domingo, 24 de julio de 2011

De Casas Gentiles

Una Casa Gentil es una que, de entrada, no es tuya. Es una donde vas y te metes, te inviten o no, y lo que te dan va desde el compañerismo más sabroso hasta el apoyo más incondicional, pleno y gratuito. Las Casas Gentiles están ahí, cerquita de tu casa o a muchos, muchos kilómetros, semáforos y horarios; la vida nos las pone, luego nos tenemos que buscar la vida ya sea por voz o usando ruedas; ellas, aunque se muevan en la geografía, en realidad siempre están.

En las casas gentiles te dan de comer y beber hasta hartarte, o no te dan nada, que luego la plática pone en el olvido que el estómago pudiera necesitar gasolina; te dan el hombro, la risa fácil, incluso el dedo en la llaga –y de la misma manera que esperas que se aguanten tus regaños, tú también tienes a veces que tragar camote, es así. Aunque eso es lo más raro, la verdad: puedes aparecerte hecha una magdalena o un cicirisco y no tener en absoluto la razón, y encontrarte con que ahí te escucharán, asentirán, vamos, que hasta te pueden dar el avión completito. Lo que realmente recibes es alimento para el alma.

A veces te acogen porque no hay más adonde ir, y mis hermanos lo saben, si acaso lo recuerdan; las casas gentiles a veces están habitadas por señoras de voces roncas, muy roncas y poco dadas a los cariñitos, pero que derramaban sin cesar protección y cariño exactamente cuando más se les necesita ¿a que sí? Otras casas gentiles son como agentes infiltrados, esto es, ubicadas en lugares donde parece que no les importas un carajo cuando en realidad están más que pendientes de tu bienestar. Y muchas son como esas donde lo único que falta a tu llegada es la alfombra roja, con la corona y el cetro al final de la pasarela, flores, globos y payasos.

Muchas he conocido yo en ya unos buenos años. Resulta que la vida nos da las oportunidades y luego, la muy canija, ni nos avisa, de modo que venimos a descubrir dónde estamos acogidos luego de saborear, por ejemplo, comida comestible para servidora, que ya se sabe que llegué tarde al reparto del sentido del gusto; un menú de fideos con tacos de pollo, o huevos a la mexicana en Toluca para sus señorías; berenjena disfrazada de filetes empanizados y meatballs; fuentes enormes de arroz blanco con vasos y más vasos de leche; pollo con mole cruzando el pasillo al aire libre a la cocina, allá donde decían que mataban; y me temo que así podría seguir por décadas. Es que el detalle importa ¡los menús de las casas gentiles siempre han sido alucinantes! Es el aliño lo que cuenta y la conjugación del verbo poner: ponerse al día, poner morado al personal, ponerse hasta atrás y hasta arriba de bebida y comida; vamos, hasta poner la mesa. También el verbo cuajar, ya me entienden.

Soy muy afortunada porque no soy capaz de contarlas con los dedos de las manos, los pies y aun usando los del vecino: a mi vida han llegado tantas casas gentiles como veces he soñado con conocerlas ¿cómo darles las gracias por la paciencia, las risas, los numeritos, los platillos, tequilas y postres? Por estar ahí para que yo pudiera echarme en esa gran cama de ese pequeñitito-diminuto-enanito apartamento para mirar al techo y echar una estupenda parrafada en Santa Cruz del Monte, o sentirme actriz un rato y pretender que de verdad lo hacía bien, en los ya un poquito lejanos tiempos xipalescos; porque me las ofrecen completas, sin condición alguna y hasta con emoción frente al parque ¿España? ¿México? si es que no distingo uno de otro, perdón… y acá, en este hermoso país donde hay música ambiental en los estacionamientos de grandes superficies, Capilerilla, Pedroso de la Carballeda, Benzojimeno, el barrio de Salamanca hasta hace unos años… camita, comida rica, calor humano, montones de cariño...

Porque Zacatecas, Querétaro, Guanajuato y Pensylvannia comen aparte.

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