sábado, 18 de septiembre de 2010

Crónica pequeña de un embarazo medio grande

Hace diez kilos que tuve a mi hija. Si tomamos en cuenta que mi peso corporal se componía de un alto porcentaje de agua -igual que todos- y uno más alto de huesos -por lo mucho que se me veían-, la correspondencia entre mi peso y estatura me hacía parecer una especie de... de... nah, qué modelo de pasarela: más bien una chata alta y flaca. Así desde la prepa.

Cuando se anunció la llegada de la heredera, lo último en que pensé fue mi peso, más bien me preguntaba dónde en el nombre de Buda iba yo a meter a un bebé en esos menos de 60 kilos. Pero la naturaleza, tan sabia ella, me mandó callar y al ritmo de un kilo al mes prácticamente ni me enteraba de que estaba 'en estado interesante' -pero por lo demás,sí era un embarazo de libro: ¿que a algunas les duele la cabeza? Levanto mi manita. ¿Que otras tienen nauseas matutinas más allá del tercer trimestre? Servidora. ¿Que muy pocas tienen antojos más que normales, pues la mayoría los tienen más bien raros? Yo gano. Mi embarazo fue el de los rollitos de primavera del restaurante chino de Johnny, acá en los Madriles. Pies hinchados, desbarajustes hormonales, olas de calor y frío, agruras matadoras. Empecé a valorar de modo diferente mi embarazo humano y a compadecer a las ballenas y las elefantas...

Ya, al ratito supe de qué iban esos pensamientos. Luego de pasar 8 meses engordando a razón de un kilo cada uno, de pronto mi cuerpo decidió que bastante bien se había portado y prácticamente sin avisar, en el último mes me regaló, como para que nunca se me olvidara ¡nada menos que el doble! No, no tendría un bebé formándose dentro de mí durante dos años como la mamá de Dumbo, o ni sé cuanto que se pasó la de Willy, pero nada, a vivir instalada en un nuevo mundo donde las sillas se hicieron más angostas, la ropa encogió a talla petite y necesitaba todo el colchón para darme la vuelta, así, tipo cachalote. Mientras, mi charro tocaba Física y Química por el mundo mundial de habla en español. Pasados los 9 meses, me lancé por las calles de mi pueblo, con el pelo suelto sin teñir en casi 6 meses para inmortalizar esa panza donde la sucesora sólo se dedicaba a dormir y a patear.

Cómo me acuerdo del día que le dije al doctor, en un arranque que en realidad tapaba un terror casi palpable, que yo quería parir como si fuera Cristina Onassis -no, no en griego, sino a lo grande. Me echó una mirada que traduje como 'pobre tonta ésta' y a continuación me explicó que ni siquiera había garantías de que llegara él a tiempo a mi parto, que nunca se sabía con el tráfico de Madrid. Pensé otra vez en la Onassis y me dije a mí misma: 'mí misma, tú no quieres ésto', y lo mandé a volar. Entrado el octavo mes. Y me fui con otro que me recibió muy contentito y me dio el avión en todo.

Eran las cuatro de la mañana cuando la hija dijo que ya estaba bueno y anunció su arribo; como primero se rompió la fuente -rompí aguas, pues- dio tiempo de cambiarse, salir con calma e incluso buscar la puerta del hospital, que la principal estaba cerrada y no sabíamos por dónde se entraba. Ahí recibióme una comadrona -la principal protagonista, no el doctor, desde ahora aclaro- y me instalaron en mi habitación, con tele, teléfono y otra cama para mi charro. Y a dormir, como no me dolía nada...

