martes, 27 de diciembre de 2011

Navidad

Nuestras cartas a Santa Claus –de los tres hermanos mayores, quiero decir- eran año con año copia de lo mismo: lo buenos que habíamos sido durante todo el año y la cantidad más o menos exacta de cosas que esperábamos en la mañana del día 25. Las dejábamos en alguna rama de nuestro árbol y a la mañana siguiente ahí estaban, todos, siempre.

Ah, nuestro árbol: las esferas eran de todos colores y sabores, las había transparentes con figuritas dentro, con forma de estrella y de muchos tamaños, que empezaron a ser repuestas por cajas iguales con el paso del tiempo. Hasta tuvimos un árbol plateado, cuando estaba de moda, por supuesto. Y si en el principio era mi amá la encargada de dirigir las operaciones, Nacimiento incluido, después lo intentábamos nosotros, primero con ilusión y gusto, luego con gusto, luego para poder poner todos los regalos que se iban acumulando y finalmente pasando del tema, que una de las últimas veces que pasamos a retirarlo de la sala ya estaban en pleno las lluvias de… abril.

Veíamos “La Flor de Nochebuena” en canal 5 todo el día, las mismas caricaturas y películas año tras año, casi sabiéndonos de memoria los diálogos pero nunca cansados. Y aunque debimos –creo que debimos- haber cenado en casa muchas veces, la verdad es que no me acuerdo: siempre nos íbamos donde mi abue Lupe. Después, cuando sólo íbamos cuatro a la hermana república de Tlalnepantla, porque la verdad había salido evidente producto no sólo de que habíamos crecido, sino de que el día se había hecho noche, salíamos cargados de regalos en grandes bolsas del súper y nos dirigíamos a la parada que primero nos llevaría a Vallejo y de ahí a esperar, a veces lo que parecían horas interminables, que algún camionero no tuviera con quién celebrar o quisiera sacarse una lana extra y pasara, y parara, que para entonces ya iba rebosante de personal… bajarnos en La Virgen, luego caminar esas eternas manzanas hasta donde cenaríamos ya no me acuerdo qué. Y tampoco recuerdo a qué hora volvíamos a casa. Recuerdo que teníamos un nacimiento, y que antes de salir yo ponía al niño en el pesebre hasta entonces vacío, pensando que eso no estaba bien, porque todavía no le tocaba nacer, pero que no había mucho que discutir al respecto, sólo que simplemente el día 25 no podía amanecer vacía esa humilde cunita.

El día 25 todo estaba cerrado. No sé si había cines, que daba igual porque nunca íbamos; no habían tiendas abiertas, ni casi restaurantes –idem, nosotros éramos de recalentado eterno-, y la mayoría de los juguetes venían sin pilas, por lo que poco se podía hacer con ellos, como no fuera salir y presumirlos y hacer los ruidos y movimientos con la boca. Mis hermanos tenían los hombres de acción, el robot de “Perdidos en el espacio” y coches de varios tamaños. Yo, la muñeca de moda, con un mini disco en la espalda que la hacía hablar… En las cartas de mi heredera, tantos años después, solía pedir los regalos envueltos, a nosotros jamás se nos hubiera ocurrido.

Las vacaciones eran largas, el clima no era tan frío, la vida era una aventura todos los días… ahora sólo esperábamos a los reyes. Más con lo mismo. Dejábamos un zapato con la carta adentro y nos dormíamos en la cama matrimonial, asumiendo como lo más natural que mis papás hubieran salido en plena noche “a dejar la carta”. Qué grandes… Años después, olvidé por completo darle esa instrucción a la hija de mis entrañas, pero siempre le aparecía la respuesta agradecida a la leche y las galletas que, diligentemente, nos medio bebíamos y medio comíamos, no sin antes ensuciar un poco alrededor.

Pues eso. Más de lo mismo.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Aquí. Algo de la tele

El apagón analógico se llevó a cabo con éxito en España, y en lo que va del año tenemos, mayormente en alta definición, al abanico completo de la programación televisiva, canales autonómicos incluidos. Gracias a la TDT, los españoles tienen chorro mil canales en abierto, una opción impensable hace poco menos de 30 años y, sin embargo... sin embargo…

… pareciera que no hay para todos. Los programas de más audiencia van de contenidos alucinantes como presentar a juicio ante un juez de chocolate el cómo cobrar una deuda absurda, echar a una pareja inútil o conseguir el visón de la abuela; o esos otros (¡muchos!) donde mayormente se trata de airear las vergüenzas y mediocridades de los famosos, donde acuden primos lejanos, amigos de la infancia o supuestos amantes a soltar –tras recibir su correspondiente cheque, oh, sí- la intimidad que se vuelve exclusiva, de risa loca y de pena ajena, la verdad. Hace poco más de un mes, el programa nocturno estrella se anotó un seudo-gol entrevistando a la madre de un supuesto delincuente que no, no robaba bolsos en el metro o chuches en las tiendas, sino que está en el medio justo de uno de los juicios más mediáticos, porque se sabe quién mató a Marta, cuándo la mataron, cómo la mataron… pero no han podido encontrar su cuerpo, mientras los cabrones encarcelados ya va para dos años que no sueltan prenda, se contradicen, cambian la versión, juegan con los sentimientos de sus padres y del personal. Y va el programa este y presenta a la madre de uno de ellos, con lo que las redes sociales explotaron y en consecuencia se dio el caso de la espantada de anunciantes, algo jamás visto por estos lares. Se les debe haber caído hasta el último pelo, alucinante.

Aquí la cosa va de mucho marujismo, pero eso no la hace tan diferente de otros lugares, supongo. Las mañanas de la tele abierta le pertenecen a los programas de ‘variedades’, donde aparte de la prensa rosa, los temas policiacos y por demás morbosos tienen un sitio especial, y a veces parece que bastante privilegiado. La lucha entre las cadenas se vuelve entonces feroz, y las noticias se pueden trasladar tranquilamente de ahí a los noticieros, a los debates y finalmente a los programas nocturnos, tan en boga. Los periodistas, o lo que sean ellos o digan que son, se maquillan, se sientan y actúan con dignidad y pose profesional y, con papelito en el regazo, sueltan su trascendental pregunta sin ningún pudor: “¿Se acostó o no con fulanito?” “¿Es cierto que la tiene muy pequeña?” “¿Y estaba con los dos al mismo tiempo?”, and so on…
Meterse con programas de concurso es tema de otro largo desvarío. Los hay que duran dos semanas y otros se mantienen, ofreciendo importantes cantidades de dinerito porque si no, la gente pasa de ellos, la verdad. Y las series de producción propia, cien por ciento españolas, ésas tienen gran nivel de audiencia, que ahora son más cuidadas y menos absurdas. Pero aun así, pocas se salvan, todo hay que decirlo.

Eso, más la condenada manía de poner pocos bloques de comerciales, pero de hasta seis minutos de duración cada uno e interrumpiendo el programa cuando más o menos les da la gana… eso en la tele abierta, que por lo menos te deja ir al baño, cenar y hasta echar unas llamaditas o un rapidín, porque en la estatal ya no hay anuncios desde enero de este año y ¡nada! a bailar en el asiento mientras se acaba el programa o de plano no coger el teléfono. Extremos, sí, y con esos nadie está nunca contento…

Luego más.