martes, 21 de septiembre de 2010

Nada de miedo

Allá por la Edad Media, más o menos a principios de los setenta, tras un examen que sólo se puede resumir como una especie de ojeada que debería parecer profesional a los ojos de una escuincla, un doctor que igual y tenía sólo media hora de haberse titulado va y me informa con cero bombo y platillo que mi corazón era más grande de lo normal: así, sin escalas y sin decirme si eso era malo, bueno, o todo lo contrario. Pues no debió de ser nada, porque el susodicho 'examen' era para dar el visto bueno a las que queríamos jugar volleyball.

Nadie desde entonces me ha dicho nada más de mi corazón. Así que supongo que sí que lo tengo más grande de lo que debería, porque me siguen engatusando los vendedores, timadores, listillos y demás bípedos. Hoy me siguen emocionando ET o cualquiera de El Padrino -ya ven, una es multifunciones-, o me entraban las de cocodrilo con mi apá en el zócalo en la ceremonia de la bandera. O si veía mucho rato a Paul Newman. O si me acordaba de Aquél.

Veamos: allá en el jurásico, el muy honorable y cascarrabias doctor Cárdenas nos atendía catarros y sustos, el clásico doctor que vivía cerca de casa, con su consulta siempre hasta el bote; pero nosotros no éramos de fiebres y esas cosas. Ah, pero habían otros doctores, unos a los que nunca les puse rostro pero que existían, y recuerdo que mi amá se arreglaba como para ir a una fiesta cada vez que iba a consulta. Doctores especialistas en cosas que yo no tenía ni idea porque no me contaban nada... y como mi amá se volvió una maestra en el arte de no mostrar lo mal que se sentía, más bien parecía que se iba a tomar un café con las amigas (¡con peluca! ¿dónde están sus pelucas?) que a seguir un tratamiento el cual, aquí y ahora declaro, no tengo la menor idea de si le sirvió para algo.

Cuando nació mi primogénita resultaba que era la primera vez que dormía en un hospital como paciente, y puesto que no se me podía considerar como enferma de algo, como no fuera de locura transitoria cuando pensé que éso no dolía, pues no sé hasta donde cuenta. Así que si me hubieran dicho que la siguiente vez que dormiría en un hospital sería en terapia intensiva, que le debería la vida al I.M.S.S... cielos, igual me da un ataque de risa histérica.

Y es que no fue sino hasta el último momento cuando accedí, que ya estaba a punto de descalificarme por cansancio, a que un doctor me viera, seguida en fila india por mi hermanita y entrando con muy poco ánimo a las urgencias de Tlaneyork -hasta tuve que hacerme la loca cuando unos chatos ensangrentados exigieron a gritos que les atendieran a ellos primero ¿qué no habían visto que llegaron antes que yo? Ni caso. Y mientras los descerebrados gritaban que estaban vulnerando sus derechos, la máquina que debía contar mi glucosa se declaraba incompetente, vamos, que la lectura era tan alta, tan estúpidamente alta que no la podía registrar... y ahí te voy a mi clínica. Eran más de las 11 de la noche, era Semana Santa y yo estaba china libre ¡me esperaban cuatro días de tumbing! La doctora que me recibió me hizo tan poquito caso que pensé que pasaría ahí un buen rato, urgencias estaba a reventar y que lo mío no llamaría la atención de nadie: imaginarse mi sorpresa cuando me pasan a “observación”, me observan más o menos 12 minutos y me llevan ¡en chinga! a Terapia Intensiva... ya los míos hasta se habían ido a dormir...

Cinco días en blanco y negro, es decir, a veces sabiendo pero mayormente no enterándome de nada, mientras estas personas cumplían con su trabajo, evitando día y noche lo que nadie como mi hermanita sabe describir, esto es, que me cargaran los payasos. Les odiaba con odio jarocho cuando me sacaban sangre -auténtica tortura china, mis niños: no de la vena, sino de una arteria ¡y dos veces al día, la madre que les parió!-; les aluciné en panavisión cuando no me pude duchar -una lucha de gigantes ésa, por cierto: ya que había cogido valor suficiente para entrar en ese cuarto, resultaba que si no había otra fémina que me acompañara nomás no iba; porque ¿mi hermanito? Eso era impensable, cielos-. Y tampoco me daban mucha información: no entendía por qué se me borraba todo el tiempo la vista, o se me dormía la lengua, o lo que carambas significaba 'hiperosmolar'. Pero me daban baños de esponja, me hacían compañía. Se quedaban pendientes de mi si me quedaba demasiado pensativa, que las camas a mi lado se ocupaban y se vaciaban, se ocupaban y se vaciaban, y yo ni trazas de moverme de allí...

