lunes, 31 de enero de 2011

Ése también, porque me recuerda a éso (parte 2, pues)

Sus mercedes me perdonarán que sobre todo aparezcan productos de allende nuestras fronteras. Dicha tal estupidez no me queda otra más que seguir, que las listas se me acumulan, incluidas las de la compra, y no me doy abasto para todo, oigan.

Aunque podría haberme convertido en erudita sobre Jeff Beck, o Rush, o Steely Dan, el caso es que elegí ponerme en el lugar de la hermana sandwich, que suponía entre sus funciones alucinar en colores todo lo que les gustara a mis hermanos, correspondiendo a su misma atención, claro, que ellos trataban de guango para arriba a mis favoritos de pre-adolescente. Y sucedió que cuando me enamoré como una loca, como una loca, resultó que el verdadero erudito era él, y muy poco de lo que escuchaba me enamoraba, que prefería mil veces oír su voz y leer sus cartas. Cuando andaba quedando bien conmigo, que diría mi apá, él era la autoridad, por decir algo; yo, la mensa. Así que intentaba aparentar indiferencia y aparecer cosmopolita, aunque 11 de cada 10 veces no tenía la menor idea de quién me estaba hablando -demasiado popular mi cultura musical, me temo, por lo menos en aquel momento.
Y va y una noche, antes de meterme a la casa, abre su cajuela y saca un disco -sí, por los dioses, un vinilo; si estoy hablando del siglo bien pasado-, decía, saca un disco y me lo da y me dice algo así como mira, a ver si te gusta, es muy bonito... y nada más. No me soltó historias de la genialidad del músico, de su historia, vamos, ni siquiera una breve-sinopsis-resumida de las canciones. Igual y por eso también me enamoró. El disco y el bípedo. Lo escuché, pues, más porque había sido una recomendación suya y por eso, cada vez que lo pongo, salgo volando en pos del antes de la SSA, y de mi asilo en casa de Jesús, de Agustín Melgar, de montones y montones de días en que no nos enterábamos si amanecía o anochecía, cielos.
El 'Talking back to the night', de Steve Windwood.

A ver éste.
Ya habíamos superado la compra continua y exclusiva de discos de 45 r.p.m. y más bien hay que reconocer que nos los compraban, que éramos chamacos clase media de la Lindavista que además nos los teníamos que ganar, con buenas calificaciones y esas cosas. En casa sonaba Barry Ryan para todos ¡y B.J. Thomas para servidora, cómo que no!; sin embargo nos llegaba la hora de conocer los discos al completo, descubrir que en una sola placa había ¡montones de canciones! Y que, increíblemente, había algunas que nos gustaban más que las que sonaban día y noche en la radio. De ahí a convertirlas en auténticas grabaciones mientras caía el diluvio universal sólo era un paso, pero qué gustito daba...
Mi hermanote apareció una buena tarde con el volumen III -osease, que ya había otros dos-; con funda de papel, sí, y las letras ¡pero ni una foto! ¿pues quiénes eran estos? Ah, sí; pero ¿cómo son ellos? ¿todos tocan algo, quién canta? Qué más daba, la primera canción era la mejor de todas -quiero decir, ésa fue la que yo gasté primero-. Se empezaba a llenar un espacio en casa con cuadrados de cartón y vinilo. Se empezaba a discutir sobre quién ponía qué a cuáles horas. Peace and love, mucho peace and love. Que luego eso le costara unos azotes -bien merecidos, sí, pero ¡cuántos! y no apagó el fervor de traer discos a casa. Para bien o para mal, absorbía todo lo que llegaba y me encontraba -pocas veces, eso sí- en la dificilísima coyuntura de cuál disco poner más veces, si aquél de... o ése de... o éste: el 'Chicago III'.



Uy, y éste.
Resulta que trabajaba en el “trabajo de mi vida” (todos eran los trabajos de mi vida, en realidad: los quería un montón y los disfrutaba aún más) y por vueltas del destino me quedo como responsable del lanzamiento en el país del primer disco de este muchachote, una música con la que jamás me había sentido identificada, y de la que por lo tanto sabía tanto como de fisión electro-nuclear psicotrónica. ¿Qué hacer? ¿A quién preguntarle? ¿Y preguntarle qué? Pasé muchas noches en vela...
Mentira. Jamás había perdido el sueño por nada y ésa no sería la primera vez.
Bueno, estaba nerviosa, porque aparte tenía que impresionar al jefe, llegado hacía poco de la Madre Patria (decidido según todos a meternos al orden y según yo a impresionar a todas las féminas de la empresa). Total, que siguiendo el ejemplo de otras compañeras más veteranas -mi veteranía se limitaba a unos pocos meses, todo hay que decirlo-, abrí la boca y propuse un toquín en el antro exclusivo de moda, el Premier, allá por donde cristo perdió la voz
¡Y que me dicen que sí! Fue un trabajo de locos, vinieron más españoles a supervisarnos, había que mimar todos los detalles, incluso lambisconear a los de Televisa, envidiosos y celosos como niños de guardería, pero lo conseguimos. Lo conseguí, qué chihuahuas. Y pude estar en la edición completa del condenado programa, que hizo sudar a muchos lágrimas de sangre. Y conseguir un coro de 14 niños. Y tener al artista contento, que cada rato amenazaba con volverse a Miami.
Ah, y salió muy bien. Todo salió muy bien. Todos fuimos felices. Mi felicitación provino de las altas esferas, y pude recibirlas una vez me repuse de todas esas horas sin dormir, de todos esos corajes que aguanté, de todas las estupideces que escuché. Y que seguro hice, pero prometo que ni cuenta me dí. Cada vez que lo escucho, completo, rememoro cuando se perdieron las listas de invitados; cuando se me rompió un tacón faltando media hora para empezar todo; cuando pasé toda la tarde anterior hablando de sepa-la-bola-qué con Miguel Bosé, rogando que no la hiciera de tos y nos dejara quitar su escenografía; cuando cada dos segundos llegaba otro gorrón al evento.
'Ojalá que llueva café', de Juan Luis Guerra.


Luego. Más. Ahora. Cama. Sueño. Mucho.

1 comentario: