domingo, 28 de agosto de 2011

Política cero. O cero política.

Terminar la secundaria, hacer un examen de acceso y obtener la primera elección fue un proceso tan rápido que sinceramente me sorprendió: cuando me di cuenta, ya estaba haciendo el bachillerato. Yo era bastante babas, ingenua para muchas cosas, despistada para otras, absolutamente ignorante de muchas más, y encima le tenía miedo a lo desconocido. Creo que lo único que me levantaba la moral era el hecho de, según yo, ser tan pero tan mayor.

El primer día de clases, tuvimos que salir corriendo del aula hacia los campos, porque se había organizado una revuelta que nadie nos esperábamos, en especial los novatos. Fue la primera vez que vi cadenas, porras, y personas con más tipo de profesores –por la edad- que en realidad eran el colectivo fósil, perseguir a no sé quiénes por no sé qué razones. Me alcanzó un roce en la espinilla, algo exclusivamente para presumir al personal mi presencia en tan deleznable acto, y en privado un terror a que me quedara cicatriz, que no, no quedó. Cuando los terribles eventos de Tlatelolco (y de Francia, y de prácticamente los jóvenes de esa generación) yo estaba en aquella primaria de monjas, ajena por completo a las reivindicaciones y exigencias, a las solicitudes y demandas, a las peticiones y rogatorias.

A mediados de los setenta yo vivía en una linda burbuja donde algunas de mis máximas preocupaciones eran tener los pantalones pata de elefante más ajustados o que mis hermanos dejaran de fregarme; escuchar la hora de los Osmond o ver a Raúl Ramírez jugar al tenis; ah, sí, y ligarme al rubio ese que tanto se hacía del rogar. Quería estudiar Relaciones Internacionales y trabajar en una embajada grande y ostentosa en algún lugar lejano –y lejano podía ser Belice, para el caso; yo no había salido de mi ciudad más que una o dos veces-. No me había involucrado jamás en tema político alguno, por la sencilla razón, y eso decía yo entonces, que no entendía su lenguaje rebuscado y su entonación de cántico gregoriano aguado para dirigirse a nosotros, la plebe. En el tres veces h. Colegio de Ciencias Humanidades existían movimientos políticos activos, la revista… ¿El hijo? ¿El nieto? del Ahuizote, pancartas, manifestaciones, plantones, mítines y e-t-c. e-t-c. A veces pensaba en cómo me gustaría participar en alguna de ellas, escribir y expresar mis emociones; y reculaba más rápido que inmediatamente cuando me daba cuenta de que no podía sostener una conversación más o menos coherente con algún participante: sencillamente, me enteraba de las primeras palabras y luego todo se volvía un galimatías con terminaciones ismo, al, ción y nada que ligara algo que yo entendiera al principio de ellas. Supongo que es así como muchos se pasan a la prensa del corazón, por puro aburrimiento o desesperación.

Reconozco que me obnubilé con José López Portillo, que me “pudo” el tener sólo dieciséis años cuando salió elegido pues no contó con mi voto: como muchos, caí rendida ante su elocuencia y supuesta verdad, y pensé que ahora sí, ahora sí, entendería más, si alguien tan interesado en la opinión de los jóvenes se ponía a nuestra altura (la de los que no manejábamos la jerga específica). Mi hermoso país, además, empezaba a ser rico, muy rico ¡si había petróleo hasta en el Chamizal, por las patas de mi cama! Mientras los trámites de compra-venta entre el diablo y muchas almas se llevaban a cabo allá, muy-muy lejos, en las Europas.

