Este país hermoso está en crisis… igual que muchos más ahí afuera, si tampoco somos tan especiales. No hay empleo, no alcanza el dinero, hay mucha desesperación. La guerra entre operadores de telefonía y demás está tan tremenda, tan desproporcionada ya, que te regalan las perlas de la virgen, los ojos de la cara y lo que tengan a mano con tal de que te vayas con ellos. Así está el patio…
Y hoy tocaba votar para elegir al nuevo presidente de España. Cosa que en esta casa, por vez primera, se lleva a cabo por partida doble y no, no es que servidora haya jurado lealtad a su bandera y a su rey. La heredera se volvió adulta y tarde se le hacía para estrenarse. Aquí el tema de fondo, lo que parece que más le duele al personal que puede ejercer ese derecho, y que está cercano a nosotros, es que el ganador se erigirá como aquel a quien habían evitado todos los años anteriores. La derecha gobernará el país, dicen, y ya podemos echarnos a temblar ante los recortes, las congelaciones y suspensiones, ante la privatización masiva y la emergente y potente nueva fuerza que cogerá la iglesia, tan dada ella a la misericordia y a la igualdad. Empezará otra nueva era del terror, donde los ricos serán más ricos, y los muy ricos serán tan intocables como una vaca en la India; los pobres y los no tanto, en cambio, seguirán en la espiral ya tan conocida, con hipotecas que se van a los cincuenta años y donde los ancianos padres acogen a los hijos sin trabajo, sin dinero, sin ilusiones…
Pinta muy negra la cosa. Pinta triste, porque los jóvenes se movilizan, se indignan y se movilizan y aun así no alcanzan a ser fuerza suficiente para conseguir un cambio real y concreto, visto lo derrotista que pintan el panorama, con lo cual ahora supongo nos tocará rasgarnos las vestiduras y aguantar el chaparrón de la mejor manera posible… porque en el supuesto de que el nuevo gobierno no consiga enderezar el barco, siempre podrán echarle la culpa al anterior gobierno, algo muy hecho aquí, o a la misma Europa, que a pesar de los pesares nos sigue tratando como si fuéramos el penúltimo de la fila.
España no es un país triste, pero llora mucho. Y me quita las ganas de explayarme ¡sorpresa!
domingo, 20 de noviembre de 2011
sábado, 12 de noviembre de 2011
Ringo. No Starr. Romo.
Pues nada, que mi papá dijo que perros no, que nunca jamás, que nones. Así que la última vez que le preguntamos, es que ya teníamos al animalito convenientemente escondido en una recámara. Volvió a decir que no, claro, pero ya nada pudo hacer.
Y por eso tuvimos a Ringo. ¿Que cómo le fueron a poner ese mentado nombre? Ni idea…
Favor de tomar en cuenta que éramos adolescentes, vivíamos como la mariguana (medio salvajes pero a la vez muy cuidados, a ver si me entienden) y la idea de un perro salió de a saber quién. Es igual. Era un cachorro revoltoso e inteligente, de un color miel suave y luminoso y una mirada profunda, bien especial. Nos adoptamos mutuamente.
Pero tener un perro es una cosa, y tener cultura para tener un perro es otra bien, pero bien diferente. Con trabajos nosotros tres cumplíamos con nuestras obligaciones en la casa, ya nuestras mentes volaban hacia la fotografía, la música y las mariposas en el estómago. No como en esta España sabrosa, donde está prohibido andar con el can suelto, traerlo sin bozal si es de raza peligrosa o de tamaño caguama, y la multa por no recoger sus cacas puede provocar un fuerte soponcio. Aquí el personal saca a pasear a su animalito dos veces al día, llueva o nieve. Aquí no hay callejeros. Y en todos lados encuentras dispensadores de bolsas de plástico para recoger sus 'cositas'. Vamos, que aquí sí es negocio ser veterinario y tener tu changarro.
Volviendo al Ringo, va y se desarrolla hermosote, pesadote... y guardado en casa. Que ni aprendió a cruzar una calle. Su alegría al vernos llegar era tan auténtica, tan gozosa, es que daban ganas de salirse y volver a entrar para volver a recibir el festejo magno de un animal que se sabía querido, pero que prácticamente no conocía otro tipo de amor. Ganándose, mira por dónde, al apá más que a nadie, ahí sentado a su lado pidiendo pan con la pata. ¿Y mi apá se lo daba? Oh, sí, tras mojarlo en su café con leche.
Hubo harta emoción al comprarle collar y correa... hasta que supo que tenía cancha para correr. No se puede decir que me arrastrara ese glorioso día de paseo, es que literalmente volé, cual caricatura del Correcaminos, y cuando aterricé y patiné cuan larga era, él ni por enterado, por lo que además barrí calle con estilo bastante poco digno. Con la pena y los moretones, ya no me atreví a sacarle más.
