceder a promocionar al artista más fuerte de cada país de centro y Sudamérica… nosotros sabiendo de antemano que poco o nada iba a pasar. Pero había que hacerlo: intercambio diplomático, supongo.
Así que tratar de imaginarse a servidora acudiendo a los aeropuertos, hoteles y presentaciones siempre con el tiempo pegado al trasero, nerviosa y alocada, súper contenta y con la cabeza hecha un cicirisco en el sublime vocho que le había comprado a Michele, el único e incomparable Sófocles (sí, yo tiendo a ponerle nombre a mis cosas ¿no se habían dado cuenta?). Pues eso, al principio yo acudía y luego, conforme subió el nivel de responsabilidad y funciones –NO el de sueldo-, Sófocles pasó a ser más que una herramienta de trabajo. Silencioso y disponible, era capaz de sobrevivir con la mínima manutención. Fue el eficaz transporte de artistas nuevos, artistas consagrados y quesque artistas, junto con sus representantes, músicos, asistentes, parejas y ligues; con él no había distinción, aunque varios bípedos de todas las anteriores clasificaciones se lo hicieran.
Juan Luis Guerra, pobrecito mío, se tenía que desdoblar para salir, y como nunca se quitaba el sombrero, bueno, daba hasta ternurita… un Ramazzoti aún desconocido llegando en vocho al Palacio de Hierro a comprar maletas… la Trevi, que no tenía para el taxi… todos los de rock en tu idioma, tooodos… José al cuadrado, Mr. Muñiz y su junior, nunca juntos, eso sí. Cómplices, Mateos (uno de los que le hizo fuchi a mi amado coche), el grandísimo Lerner, apellidos como Mier, Vázquez y Esparza… ¡Xuxa!, que nunca sabré si le hizo gracia o fingió con arte tenerse que subir a un cochecito… Uy, este que cantaba ‘Mi abuela’ ¿el General? Cielos… Era una coyuntura donde la música empezaba a ser pirateada en forma de cassettes ¿quién demonios iba a piratear los vinilos? Y eso garantizaba trabajo para muchas, muchísimas personas… Sófocles terminó su labor cuando yo terminé la mía ahí, para iniciar una nueva vida a 10 mil kilómetros (esa soy yo) y él… bueno, donde ellos suelen acabarla.
En fin, que algún día sacaré la historia completa de cincuenta días y 6 países viajando con la Trevi. Se le dio la calidad de proyecto del año, se le invirtió hasta la desesperación, e incluso se pasó por alto la extraña situación que la rodeaba. O de mis vanos intentos de viajar el frente de aquellos tan broncos… oh, sí, con gastos más que bien pagados. O cuando fui jurado en un festival internacional… en una provincia de Colombia (¡alucinante!). Sabina y sus secuaces. Los festivales de Acapulco, madredelamorhermoso… Eso da material para varios desvaríos.
Me sugirieron que podría escribir sobre los excesos, sus desmadres y cosas que nadie podría saber sin haber estado allí. No lo sé. No lo creo ni lo he creído en todos estos años… por ahora. Que no es la caja de pandora, ni mucho menos: es que creo que si empiezo, a saber cuándo podría parar…
miércoles, 15 de junio de 2011
sábado, 4 de junio de 2011
Los cinco estados. Mar.
La última vez que nos vimos y hablamos, ambas estábamos en circunstancias tan distintas a nuestra vida diaria que hasta parecía película de suspense. En esa última tarde, vestidas tan diferente, cercanas y tan distantes, tú pusiste por fin las condiciones claras, la verdad derecha, y a mí no me quedó otra más que hacerme a un lado y mirar desde bien lejos, física y espiritualmente, el supuesto recuento de los daños.
Verás, esto ha sido como un diagnóstico fatalista, y pasar por esas cinco etapas tenía por fuerza que requerir tiempo, y distancia, además de mucho trabajo de la sesera. Y si hoy lo puedo contar en retahíla, es porque ya los he recorrido todos. En realidad no hay ninguna razón especial para contártelo; es, como todo lo que casi siempre de mi interior brota, la simple gana de ponerlo por escrito. Y eso te libra de responderlo, incluso de sentirte aludida: a mí, como comprenderás a estas alturas de la película, me resulta totalmente hidráulico. Así que arranco, sin el menor indicio de que tengas interés en leerlo, sin la menor esperanza de recibir alguna noticia tuya, al menos próximamente.
Como sacado de libro, llega primero la negación: pero cómo, esto no puede estar pasando, es imposible, ¿cómo va a ser?… y luego la ira: sencillamente no soporto que me vean la cara de tonta, que me hagan creer una cosa que nunca ha sido cierta y que encima me venga a dar cuenta cuando ya las cosas se estaban saliendo de madre. Te tenía en otro concepto, al menos en cuanto a la sinceridad de las cosas. Sencillamente, fue un golpe bajo; y no me gustan los golpes bajos. Tú lo sabías desde el principio, y nada que tuviera que ver conmigo formaba parte de tus planes. Créeme, hubiera preferido que no contaras conmigo (ni que me contaras), que venir a estrellarme de frente con tamaña comedia…
Así que luego empezó el regateo. A conciliar lo barato por lo inaccesible, lo relajante por lo desconocido, a buscar excusas para no sentirme culpable y luego sentirme culpable por estar buscando excusas. Y no las hay, aunque la sensación de dolor, el… “sentimiento”… eso ya es otra cosa. Fue injusto. Y cruel. Y me dolió un montón. A saber si eso corresponde con la depresión, el caso es que yo así me sentía. Incapaz de descifrarlo.
