Una Casa Gentil es una que, de entrada, no es tuya. Es una donde vas y te metes, te inviten o no, y lo que te dan va desde el compañerismo más sabroso hasta el apoyo más incondicional, pleno y gratuito. Las Casas Gentiles están ahí, cerquita de tu casa o a muchos, muchos kilómetros, semáforos y horarios; la vida nos las pone, luego nos tenemos que buscar la vida ya sea por voz o usando ruedas; ellas, aunque se muevan en la geografía, en realidad siempre están.
En las casas gentiles te dan de comer y beber hasta hartarte, o no te dan nada, que luego la plática pone en el olvido que el estómago pudiera necesitar gasolina; te dan el hombro, la risa fácil, incluso el dedo en la llaga –y de la misma manera que esperas que se aguanten tus regaños, tú también tienes a veces que tragar camote, es así. Aunque eso es lo más raro, la verdad: puedes aparecerte hecha una magdalena o un cicirisco y no tener en absoluto la razón, y encontrarte con que ahí te escucharán, asentirán, vamos, que hasta te pueden dar el avión completito. Lo que realmente recibes es alimento para el alma.
A veces te acogen porque no hay más adonde ir, y mis hermanos lo saben, si acaso lo recuerdan; las casas gentiles a veces están habitadas por señoras de voces roncas, muy roncas y poco dadas a los cariñitos, pero que derramaban sin cesar protección y cariño exactamente cuando más se les necesita ¿a que sí? Otras casas gentiles son como agentes infiltrados, esto es, ubicadas en lugares donde parece que no les importas un carajo cuando en realidad están más que pendientes de tu bienestar. Y muchas son como esas donde lo único que falta a tu llegada es la alfombra roja, con la corona y el cetro al final de la pasarela, flores, globos y payasos.
Muchas he conocido yo en ya unos buenos años. Resulta que la vida nos da las oportunidades y luego, la muy canija, ni nos avisa, de modo que venimos a descubrir dónde estamos acogidos luego de saborear, por ejemplo, comida comestible para servidora, que ya se sabe que llegué tarde al reparto del sentido del gusto; un menú de fideos con tacos de pollo, o huevos a la mexicana en Toluca para sus señorías; berenjena disfrazada de filetes empanizados y meatballs; fuentes enormes de arroz blanco con vasos y más vasos de leche; pollo con mole cruzando el pasillo al aire libre a la cocina, allá donde decían que mataban; y me temo que así podría seguir por décadas. Es que el detalle importa ¡los menús de las casas gentiles siempre han sido alucinantes! Es el aliño lo que cuenta y la conjugación del verbo poner: ponerse al día, poner morado al personal, ponerse hasta atrás y hasta arriba de bebida y comida; vamos, hasta poner la mesa. También el verbo cuajar, ya me entienden.
Soy muy afortunada porque no soy capaz de contarlas con los dedos de las manos, los pies y aun usando los del vecino: a mi vida han llegado tantas casas gentiles como veces he soñado con conocerlas ¿cómo darles las gracias por la paciencia, las risas, los numeritos, los platillos, tequilas y postres? Por estar ahí para que yo pudiera echarme en esa gran cama de ese pequeñitito-diminuto-enanito apartamento para mirar al techo y echar una estupenda parrafada en Santa Cruz del Monte, o sentirme actriz un rato y pretender que de verdad lo hacía bien, en los ya un poquito lejanos tiempos xipalescos; porque me las ofrecen completas, sin condición alguna y hasta con emoción frente al parque ¿España? ¿México? si es que no distingo uno de otro, perdón… y acá, en este hermoso país donde hay música ambiental en los estacionamientos de grandes superficies, Capilerilla, Pedroso de la Carballeda, Benzojimeno, el barrio de Salamanca hasta hace unos años… camita, comida rica, calor humano, montones de cariño...
Porque Zacatecas, Querétaro, Guanajuato y Pensylvannia comen aparte.
domingo, 24 de julio de 2011
sábado, 16 de julio de 2011
Chi-ca-go. Chicago.
Una de las muchas ventajas de haber nacido cuando nací (en el cuaternario, docta opinión de mi heredera) es cuando decides ejecutar tu derecho de fan incondicional de aquellos artistas y/o grupos que siguen vigentes, aun cuando lleven escondida alguna botellita de oxígeno o su show dure ni un minuto más de lo que sus fuerzas le indiquen, contrato aparte. Y digo esto porque a estas alturas de siglo ni están todos los que son, ni son todos los que están.
Me explico más, pues: yo no sé si será leyenda urbana que Madona siempre ha tenido una cantante de apoyo para cuando le falte el aire, ver sus conciertos de hace 25 años y los de ahora notan diferencias bastante obvias en cuanto a locuras gimnásticas en el escenario, pero poco más. Y los Rolling, tan listos ellos, se plantan diminutos en gigantescos escenarios que disimulan y distraigan del hecho de que los cuatro se mueven nada más que lo estrictamente necesario. Pero todos siguen sonando, vaya si siguen sonando.
Eso por un lado. Por otro, de los más buenos para los que hemos pagado –o gorroneado- nuestra entrada, es el hecho de que ya estamos algo más allá de los empujones, gritos histéricos, nubes de humo y no precisamente del que procede del escenario; pero sobre todo que ya es casi norma tener un asiento asegurado, si bien es cierto que producto de la emoción nos levantemos cada dos por tres, aquí lo importante es poder tener espacio para las posaderas en cuanto la canción se vuelve lenta, en cuanto no la conocemos, en cuanto ya nos fallan un poco las fuerzas. Que tampoco nacimos ayer, repito.