Pero sí me moví. Me mandaron a planta, a una cama con vistas al Periférico y rodeada de mujeres que, alucino, eran de mi edad, incluso menores, pero que estaban bien jodidas pues no se cuidaban en absoluto. Miedo. Ahí me cayeron las visitas. Maravilla. Mi familia ya pudo dormir de un tirón. Paz. Y dos días después a casa, con una receta, un par de jeringas y una explicación de más o menos 30 segundos de cómo tendría a partir de entonces que cuidarme. Si lo bueno es que sólo tendré que hacerlo de por vida... me hubiera dado algo si hubiera tenido que ser por 50 años o así... porque para alguien que no soportaba ver una aguja, mucho menos un pinchazo, sé que lo hubiera llevado fatal.

Los festejos se han sucedido desde entonces, los resultados de los análisis han sido buenos -mi endocrina sólo dice 'estupenda, estás estupenda, esto es estupendo', así que o debe de serlo o la señora no tiene mucho vocabulario, y me inclino a lo primero, a ver. Y así camino hacia el mes de octubre. Este octubre. Con mi hermosa, delicada, algo floja y bien sexy barriguita en vías de convertirse en colador, pero ¡porque puedo hacerlo! Triste sería que no.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Crónica pequeña de un embarazo medio grande

Hace diez kilos que tuve a mi hija. Si tomamos en cuenta que mi peso corporal se componía de un alto porcentaje de agua -igual que todos- y uno más alto de huesos -por lo mucho que se me veían-, la correspondencia entre mi peso y estatura me hacía parecer una especie de... de... nah, qué modelo de pasarela: más bien una chata alta y flaca. Así desde la prepa.

Cuando se anunció la llegada de la heredera, lo último en que pensé fue mi peso, más bien me preguntaba dónde en el nombre de Buda iba yo a meter a un bebé en esos menos de 60 kilos. Pero la naturaleza, tan sabia ella, me mandó callar y al ritmo de un kilo al mes prácticamente ni me enteraba de que estaba 'en estado interesante' -pero por lo demás,sí era un embarazo de libro: ¿que a algunas les duele la cabeza? Levanto mi manita. ¿Que otras tienen nauseas matutinas más allá del tercer trimestre? Servidora. ¿Que muy pocas tienen antojos más que normales, pues la mayoría los tienen más bien raros? Yo gano. Mi embarazo fue el de los rollitos de primavera del restaurante chino de Johnny, acá en los Madriles. Pies hinchados, desbarajustes hormonales, olas de calor y frío, agruras matadoras. Empecé a valorar de modo diferente mi embarazo humano y a compadecer a las ballenas y las elefantas...

Ya, al ratito supe de qué iban esos pensamientos. Luego de pasar 8 meses engordando a razón de un kilo cada uno, de pronto mi cuerpo decidió que bastante bien se había portado y prácticamente sin avisar, en el último mes me regaló, como para que nunca se me olvidara ¡nada menos que el doble! No, no tendría un bebé formándose dentro de mí durante dos años como la mamá de Dumbo, o ni sé cuanto que se pasó la de Willy, pero nada, a vivir instalada en un nuevo mundo donde las sillas se hicieron más angostas, la ropa encogió a talla petite y necesitaba todo el colchón para darme la vuelta, así, tipo cachalote. Mientras, mi charro tocaba Física y Química por el mundo mundial de habla en español. Pasados los 9 meses, me lancé por las calles de mi pueblo, con el pelo suelto sin teñir en casi 6 meses para inmortalizar esa panza donde la sucesora sólo se dedicaba a dormir y a patear.

