Navidad y año nuevo eran perfectos, allá en el jurásico: poníamos un árbol con esferas de todas formas y colores -era la moda- con una gran estrella en lo alto, y al pie un nacimiento que permanecía sin niño hasta la noche del 24, que lo poníamos antes de irnos a casa de la abue Lupe a cenar. Es que si hubo cenas en casa, yo no me acuerdo. Años después, ya de noche el día, salíamos los 4 a coger un camión que nos llevaría, tarde y cargados de cosas, a la hermana república de Tlane a cenar; a veces esperábamos lo que parecía horas hasta que algún chofer que igual y no tenía nada que celebrar, pasaba con la unidad abarrotada de personal que necesitaba moverse esa noche, gente colgando de las ventanas, la única opción para pasar de la Lindavista al Estado de México sin dejarte la cartera vacía... y eso si conseguías parar un taxi. La vida se ralentizaba conforme avanzaban las fechas.
Escribíamos nuestras cartas desde varias semanas antes, repasando una y otra vez no sólo la lista de peticiones, sino la ortografía y la claridad de ideas -era básico hacerles ver, tanto a santa como a los otros tres, que habíamos sido todo lo buenos que nos fue posible en el año que estaba por acabar. Dejábamos las cartas entre las ramas del árbol y nos dormíamos, a veces cada quien en su cama, a veces todos hechos bola en la de alguno, preparándonos para uno de los pocos días del año en que nadie tendría que despertarnos tan, pero tan temprano.
Así que dividíamos nuestros regalos, porque recibíamos tanto el 25 de diciembre como el 6 de enero. Lo último, lo mejor, eso con lo que nos bombardeaban por la tele en las pasadas semanas. Yo sabía que tenía garantizada la novedad de Lili-Ledy, muñeca que primero caminara de la mano, que le pudieras meter comida por la boca, que luego meara de mentiras, que tuviera sonidos; llegaban Hombres de acción, peluches, coches y autopistas, robots, ¡si es que habíamos sido tan buenos! Y la ronda de más juguetes seguía en casa de los abues Cristi y Arturo, que siempre tenían una muñeca, unos coches y unas monedas para cada uno ¡era total! Luego a comer a casa de los otros abues ¡y más regalitos! Creo...
Pero eran esas mañanas, frías y cálidas a la vez, donde corríamos como tropa desbocada hacia el árbol a ser el primero en cogerlo y luego correr de nuevo como locos a la cama de los apás a enseñarles las maravillas, premios a nuestra buena conducta. ¿La hora? Igual y las seis. Por ahí. A rasgar cajas, romper plásticos, desenrollar tiritas de esas como del pan bimbo. Voila! Todo oliendo a nuevo, a perfecto, a plástico puro y duro...
Y ya. Antes de pensar en salir a presumirlo, de pasear como heredera de los Corcuera y Limantour por los alrededores haciendo como que 'mira lo que me trajeron' y en el fondo un '¡MIRA LO QUE ME TRAJERON!', antes de eso... había que echar a andar los juguetes ¿no? Pues no. Porque funcionaban, en un 99.9%, con pilas. Y no había pilas por ningún lado en casa, lástima, Margarito. Podríamos coger las de la tele ¿no? Pues no. No había tele con control remoto, aún. ¿Del estéreo? Más de lo mismo. Eran los sesentas, por las patas de mi cama, principios de los setentas. Si no comprabas por separado las pilas, o si no tenías una reserva en casa -para sepa dios qué-, pues nada. A esperar.
¿Cómo que a esperar qué? Pues al otro día. En aquellos tiempos nada, absolutamente nada, abría el día 25 de diciembre. Así que a inventarse juegos con la maravillosa mona que hablaba en 2 idiomas pero de momento sólo cerraba los ojos, o con el robot que caminaba y gritaba entre otras cosas '¡Peligro, Will Robinson!' y al que de momento sólo se le podía empujar de adelante para atrás. ¿Que si lo hacíamos? Pues no me acuerdo mucho.
Cuesta creer que semejante despiste se diera en el docto y perfecto Santa, pero nosotros éramos niños y cualquier excusa nos valía. De hecho, no recuerdo frustración o mala onda, simplemente esa sensación de no poder, cómo lo explico, no poder expresar a través de lo que nos habían metido casi por todos los sentidos y ahora se hacía realidad, dejando claro sin lugar a dudas que habíamos sido unos maravillosos escuincles.
Y habría crisis, seguro que las habrían, pero nosotros estábamos camuflados para no enterarnos, dentro de esas obligaciones del pasado que se asumían como normales, los niños no nos enterábamos de si había dinero para los juguetes... vaya usted a saber lo que dejaron mis apás de hacer o tener para que a nosotros tres, luego cuatro, no nos fuera a dejar fuera de la jugada una petición no satisfecha. En qué momento se torcieron las cosas, que a la siguiente generación ya se le hace partícipe de todas las broncas, pues francamente ni me enteré...
La Navidad se acabó cuando se tenía que acabar. Había otras cosas en qué pensar, como seguir adelante. Habíamos todos llegado a un momento en que ya no era necesario tanto secreto, tanta historia, y la sorpresa de la mañana siguiente simplemente se transformó en una sorpresa, ahora sí envuelta en papel de regalo, colocada bajo el árbol días antes del evento. A veces lo pedido, a veces no. Que a quién le dan pan que llore...
miércoles, 29 de diciembre de 2010
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