domingo, 30 de octubre de 2011

Quince. Y quince al revés.

Cuando cumplí mis primeros quince todavía pensaba que te casabas para toda la vida, porque era francamente inconcebible estar con otra persona que no fuera EL ELEGIDO; ya hacía mucho que Santa y los Reyes pasaban de largo por mi casa, y en su lugar aparecían regalitos en vivo y en directo ¡muchos!; y todos los días que no hubiera examen en la escuela eran como vacaciones. Y es que todavía no encontraba a esa ‘banda gruetxa y eterna, amparados por la virgencita de Guadalupe”, con la que varios quinces después sigo compartiendo.

Antes de cumplirlos al revés, había entregado mi voto y mi confianza a bípedos que se encargaron de voltearme la tortilla, aunque yo seguía creyendo, con esa fe ciega que sólo se cura con la edad, que me podría comer al mundo siempre que quisiera, donde yo quisiera y cuando yo quisiera… que había vida más allá de Lindavista, ni duda cabe: que la empezara como una de las primeras usuarias del Metro hoy parece de risa –y a la Zona Rosa, que era el epicentro del mundo. Bailábamos a Gloria Gaynor; y daba caché fumar Marlboro blancos importados, comprados de uno en uno a las inditas en la calle Hamburgo. No habían famosos cercanos en el firmamento. Íbamos a conciertos, comprábamos discos importados y la única piratería era grabarlos en cassette rogando que a la cinta no le diera por salir como acordeón del aparato (aunque aprendí a repararlos que era una gloria). Memorex, comprábamos. Y también las grabábamos de la radio.

Tuve mi primer coche, pero nunca lo manejé. Luego tuve otro, y lo dejé cuando crucé el charco. Y me subí a un avión por vez primera algo tarde en mi vida (digo, comparada con mi heredera, que empezó a viajar en mi entonces no tan enorme panza) y acompañada, por supuesto y no podría ser de otra manera, de mi hermanito. ¡La de viajes que vinieron después! Por gusto, por trabajo, por gusto y trabajo, sin gusto y con trabajo…

Una vez festejé en una casa que era mi casa pero nunca lo fue, con el mío pero lejos de los míos; otra vez alquilé el antro de los Kerygma y con solemnidad autoricé a que Neón diera su primera tocada, abridores de Taxi; muchos fueron con las chicas Xipal, comidas gloriosas llenas de risas y tequila; cariños con sabor a Delfín y Espinacas; incluso una vez a Mateos le pareció divertido vaciarme un trago en la cabeza, cual bautizo surrealista; y siempre había pastel con mis hermanos carnales y mi apá, aunque sí recuerdo alguna vez en un Sanborns, yo estrenando ropa que jamás combinaba y queriendo siempre parecer mayor de lo que era.

Como ya va más de la mitad de mi vida, ¿qué más da lo que haya transcurrido desde el estreno mundial del video “Thriller” allá en la Doctores? o de mi primer cumpleaños con sabor alemán, ñam, ñam; Eros besó mis manos con gratitud (aunque antes había intentado sobarme las tetas, claro); mi vida había cogido carrera, ya parecía imparable… y sí, gracias entre otras cosas a la insulina que religiosamente me pincho, también puedo seguir festejando.

Hace poquito más de un año me deleitaba paseando por London, London dear. Y lo hice, dopada hasta las orejas para poder sobrellevar un gripón del carajo. Este año pensé que podía repetir en tierras lejanas, cuidándome muy mucho de aires frescos o estornudos oportunistas. Total, ni lo uno ni lo otro: pero sí fue una semana con muchos tonos. Pasada la medianoche del magno día, me trepaba por las paredes con un dolor de muelas que me taladraba como mil partos simultáneos sin epidural; mi marido huyó por piernas, ya me conoce, y sabía que sólo me movería de casa si me daban bien morfina o un tiro. Al final pasó, no del todo, pero me permitió pasar el día (traducción simultánea: ¡otra vez drogada hasta las cejas!), y luego me fui al teatro con Ana y Estela, otro nuevo mundo por descubrir.

El shopping, principalmente, ha sido para la heredera, que yo también así festejo. Ya luego me mercaré algo. Que esto no se acaba hasta que se acaba.

viernes, 21 de octubre de 2011

Hágame usted el favor. Caifanes

Pues que mentí. No descaradamente, a ver: conforme fueron pasando los eventos, más me quedaba claro que no me daba lo mismo ni por asomo. Uno no puede decir que eso está bien y es perfecto tal como está, nada más porque algunas expectativas se cumplen.

Caifanes, hablo de Caifanes, sus mercedes perdonarán. Es que arranco y cuando me doy cuenta los desvaríos salen sin nombre propio y para cuando me doy cuenta, hasta yo misma tengo cara de what? Eh, esto, ¿qué por qué mentía? Porque gracias al youtube, ¡gracias al youtube! las borracheras de videos en prácticamente todos los eventos me hacen sentir que estoy ahí al ladito, previa rebuscada entre imágenes lo suficientemente mareantes para no ver más que unos segundos, o huyendo en estampida de la emoción del productor del video, que canta con desgarro y a todo pulmón, oscureciendo con mucho la propia de chato de todos nosotros.

¿Alguien se acuerda de abril del 93, Palacio de los Deportes? ¿De la producción entonces? Tengan la bondad de darme un poquito de razón, sobre todo si han estado o si han visto los videos recién subidos. ¿De verdad está pasando? ¿De verdad están haciendo la madre de todas las giras, el reencuentro, the ultimate one?