Cómo me acuerdo del día que le dije al doctor, en un arranque que en realidad tapaba un terror casi palpable, que yo quería parir como si fuera Cristina Onassis -no, no en griego, sino a lo grande. Me echó una mirada que traduje como 'pobre tonta ésta' y a continuación me explicó que ni siquiera había garantías de que llegara él a tiempo a mi parto, que nunca se sabía con el tráfico de Madrid. Pensé otra vez en la Onassis y me dije a mí misma: 'mí misma, tú no quieres ésto', y lo mandé a volar. Entrado el octavo mes. Y me fui con otro que me recibió muy contentito y me dio el avión en todo.

Eran las cuatro de la mañana cuando la hija dijo que ya estaba bueno y anunció su arribo; como primero se rompió la fuente -rompí aguas, pues- dio tiempo de cambiarse, salir con calma e incluso buscar la puerta del hospital, que la principal estaba cerrada y no sabíamos por dónde se entraba. Ahí recibióme una comadrona -la principal protagonista, no el doctor, desde ahora aclaro- y me instalaron en mi habitación, con tele, teléfono y otra cama para mi charro. Y a dormir, como no me dolía nada...

Hasta que me empezó a doler. Habiendo asistido durante cuatro meses a clases pre-parto en la clínica de mi pueblo, y no habiéndome enterado nada de nada, el dolor llegó como oleadas gigantescas, avasalladoras e interminables a partir más o menos de las 9 de la mañana y por toda una eternidad. Aquí, donde el mismo idioma se puede decir de tantas maneras, le di vuelo a la hilacha soltando la más grande y completa colección de delicadezas indignas de una dama y más bien dignas de arrabalera, ante mi total imposibilidad de controlar ese dolor. A saber si la luna llena de esa noche me influyó ¡pero me transformé en una salvaje, oiga usted! Recuerdo haber mordido a mi charro y a la Maru, que llegó a verme y se acercó con demasiada confianza, pobrecita; luego entró otra comadrona que intentó ayudarme a respirar hasta que se dio por vencida -o la mordí, es que no me acuerdo-; las monjas asomaban la cabeza a ver qué pasaba en la 312 y salían con la misma discreción, quizá pensando que chingar y sus acepciones tendrían algo que ver con peticiones a su amo y señor; y pusieron fuera de mi alcance la tele, la jarra de agua y el teléfono, porque alguno me parece que sí que fue a dar al suelo. El doctor pasó a verme un par de veces, se reía de mis palabrotas y se salía con aire de 'esto va para largo'. Luego entró una enfermera a ver, a ver, para rasurarme y ponerme un edema ¡ya se lo iba a poner a su abuela por parte de padre! Empecé a pedir drogas con la misma ansiedad con que pedía unos molletes después de un concierto...

¡Y Santa Epidural se me apareció! ¡Me iluminó con su pinchazo y todo fue coser y cantar! Eso sí, el proceso tuvo lo suyo, porque el buen hombre tuvo que ser traído de otro hospital (Onassis, remember?) y trataba de inyectarme entre contracción y contracción, tranquilizándome al decir que no me moviera, que mi vida estaba en sus manos, brrrr. Pero sirvió, vaya si sirvió. Siete humanos rodeándome, uno de ellos encargado exclusivamente de tirarse encima mío cada contracción, tipo defensa de los Vaqueros de Dallas. Risas y chistes. Y la chamaca que se negaba a salir. ¡Estaba tan grandota que no cabía, perdonando lo vulgar que esto pueda sonar! Por ello, en el menor de los estilos, le pusieron un tapón y la sacaron a jalones, ya saben, como esos para poner monigotes en las ventanas de los coches ¿cómo se llaman? ¡ventosa!

Ah, qué impresión ver por primera vez a mi heredera. Grande, veinte dedos, con un montón de pelo negro, los ojos bien cerrados y un chupón en plena frente. ¡Era feísima, por las patas de mi cama! Y sin embargo, no sé explicar el amor que me dio y cuando me la pusieron en el pecho pensé que nunca la soltaría (de hecho casi me la arrebatan, me parecía increíble, imposible que pudieran quitarla de ahí nunca). Luego empezó la vida, el doctor contaba un chiste muy malo mientras me cosía -7 puntos- y del fondo llegó un grito anunciando que no le quedaban los pañales, que eran muy pequeños. Mi charro, al lado, supongo que alucinando en estéreo. Ignoro si disfrutó la función, se reía tan nervioso mientras seguíamos contando babosadas...