Hasta que me empezó a doler. Habiendo asistido durante cuatro meses a clases pre-parto en la clínica de mi pueblo, y no habiéndome enterado nada de nada, el dolor llegó como oleadas gigantescas, avasalladoras e interminables a partir más o menos de las 9 de la mañana y por toda una eternidad. Aquí, donde el mismo idioma se puede decir de tantas maneras, le di vuelo a la hilacha soltando la más grande y completa colección de delicadezas indignas de una dama y más bien dignas de arrabalera, ante mi total imposibilidad de controlar ese dolor. A saber si la luna llena de esa noche me influyó ¡pero me transformé en una salvaje, oiga usted! Recuerdo haber mordido a mi charro y a la Maru, que llegó a verme y se acercó con demasiada confianza, pobrecita; luego entró otra comadrona que intentó ayudarme a respirar hasta que se dio por vencida -o la mordí, es que no me acuerdo-; las monjas asomaban la cabeza a ver qué pasaba en la 312 y salían con la misma discreción, quizá pensando que chingar y sus acepciones tendrían algo que ver con peticiones a su amo y señor; y pusieron fuera de mi alcance la tele, la jarra de agua y el teléfono, porque alguno me parece que sí que fue a dar al suelo. El doctor pasó a verme un par de veces, se reía de mis palabrotas y se salía con aire de 'esto va para largo'. Luego entró una enfermera a ver, a ver, para rasurarme y ponerme un edema ¡ya se lo iba a poner a su abuela por parte de padre! Empecé a pedir drogas con la misma ansiedad con que pedía unos molletes después de un concierto...

¡Y Santa Epidural se me apareció! ¡Me iluminó con su pinchazo y todo fue coser y cantar! Eso sí, el proceso tuvo lo suyo, porque el buen hombre tuvo que ser traído de otro hospital (Onassis, remember?) y trataba de inyectarme entre contracción y contracción, tranquilizándome al decir que no me moviera, que mi vida estaba en sus manos, brrrr. Pero sirvió, vaya si sirvió. Siete humanos rodeándome, uno de ellos encargado exclusivamente de tirarse encima mío cada contracción, tipo defensa de los Vaqueros de Dallas. Risas y chistes. Y la chamaca que se negaba a salir. ¡Estaba tan grandota que no cabía, perdonando lo vulgar que esto pueda sonar! Por ello, en el menor de los estilos, le pusieron un tapón y la sacaron a jalones, ya saben, como esos para poner monigotes en las ventanas de los coches ¿cómo se llaman? ¡ventosa!

Ah, qué impresión ver por primera vez a mi heredera. Grande, veinte dedos, con un montón de pelo negro, los ojos bien cerrados y un chupón en plena frente. ¡Era feísima, por las patas de mi cama! Y sin embargo, no sé explicar el amor que me dio y cuando me la pusieron en el pecho pensé que nunca la soltaría (de hecho casi me la arrebatan, me parecía increíble, imposible que pudieran quitarla de ahí nunca). Luego empezó la vida, el doctor contaba un chiste muy malo mientras me cosía -7 puntos- y del fondo llegó un grito anunciando que no le quedaban los pañales, que eran muy pequeños. Mi charro, al lado, supongo que alucinando en estéreo. Ignoro si disfrutó la función, se reía tan nervioso mientras seguíamos contando babosadas...

Y luego tres días de gloria, comida rica servida en la cama, visitas que se dedicaban mayormente a estar con la criatura, regalos para la madre, y la bebé tranquila, durmiendo todo el día a mi lado y por la noche en el nido ¡soberbio! Salí fresca, tranquila y pudiendo usar toda mi ropa de 'antes de'. Sólo fue llegar a casa para que los puntos no me dieran reposo alguno -viví las siguientes semanas pareciendo loca, con un flotador verde acomodado en la cabeza, colocándolo cada vez que me quisiera sentar-, la nena decidió anunciar que su silencio era por respeto a las monjas -llegamos a pasearla en coche a las 3 de la mañana por el barrio, que no había dios que la durmiera- y mi leche, si es que subió, se siguió de largo, porque no le daba abasto y bien pronto se pasó a retirar (a saber la de toallas que mordí en cada toma), sin olvidar, claro, la archi conocida depresión post-parto -o lo que sea- que me convenció de que no lo haría bien, que la hija saldría drogadicta a los 16, con más verrugas que hijos y dedicada al comercio ambulante -de su cuerpo y de lo que robara por ahí, muerta por minibar en algún lugar oscuro y sucio. Patético, pero cierto: sencillamente me moría de miedo y tampoco podía controlar esas emociones.

Pero pasó. Quedaban por delante tantas noches...

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