Poco hice, excepto entender el cabal significado de nepotismo, abuso de poder y enriquecimiento más allá de cualquier expectativa; como muchos, me sentí violenta y violentada al mirar cómo todo lo que se suponía serían las bases de un país fuerte y ejemplar se desvanecían mientras se cargaban todo lo bueno, interesante y digno de alabar. Sentí mucha vergüenza. Y pensé que si yo pensaba así, muchos más también, y que el cambio se sucedería ¿o acaso no era yo una adulta con derecho a voto para el sucesor de JLP? ¿Y cuántas veces puede votar el fulano más poderoso de un país? ¡Las mismas que yo! La veta naive en todo su esplendor, lo sé…

Y nada cambió. Nada. Seguimos aguantando lo malo por conocido sin darle oportunidad a lo bueno por conocer, y para cuando llegó la hora de la verdad, quedaba tanto por hacer, estaba todo tan patas arriba, que parecía obvio que no sólo no se notaría de inmediato sino que tomaría más tiempo del necesario. Aunque claro, si hubiéramos sabido que le dábamos el poder a un charro sin espuelas, a un mandilón sin carácter dentro y fuera de su casa –que se supone también es mi casa-, entonces quizá la historia hubiera sido distinta. Vaya tercer condicional.

Lamento mucho que la oposición se dedique, como si fuera deporte nacional y en exclusiva a tiempo completo, a exprimir los fallos de los demás sin aportar apoyo o ideas, sino más bien metiendo zancadillas a diestro y siniestro; lamento que se sigan sintiendo los salvadores por la gracia de un dios terrenal, y que nada de lo que diga o haga la humanidad que no les apoya tenga verdadera validez; lamento que se rasguen las vestiduras y se ofrezcan, mártires y sacrificados, a salvar a un país que debería ser marca registrada de voluntad, superación y esfuerzo en conjunto. Lamento que no seamos capaces de ponernos de acuerdo en algo específico y que nos tiremos piedras a los ventanales, sin darnos cuenta de que vivimos en la misma casa y que entre todos vamos a tener que pagar los cristales rotos y la instalación.

Me declaro incapaz de sufragar un voto nulo; nunca votaré a Cantinflas como dicen que muchos hacían, y aunque me ha tentado escribir el nombre de mi apá, no lo haré y prefiero mil veces que se vaya en blanco, a saber si en el momento mi acción expresa indignación o directo desprecio. Hay tanto todavía qué hacer…

lunes, 8 de agosto de 2011

Acapulco y la amistad

Resulta que mi querida banda y servidora estábamos un día en la escuela, diligentes y responsables como siempre, cuando ni me acuerdo por qué terminamos hablando con Fago, diminutivo de Élfega –la madre que parió a sus padres, de verdad; pues va la chica y nos presume su casa con alberca en Acapulco, y vamos nosotros y con total descaro nos autoinvitamos, y va ella y nos dice que cuando queramos, y vamos nosotros y montamos un viaje. La cara de what que se le quedó a la chica debió habernos advertido algo, pero nosotros ni caso.

Así que se pasaron a pedir los correspondientes permisos en casa: que nos vamos de viaje de estudios a ¡Oaxaca!; que sólo necesitábamos 600 de aquellos no tan devaluados pesos; que nada más eran tres días, incluyendo las hoooras que nos iba a tomar llegar al destino; que no gastaríamos nada extra o especial; que íbamos con otros adultos más responsables que nosotros, en plan grupo grande. ¿Se la creyeron nuestros honorables padres? ¿Se hicieron los locos? Eso nunca se sabrá. Yo sólo sé que a Mela la dejaron venir porque iba yo, y a mí me dejaron ir… siempre y cuando me acompañara uno de mis hermanos. El ganador, por unanimidad, fue mi hermanito. Y allá te vamos.

Las aventuras de 5 medio adolescentes escapándose a la playa, despreocupados de cualquier cosa y dispuestos a comerse al mundo, debe ser no sólo historia vieja y recurrente, sino también las ganas de tentar a la suerte por purititas ansias toreras de haber hecho algo como una escapada “con permiso”. Cuando llegamos a la casa de Fago –mira que hasta siento medio mentar ese diminutivo de su nombre, me hace pensar en cosas no precisamente coloridas- la casa existía, la alberca existía, y el joven matrimonio que las cuidaban también. Nos sentíamos más que adultos, aceptábamos los refrescos y las papas que nos daban uno tras otras, nos metíamos sin ninguna timidez a hacer como que nadábamos –ya se sabe, yo, puro cuento; Mela, puro miedo, los demás no me acuerdo-, y tarde se nos hacía para salir a conquistar la ciudad.