Y luego tres días de gloria, comida rica servida en la cama, visitas que se dedicaban mayormente a estar con la criatura, regalos para la madre, y la bebé tranquila, durmiendo todo el día a mi lado y por la noche en el nido ¡soberbio! Salí fresca, tranquila y pudiendo usar toda mi ropa de 'antes de'. Sólo fue llegar a casa para que los puntos no me dieran reposo alguno -viví las siguientes semanas pareciendo loca, con un flotador verde acomodado en la cabeza, colocándolo cada vez que me quisiera sentar-, la nena decidió anunciar que su silencio era por respeto a las monjas -llegamos a pasearla en coche a las 3 de la mañana por el barrio, que no había dios que la durmiera- y mi leche, si es que subió, se siguió de largo, porque no le daba abasto y bien pronto se pasó a retirar (a saber la de toallas que mordí en cada toma), sin olvidar, claro, la archi conocida depresión post-parto -o lo que sea- que me convenció de que no lo haría bien, que la hija saldría drogadicta a los 16, con más verrugas que hijos y dedicada al comercio ambulante -de su cuerpo y de lo que robara por ahí, muerta por minibar en algún lugar oscuro y sucio. Patético, pero cierto: sencillamente me moría de miedo y tampoco podía controlar esas emociones.

Pero pasó. Quedaban por delante tantas noches...

lunes, 13 de septiembre de 2010

Toros y toreros

Acabándose con una rapidez que marea esta temporada de calores infernales y noches respirando como caballo tras carrera, también se acaban las fiestas de todos los pueblos, todos los pueblos de esta España cañí, donde el representante más internacional, más conocido y reconocido se convierte, además, en epicentro de enconados enfrentamientos entre los que le quieren proteger y los que quieren proteger sus 'tradiciones'.

Y me van a perdonar bastante que ponga la palabra tradiciones entre comillas: que si bien es cierto que reconozco la gallardía paquetona de los toreros, nunca me ha hecho ninguna gracia la así llamada 'fiesta'... y si ahora el agregamos las variantes que aquí a nivel rupestre se manejan, me quedo alelada, boquiabierta y estupefacta, en ese orden, a ver: este es un negocio que maneja miles de millones de euros, dólares y pesos sobre todo. Da de comer a montones de familias y da un nivel de poder y riqueza a cualquier cantidad de impresentables. Por lo que tiene que ser complicado el quitarlo de la vida; mas no imposible, digo yo. Aquí se rasgan las camisas por los rumbos de Barcelona, porque se les acaba el veinte el año que entra, creo, o a más tardar en el 2012. Y mientras los aficionados lloran por los rincones, los anti-taurinos festejan y se lo pasan bomba, mientras tratan de quitarse con acetona los manchones que les quedaron en el cuerpo después de alguna de sus manifestaciones, en montón, desnudos y tirados en el suelo, cubiertos con sangre y con falsas banderillas pinchándoles el cuerpo. Bless them, que ganaron: que por las pocas veces que gana el toro, su trabajo no ha hecho más que comenzar.

¡Porque hay un chingo de plazas de toros que cerrar, un chingo de ganaderos que tendrán que buscar otro oficio para ellos y sus animales, montones de personas relacionadas con el tema que tendrán que buscarse las alubias en otro campo! Yo espero que lo consigan, porque si la otra opción es que salga el toro a cargarse a un torero, lo veo peliagudo... y éso, además, sólo es una parte del pastel. Porque aquí entran las ferias pueblerinas, que el personal espera con más ansiedad que el aguinaldo y que sirven, básicamente, para intentar movilizar un poco las economías de cada lugar, situando juegos mecánicos, bailongos y demás, a la espera de recibir no sólo a muchos turistas nada despistados, como a aquellos que en su momento huyeron del pueblo a la ciudad y sólo vuelven cuando no hay para pagar hotel en la playa -que al cabo que ahí está la casa de los abuelos-. Que es bueno para los bares, cafeterías, restaurantes, hostales, ya, ya. Y manteniendo sus ancestrales tradiciones, pues que eso también atrae al turista. Y si hay toros, mejor, ¿cómo no van a venir los japoneses o ingleses a ver qué carajos hacen con ese soberbio cuadrúpedo, si en sus propios países sólo los pueden ver en postal?