¡Si era más bueno que el pan bimbo con mantequilla y mermelada McCormick! Mi querida amiga que según mi hermanito no es tan feliz les tenía terror... cuántas veces me llamaba desde la cabina en la esquina, casi trepada en ella, rodeada por ejemplares medio callejeros, medio domésticos que nada más querían saludarla... qué risa nos daba después. Y no se podía acercar al Ringo, aunque él, pobrecito mío, no sabía de la reacción de terror que causaba y corría, ladraba, saltaba... El epílogo de esto es que ahora, ella es la feliz dueña de su propio ejemplar.
Nos dijeron que se moría, que los perros no se salvan del moquillo, pero le hacíamos beber tragos de árnica y se salvó.
Alguna vez le aulló a la luna.
Le gustaban muchos de nuestros discos.
Dieciséis años cumplió y no tuvo descendencia. Un día mi hermanito apareció con la Zenaida, Chema para los cuates, que no consiguió pasar más allá de ser su compañera de habitación, y que estuvo con él hasta el último día.
Murió virgen y mártir, amaneció muerto una mañana en que no se había dormido en la cama de nadie, algo inusual porque hacia el final, yo por lo menos, me le llevaba cargando a la mía. Y si alguien se lo esperaba, servidora no. Supongo que por eso no asistí a su entierro, bajo esa gran jacaranda afuera de la casa, allá en Tlaneyork.
Y por eso tuvimos a Ringo. ¿Que cómo le fueron a poner ese mentado nombre? Ni idea…
Favor de tomar en cuenta que éramos adolescentes, vivíamos como la mariguana (medio salvajes pero a la vez muy cuidados, a ver si me entienden) y la idea de un perro salió de a saber quién. Es igual. Era un cachorro revoltoso e inteligente, de un color miel suave y luminoso y una mirada profunda, bien especial. Nos adoptamos mutuamente.
Pero tener un perro es una cosa, y tener cultura para tener un perro es otra bien, pero bien diferente. Con trabajos nosotros tres cumplíamos con nuestras obligaciones en la casa, ya nuestras mentes volaban hacia la fotografía, la música y las mariposas en el estómago. No como en esta España sabrosa, donde está prohibido andar con el can suelto, traerlo sin bozal si es de raza peligrosa o de tamaño caguama, y la multa por no recoger sus cacas puede provocar un fuerte soponcio. Aquí el personal saca a pasear a su animalito dos veces al día, llueva o nieve. Aquí no hay callejeros. Y en todos lados encuentras dispensadores de bolsas de plástico para recoger sus 'cositas'. Vamos, que aquí sí es negocio ser veterinario y tener tu changarro.
Volviendo al Ringo, va y se desarrolla hermosote, pesadote... y guardado en casa. Que ni aprendió a cruzar una calle. Su alegría al vernos llegar era tan auténtica, tan gozosa, es que daban ganas de salirse y volver a entrar para volver a recibir el festejo magno de un animal que se sabía querido, pero que prácticamente no conocía otro tipo de amor. Ganándose, mira por dónde, al apá más que a nadie, ahí sentado a su lado pidiendo pan con la pata. ¿Y mi apá se lo daba? Oh, sí, tras mojarlo en su café con leche.
Hubo harta emoción al comprarle collar y correa... hasta que supo que tenía cancha para correr. No se puede decir que me arrastrara ese glorioso día de paseo, es que literalmente volé, cual caricatura del Correcaminos, y cuando aterricé y patiné cuan larga era, él ni por enterado, por lo que además barrí calle con estilo bastante poco digno. Con la pena y los moretones, ya no me atreví a sacarle más.
¡Si era más bueno que el pan bimbo con mantequilla y mermelada McCormick! Mi querida amiga que según mi hermanito no es tan feliz les tenía terror... cuántas veces me llamaba desde la cabina en la esquina, casi trepada en ella, rodeada por ejemplares medio callejeros, medio domésticos que nada más querían saludarla... qué risa nos daba después. Y no se podía acercar al Ringo, aunque él, pobrecito mío, no sabía de la reacción de terror que causaba y corría, ladraba, saltaba... El epílogo de esto es que ahora, ella es la feliz dueña de su propio ejemplar.
Nos dijeron que se moría, que los perros no se salvan del moquillo, pero le hacíamos beber tragos de árnica y se salvó.
Alguna vez le aulló a la luna.
Le gustaban muchos de nuestros discos.
Dieciséis años cumplió y no tuvo descendencia. Un día mi hermanito apareció con la Zenaida, Chema para los cuates, que no consiguió pasar más allá de ser su compañera de habitación, y que estuvo con él hasta el último día.
Murió virgen y mártir, amaneció muerto una mañana en que no se había dormido en la cama de nadie, algo inusual porque hacia el final, yo por lo menos, me le llevaba cargando a la mía. Y si alguien se lo esperaba, servidora no. Supongo que por eso no asistí a su entierro, bajo esa gran jacaranda afuera de la casa, allá en Tlaneyork.
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