Y sin embargo, a fuerza de darle vueltas y más vueltas empieza a llegar plácidamente la aceptación, y con ella una oferta de paz que sencillamente, como dijo Don Corleone, no se puede rechazar de tan buena que es. Y en ella me hallo sumergida mientras me sale todo esto.
Al menos al principio, fue increíble, triste y bastante desalentador saber que nunca te habías gustado. Que la que yo conocía y apreciaba tanto y por varias razones en realidad vivía una doble vida, queriendo escapar y por lo visto no pudiendo en años, y que el proceso de aprender a entenderla y a quererla contendría altas dosis de adrenalina, uno que otro bajón de glucosa y sobre todo esa nada apetecible sensación de caminar sobre vidrios. Sobraron el ochenta y cinco por ciento de las cosas que pasaron: menos lobos, hubiera dicho la abuela Ana María. Pero a lo hecho, pecho, hubiera dicho mi apá, de manera que trasladamos la transmisión al aquí y ahora, esperando que tengas salud, que estés feliz, y que nunca te vuelvas a sentir igual de perdida, de desvalida o de sola como por lo visto te habías sentido antes. Te mereces la mejor vida, donde quiera y con quien quiera que la escojas, y por si se te habían olvidado algunas de las cosas que aquella noche de martes te dije, a nosotros, a los que te adoramos (y busca el significado exacto en el diccionario, que no estoy exagerando), seguiremos y estaremos donde mismo para cuando llames, escribas o mandes decir.
Y aquel que no provenga de una familia disfuncional, que tire la primera piedra…
Verás, esto ha sido como un diagnóstico fatalista, y pasar por esas cinco etapas tenía por fuerza que requerir tiempo, y distancia, además de mucho trabajo de la sesera. Y si hoy lo puedo contar en retahíla, es porque ya los he recorrido todos. En realidad no hay ninguna razón especial para contártelo; es, como todo lo que casi siempre de mi interior brota, la simple gana de ponerlo por escrito. Y eso te libra de responderlo, incluso de sentirte aludida: a mí, como comprenderás a estas alturas de la película, me resulta totalmente hidráulico. Así que arranco, sin el menor indicio de que tengas interés en leerlo, sin la menor esperanza de recibir alguna noticia tuya, al menos próximamente.
Como sacado de libro, llega primero la negación: pero cómo, esto no puede estar pasando, es imposible, ¿cómo va a ser?… y luego la ira: sencillamente no soporto que me vean la cara de tonta, que me hagan creer una cosa que nunca ha sido cierta y que encima me venga a dar cuenta cuando ya las cosas se estaban saliendo de madre. Te tenía en otro concepto, al menos en cuanto a la sinceridad de las cosas. Sencillamente, fue un golpe bajo; y no me gustan los golpes bajos. Tú lo sabías desde el principio, y nada que tuviera que ver conmigo formaba parte de tus planes. Créeme, hubiera preferido que no contaras conmigo (ni que me contaras), que venir a estrellarme de frente con tamaña comedia…
Así que luego empezó el regateo. A conciliar lo barato por lo inaccesible, lo relajante por lo desconocido, a buscar excusas para no sentirme culpable y luego sentirme culpable por estar buscando excusas. Y no las hay, aunque la sensación de dolor, el… “sentimiento”… eso ya es otra cosa. Fue injusto. Y cruel. Y me dolió un montón. A saber si eso corresponde con la depresión, el caso es que yo así me sentía. Incapaz de descifrarlo.
Y sin embargo, a fuerza de darle vueltas y más vueltas empieza a llegar plácidamente la aceptación, y con ella una oferta de paz que sencillamente, como dijo Don Corleone, no se puede rechazar de tan buena que es. Y en ella me hallo sumergida mientras me sale todo esto.
Al menos al principio, fue increíble, triste y bastante desalentador saber que nunca te habías gustado. Que la que yo conocía y apreciaba tanto y por varias razones en realidad vivía una doble vida, queriendo escapar y por lo visto no pudiendo en años, y que el proceso de aprender a entenderla y a quererla contendría altas dosis de adrenalina, uno que otro bajón de glucosa y sobre todo esa nada apetecible sensación de caminar sobre vidrios. Sobraron el ochenta y cinco por ciento de las cosas que pasaron: menos lobos, hubiera dicho la abuela Ana María. Pero a lo hecho, pecho, hubiera dicho mi apá, de manera que trasladamos la transmisión al aquí y ahora, esperando que tengas salud, que estés feliz, y que nunca te vuelvas a sentir igual de perdida, de desvalida o de sola como por lo visto te habías sentido antes. Te mereces la mejor vida, donde quiera y con quien quiera que la escojas, y por si se te habían olvidado algunas de las cosas que aquella noche de martes te dije, a nosotros, a los que te adoramos (y busca el significado exacto en el diccionario, que no estoy exagerando), seguiremos y estaremos donde mismo para cuando llames, escribas o mandes decir.
Y aquel que no provenga de una familia disfuncional, que tire la primera piedra…
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