No es mi caso, por cierto. Anoche, como parte de los festejos especiales de Lula sin verano en la playa, me lancé cual ágil saeta a un concierto que esperaba con la misma emoción, lo prometo por las patas de mi cama, que sentía cuando les vi por primera vez, cuando corría el año de gracia de 1975 y el Auditorio Nacional sólo daba cabida a 5 mil almas. Y que conste que no esperaba ni más ni menos que lo que sonó, no en balde ellos llevan… llevan… muchos años juntos, muchísimos. Y aquí retomamos la otra gran ventaja de los conciertos onda parque jurásico: no hay empujones, ni connatos de portazos, ni miedo a las multitudes, de hecho había tanto espacio y tanta emoción, que en cuanto pude –más o menos a los 20 minutos de iniciado el show- me levanté de mi cómoda silla y me bajé a estar con los de a pie, directamente, di-rec-ta-men-te a primerísima fila. Con camarita en mano, por supuesto. A brincar como una loca y cantar hasta quedar ronca, sacrificando con total lucidez el sonido a favor de verlos de cerca, tan cerca que casi podía contarles las arrugas y verles los empastes, cielos.
A este hermoso país, donde un vaso tamaño caguama de cerveza vale 90 pesotes, Chicago nunca había venido. Supongo que el hecho de ser una respetable cantidad de personal, dentro y fuera de escena pudiera haber influido en el precio: muy caro, pa’que me entiendan. Una pena, viendo las laterales superiores totalmente vacías. O que, después de todo, no sean tan archi conocidos como lo son en las Américas. Lo que se perdieron… que los que ahí estuvimos, entre cabecitas blancas, teñidas y totalmente calvas supimos a qué sabe ver a esos que llaman viejas glorias, cuando van más vigentes que muchos, cuando suenan como muchos, muchísimos solamente se atreven a soñar, cuando siguen teniendo interacción natural y simpática con sus fans. Qué regalo. A la misma hora, en un estadio de futbol, actuaban los Black Eyed Peas, favor de imaginarse las diferencias, como el día y la noche.
Qué regalo.
Y la semana que entra, también dentro del ciclo la hora de los dinosaurios, Return to Forever original. A ver.
Me explico más, pues: yo no sé si será leyenda urbana que Madona siempre ha tenido una cantante de apoyo para cuando le falte el aire, ver sus conciertos de hace 25 años y los de ahora notan diferencias bastante obvias en cuanto a locuras gimnásticas en el escenario, pero poco más. Y los Rolling, tan listos ellos, se plantan diminutos en gigantescos escenarios que disimulan y distraigan del hecho de que los cuatro se mueven nada más que lo estrictamente necesario. Pero todos siguen sonando, vaya si siguen sonando.
Eso por un lado. Por otro, de los más buenos para los que hemos pagado –o gorroneado- nuestra entrada, es el hecho de que ya estamos algo más allá de los empujones, gritos histéricos, nubes de humo y no precisamente del que procede del escenario; pero sobre todo que ya es casi norma tener un asiento asegurado, si bien es cierto que producto de la emoción nos levantemos cada dos por tres, aquí lo importante es poder tener espacio para las posaderas en cuanto la canción se vuelve lenta, en cuanto no la conocemos, en cuanto ya nos fallan un poco las fuerzas. Que tampoco nacimos ayer, repito.
No es mi caso, por cierto. Anoche, como parte de los festejos especiales de Lula sin verano en la playa, me lancé cual ágil saeta a un concierto que esperaba con la misma emoción, lo prometo por las patas de mi cama, que sentía cuando les vi por primera vez, cuando corría el año de gracia de 1975 y el Auditorio Nacional sólo daba cabida a 5 mil almas. Y que conste que no esperaba ni más ni menos que lo que sonó, no en balde ellos llevan… llevan… muchos años juntos, muchísimos. Y aquí retomamos la otra gran ventaja de los conciertos onda parque jurásico: no hay empujones, ni connatos de portazos, ni miedo a las multitudes, de hecho había tanto espacio y tanta emoción, que en cuanto pude –más o menos a los 20 minutos de iniciado el show- me levanté de mi cómoda silla y me bajé a estar con los de a pie, directamente, di-rec-ta-men-te a primerísima fila. Con camarita en mano, por supuesto. A brincar como una loca y cantar hasta quedar ronca, sacrificando con total lucidez el sonido a favor de verlos de cerca, tan cerca que casi podía contarles las arrugas y verles los empastes, cielos.
A este hermoso país, donde un vaso tamaño caguama de cerveza vale 90 pesotes, Chicago nunca había venido. Supongo que el hecho de ser una respetable cantidad de personal, dentro y fuera de escena pudiera haber influido en el precio: muy caro, pa’que me entiendan. Una pena, viendo las laterales superiores totalmente vacías. O que, después de todo, no sean tan archi conocidos como lo son en las Américas. Lo que se perdieron… que los que ahí estuvimos, entre cabecitas blancas, teñidas y totalmente calvas supimos a qué sabe ver a esos que llaman viejas glorias, cuando van más vigentes que muchos, cuando suenan como muchos, muchísimos solamente se atreven a soñar, cuando siguen teniendo interacción natural y simpática con sus fans. Qué regalo. A la misma hora, en un estadio de futbol, actuaban los Black Eyed Peas, favor de imaginarse las diferencias, como el día y la noche.
Qué regalo.
Y la semana que entra, también dentro del ciclo la hora de los dinosaurios, Return to Forever original. A ver.
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