lunes, 8 de agosto de 2011

Acapulco y la amistad

Resulta que mi querida banda y servidora estábamos un día en la escuela, diligentes y responsables como siempre, cuando ni me acuerdo por qué terminamos hablando con Fago, diminutivo de Élfega –la madre que parió a sus padres, de verdad; pues va la chica y nos presume su casa con alberca en Acapulco, y vamos nosotros y con total descaro nos autoinvitamos, y va ella y nos dice que cuando queramos, y vamos nosotros y montamos un viaje. La cara de what que se le quedó a la chica debió habernos advertido algo, pero nosotros ni caso.

Así que se pasaron a pedir los correspondientes permisos en casa: que nos vamos de viaje de estudios a ¡Oaxaca!; que sólo necesitábamos 600 de aquellos no tan devaluados pesos; que nada más eran tres días, incluyendo las hoooras que nos iba a tomar llegar al destino; que no gastaríamos nada extra o especial; que íbamos con otros adultos más responsables que nosotros, en plan grupo grande. ¿Se la creyeron nuestros honorables padres? ¿Se hicieron los locos? Eso nunca se sabrá. Yo sólo sé que a Mela la dejaron venir porque iba yo, y a mí me dejaron ir… siempre y cuando me acompañara uno de mis hermanos. El ganador, por unanimidad, fue mi hermanito. Y allá te vamos.

Las aventuras de 5 medio adolescentes escapándose a la playa, despreocupados de cualquier cosa y dispuestos a comerse al mundo, debe ser no sólo historia vieja y recurrente, sino también las ganas de tentar a la suerte por purititas ansias toreras de haber hecho algo como una escapada “con permiso”. Cuando llegamos a la casa de Fago –mira que hasta siento medio mentar ese diminutivo de su nombre, me hace pensar en cosas no precisamente coloridas- la casa existía, la alberca existía, y el joven matrimonio que las cuidaban también. Nos sentíamos más que adultos, aceptábamos los refrescos y las papas que nos daban uno tras otras, nos metíamos sin ninguna timidez a hacer como que nadábamos –ya se sabe, yo, puro cuento; Mela, puro miedo, los demás no me acuerdo-, y tarde se nos hacía para salir a conquistar la ciudad.

¿Cómo conseguimos alquilar uno de esos típicos vehículos que circulaban, tipo Jeep? Ni idea, pero la aventura continuaría cuando de pronto, de la nada (o del todo, vaya a saber), el auto casi nos explota por tremenda fuga de ¿gasolina mezclada con chispas? Whatever… nosotros sólo explotábamos a carcajadas.

Y servidora, además, afónica total producto de mis poquísimos encuentros cercanos con un aire acondicionado a lo largo de mi joven vida. Ellos cantaban, gritaban, yo les acompañaba con el corazón y la boca abierta.

Una noche Mela y yo nos pusimos flores en el pelo, y nuestras mejores galas… ¿por qué el personal que pasaba por ahí nos gritaba no sólo “¡mamacitas!” sino “¿cuánto?” No nos enterábamos y luego nos valió sorbete ¡nos sentíamos igualitas a los Ángeles de Charlie! Sin embargo, eso no valía a la hora de entrar al Centro de Convenciones tuvimos que brincarnos la barda y aun así nos cacharon los de seguridad, echándonos a la vil calle sin contemplaciones y con el rabo entre las patas. Pero no a todos, no, así que tuvimos que quedarnos afuera hasta que casi amaneció, mientras Mela intentaba manejar un coche por primera vez en su vida y ambas tratábamos de ligarnos al mismo chato, que por cierto pasó olímpicamente de nosotras. Pero sí fuimos a una discoteca, y bailamos todo lo que Saturday Night Fever estaba dando.

Ni me acuerdo qué comimos esos días; afortunadamente quedan para el recuerdo unas fotos en ese inverosímil tamaño cuadrado de las 110 donde posamos frente al mar, sumiendo la pancita y sacando pecho mientras las olas golpean una gran piedra que sobresalía a la orilla, creando esa cortina tan única como fondo extra.

A todo esto, Fago había también aparecido con su hermano, un chicarrón que no podía disimular que se echaría al plato sin contemplaciones a cualquiera de los varones del grupo, pero creo que no le gustó que lo ningunéaramos y fue de chismoso con sus padres. Sí, efectivamente, los únicos que no pidieron permiso para llevar gente fueron ellos y cuando el odioso mocoso se rajó, Fago puso tierra de por medio, y sinceramente no recuerdo si la volvimos a ver ahí o siquiera en la escuela. Cuando esa noche sonó el teléfono y servidora, en un arranque de serie de tele de los setentas va y contesta, lo único que pude contestar a la pregunta de quién hablaba fue “una chica” y salir por piernas a buscar a los cuidadores. Resultado: que nos largábamos ipso facto de ahí.

Ah, pero no sin antes pagar hasta la última coca cola que nos habíamos bebido ¿o qué, éramos tan babosos que pensábamos que eso era cortesía de la casa? Nos dejaron más que desplumados, la verdad. Pero ya casi se había acabado la odisea.

Volvimos quemados, y recalco esto porque parecíamos casi un coctel de camarones de Boca del Río; cansados hasta la extenuación, casi, que no acumulamos ni 10 horas de sueño en todos esos días; emocionados como nunca antes, porque volvíamos sanos, salvos y con un supuesto bagaje de experiencia que no se comparaba con el de nadie que conociéramos.

¿Y cuál es la moraleja? Dicho en tres palabras: ‘ora te aguantas. Treinta años después de esa excursión, mi aún adolescente hija me tiene con el alma en vilo: ¿será verdad, será mentira, será el color del cristal con que se mira?


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