El 7 de julio se sueltan, todas las mañanas de una semana, un grupo de toros a recorrer la misma avenida que concluye en la plaza de toros, allá en Pamplona. Corren los toros y la adrenalina, pero también los estúpidos, unos borrachos y otros no, que sólo quieren participar sin saber bien claro por qué. Y los toros han ganado, varias veces, oh, sí; pero en general la sensación es que los pobres están desesperados por volver a sus heras, o al prado y pasar apaciblemente otro año, si no son elegidos para, ya saben, una magna fiesta con Ponce o Juli o whoever. De ese tipo de carreras hay varias, muchísimas en realidad, por toda España. Y lo raro es que no salga algún corneado, que no cornudo, que de esos no respondo. En el pueblo más cercano al mío, Arganda, las hubo hace una semana: ponen una especie de protección, que no son otra cosa que postes metálicos, con separación suficiente para que un humano pueda entrar en chinga si lo persigue el toro, o para salir y molestarlo cuando va pasando, muy funcional. Y hace una semana un toro, rezagado y seguramente alucinando en colores todo el ruido y los clamores, sin entender un carambas nada de nada, tuvo a bien cornear a una humana que sacó medio cuerpo de las protecciones esas y que ni lo vio venir. Mari Carmen, han dicho que se llamaba. 43 años. Aficionada. Y despistada, por decir lo menos. El toro la cogió por el cuello y no alcanzó ni a quejarse. Hay mucha pena, los vecinos lloran, el alcalde decreta días de duelo, y ya. ¿Y el toro? Al corral, supongo, no se vuelve a hablar de él. Porque hay que ir pensando en los festejos del próximo año, toros incluidos, por supuesto.

Hay fiestas mucho más salvajes, qué dijeron, nada más echarlos a correr, pues no: los llaman 'toros embolados' y trata de atar al animal a un poste, y ya inmovilizado, colocarle unas bolas en los cuernos, no sé si pegadas, clavadas o qué -mas no pregunto-, a las que les prenden fuego y luego lo sueltan a “corretear”. La gente vitorea, grita y se emociona, además de defender el hecho de que al toro “no le pasa nada”, “no le hacen daño”, dando por sentado que, al ser una tradición tan antigua como de hace más de 500 años, queda plenamente justificado que sólo es, como diríamos, un inocente juego para divertir al personal en sus fiestas. Igualito que el invento de Mr. Guillotine, diría yo. Preguntarle a María Antonieta.

¿Y si les dijera que hay otra igual de salvaje, de fumada y bestia, me lo creerían? Que la hay ¡la hay! Pasen y alucinen con la costumbre de ni sé qué pueblo de Valladolid, no me interesa saber el nombre, donde recrean, a caballo los que tienen y los que no, corriendo ¡o hasta en coche!, cómo se persigue a un toro por los campos aledaños ¡y se le ataca con varas, palos, lanzas y lo que halla! Eso sí, clementes como son, sólo lo hacen hasta que el bicho muere, que muerto ya no vale. La macabra representación se llevará a cabo mañana, día 14, y los telediarios sólo hacen notas presentando las opiniones del personal... ya se imaginarán las de los lugareños ¿no? ¡Si es que lo han catalogado de “Interés Turístico y/o cultural"! ¡la madre que los parió!

Y mientras no consigan que la ley lo prohíba, como acaba de pasar en Cataluña, pues nada, a prepararse para el año que sigue ¡que toros hay muchos, pero más lanzas y descerebrados que las usen!

No creo que consigan erradicar esto del país, sinceramente. Perderían tanto dinero, tantos turistas y por ende tantos trabajos, que no pasará. No les interesa. El toro está para la lidia, decía mi suegra, porque es noble y especial y porque no sirve para otra cosa; además, hija, ni siquiera le duele, que su dios la bendiga. Si ella opinaba así, favor de multiplicarlo por miles de cabecitas blancas y otras no tanto, que es cuestión de matemática pura. Tienen que salir las cuentas o qué. Servidora, mientras, para seudo-beneplácito de mi charro, festeja con vítores cuando el toro se cabrea y consigue desquitar su rabia contra esa retorcida manera de conservar las tradiciones. Y por lo mismo ya mejor ni mencionar las que conllevan cabras, patos, gallinas, ocas y vaquillas con saltos olímpicos desde campanarios de iglesia.

Una vergüenza.