Porque si es así, entonces estoy viendo otras imágenes, mira que yo me guío por las etiquetas, y si dice septiembre y octubre de 2011, entonces tienen que ser. Y lo que veo son escenarios pobres, en tamaño y espacio, con equipo que bien pudieron haber traído en el túnel del tiempo, miles de cables, decenas de humanos instalados ahí, a unos pocos metros de cada músico –y no, no hablo de los que grababan los conciertos- … ¿o me quieren hacer creer que ya con mega pantallas la cosa se pone más sofisticada y con nivel? Si yo no digo que tengan que incluir al ballet de Amalia Hernández o a Sting de telonero, pero vaya, creo que me esperaba algo mucho más logrado y mejor instalado.

Ya ni digo nada de los lugares, porque me parece que exceptuando el Palacio de los Rebotes los demás escenarios no se distinguen, precisamente, por ser multitudinarios… sin desmerecer absolutamente a nadie, a ver. Que vista la expectación que esto despertó, hombre, una se cree que como mínimo tocarían en estadios de primera división. Que el juego de luces te dejaría estupefacto por lo alucinante. Una se cree que verá un equivalente a otras maravillas, incluso de otro tipo de música, que van también en el reencuentro recorriendo el país y los de al lado levantando la locura.

A mí es a quien han transportado en el túnel del tiempo… back to the eighties, my friend. Omitiendo, eso sí, el pequeño-chiquitito-diminuto y enanito detalle de que los chicuelos ya peinan una que otra cana. Por lo demás, ver los videos que ha subido el personal me transportó directa y sin escalas hasta El News o el Hotel de México, por las patas de mi cama.

Y supongo que por lo mismo, muchísima gente se quedará sin verlos. Auch…

Yo sólo espero que esto mejore, que se convierta en un referente y que las que quedan, de verdad parezcan producidas en el siglo XXI, tantos años después de aquellas tocadas en escenarios tamaño sartén, apretujados, mal sonando y mal iluminados, pero haciendo historia…

viernes, 14 de octubre de 2011

Miedosa.

Miedosa, miedosa, lo que se dice miedosa… sí que soy. A estas alturas de la película y del siglo, la verdad es que pocas cosas deberían enchinarme la piel, pero el hecho es que en lugar de decrecer es lo contrario, y caigo en la cuenta de que los acumulo con la misma facilidad que esas graciosas, antiestéticas, interesantes, profundas, maduras, horrorosas y bastante inevitables arruguitas.

Porque fíjate, yo nunca le he tenido miedo al futuro, por ejemplo. Me veía en mis menos de 50 kilos, en mi talla imposible y en mis enormes pies y sólo pensaba, dependiendo de la hora del día, en los hijos que tendría, los países que visitaría, los sueldazos que ganaría… y en no reprobar laboratorio y griego ¡que se me daban fatal! El futuro podía ser negro que yo lo vería azul oscuro, y no dejaría de dormir (en realidad, yo no podía parar de dormir) alucinando sobre lo que me depararía la vida.

Le tenía miedo al chamuco. Demasiada primaria de monjas, será. La de noches que dormí con el cuello tapado, no me fueran a elegir para servir de cruento banquete a Christopher Lee o a Germán Robles, a saber. Al día de hoy sigo y seguiré sin ver esa escena de “El Exorcista”, que a pesar de que se han cansado de decirme que no pasa nada, sencillamente yo tengo que voltear la vista. Será por eso que no sorprenda nada que admire muchísimo a Stephen King, muchísimo, pero haya por ahí un par de cuentos que no he sido capaz de volver a leer de noche, solita en mi cama -ni acompañada, de hecho.

Tampoco le tenía miedo a la vejez o a las enfermedades. Así las cosas, cuando esos sublimes momentos de hospital, inyecciones y personal de blanco que jamás se aprende el nombre con el que quieres que te llamen llegan, la puritita verdad es que les he recibido como si jamás me hubiera pasado por la mente que algo así me sucedería. Directamente, no me ha dado tiempo de tener miedo.

Nunca se me ocurrió que algo raro o malo pudiera pasar en mi embarazo y mi parto. Jamás dudé que tendría una hija, y que estaría completa y llena de altas dosis de normalidad, hormonas adolescentes incluidas. Pero, sin embargo, sí que le tenía miedo al dolor. Y como todos saben, esa mañana de agosto casi me vence el condenado, aunque conseguí arrebatarle buenos puntos mientras gritaba e insultaba en dos idiomas, y luego cuando abrazaba al bendito técnico que me puso la epidural. Ido el dolor, muerto el miedo. No me gusta el dolor, y mi umbral me juega muy malas pasadas de vez en cuando.

Y mira por dónde. Se me encoge el estómago –cosa por otro lado no tan mala-, adelantándome a ciertos acontecimientos que, no por inevitables dejarán de ser enormemente dolorosos. No estar ahí. No llegar a tiempo. No enterarme a tiempo, o no enterarme en absoluto. No haber podido hacer nada. Ellos saben de qué hablo, de quién hablo, de cuándo hablo.

Pero no, no da para tanto drama. De otra manera creo que ni siquiera dormiría, lo cual redunda en que siempre estarán ahí para recordarme mi humanidad mi miedo a las alturas –que de niña no tenía-, a los túneles de autolavado –y en el nombre de las partes pudendas de un tiranosaurio ¿por qué le tengo miedo a eso?-; a los bichos voladores que no saben guardar las distancias; a la velocidad si yo voy de copiloto; con esos vivo y convivo, confiando en que los otros, los que de verdad me van a partir en dos, sepa reconocerlos y superarlos.