¿Cómo conseguimos alquilar uno de esos típicos vehículos que circulaban, tipo Jeep? Ni idea, pero la aventura continuaría cuando de pronto, de la nada (o del todo, vaya a saber), el auto casi nos explota por tremenda fuga de ¿gasolina mezclada con chispas? Whatever… nosotros sólo explotábamos a carcajadas.

Y servidora, además, afónica total producto de mis poquísimos encuentros cercanos con un aire acondicionado a lo largo de mi joven vida. Ellos cantaban, gritaban, yo les acompañaba con el corazón y la boca abierta.

Una noche Mela y yo nos pusimos flores en el pelo, y nuestras mejores galas… ¿por qué el personal que pasaba por ahí nos gritaba no sólo “¡mamacitas!” sino “¿cuánto?” No nos enterábamos y luego nos valió sorbete ¡nos sentíamos igualitas a los Ángeles de Charlie! Sin embargo, eso no valía a la hora de entrar al Centro de Convenciones tuvimos que brincarnos la barda y aun así nos cacharon los de seguridad, echándonos a la vil calle sin contemplaciones y con el rabo entre las patas. Pero no a todos, no, así que tuvimos que quedarnos afuera hasta que casi amaneció, mientras Mela intentaba manejar un coche por primera vez en su vida y ambas tratábamos de ligarnos al mismo chato, que por cierto pasó olímpicamente de nosotras. Pero sí fuimos a una discoteca, y bailamos todo lo que Saturday Night Fever estaba dando.

Ni me acuerdo qué comimos esos días; afortunadamente quedan para el recuerdo unas fotos en ese inverosímil tamaño cuadrado de las 110 donde posamos frente al mar, sumiendo la pancita y sacando pecho mientras las olas golpean una gran piedra que sobresalía a la orilla, creando esa cortina tan única como fondo extra.

A todo esto, Fago había también aparecido con su hermano, un chicarrón que no podía disimular que se echaría al plato sin contemplaciones a cualquiera de los varones del grupo, pero creo que no le gustó que lo ningunéaramos y fue de chismoso con sus padres. Sí, efectivamente, los únicos que no pidieron permiso para llevar gente fueron ellos y cuando el odioso mocoso se rajó, Fago puso tierra de por medio, y sinceramente no recuerdo si la volvimos a ver ahí o siquiera en la escuela. Cuando esa noche sonó el teléfono y servidora, en un arranque de serie de tele de los setentas va y contesta, lo único que pude contestar a la pregunta de quién hablaba fue “una chica” y salir por piernas a buscar a los cuidadores. Resultado: que nos largábamos ipso facto de ahí.

Ah, pero no sin antes pagar hasta la última coca cola que nos habíamos bebido ¿o qué, éramos tan babosos que pensábamos que eso era cortesía de la casa? Nos dejaron más que desplumados, la verdad. Pero ya casi se había acabado la odisea.

Volvimos quemados, y recalco esto porque parecíamos casi un coctel de camarones de Boca del Río; cansados hasta la extenuación, casi, que no acumulamos ni 10 horas de sueño en todos esos días; emocionados como nunca antes, porque volvíamos sanos, salvos y con un supuesto bagaje de experiencia que no se comparaba con el de nadie que conociéramos.

¿Y cuál es la moraleja? Dicho en tres palabras: ‘ora te aguantas. Treinta años después de esa excursión, mi aún adolescente hija me tiene con el alma en vilo: ¿será verdad, será mentira, será el color del cristal con que se mira?