sábado, 16 de julio de 2011

Chi-ca-go. Chicago.

Una de las muchas ventajas de haber nacido cuando nací (en el cuaternario, docta opinión de mi heredera) es cuando decides ejecutar tu derecho de fan incondicional de aquellos artistas y/o grupos que siguen vigentes, aun cuando lleven escondida alguna botellita de oxígeno o su show dure ni un minuto más de lo que sus fuerzas le indiquen, contrato aparte. Y digo esto porque a estas alturas de siglo ni están todos los que son, ni son todos los que están.

Me explico más, pues: yo no sé si será leyenda urbana que Madona siempre ha tenido una cantante de apoyo para cuando le falte el aire, ver sus conciertos de hace 25 años y los de ahora notan diferencias bastante obvias en cuanto a locuras gimnásticas en el escenario, pero poco más. Y los Rolling, tan listos ellos, se plantan diminutos en gigantescos escenarios que disimulan y distraigan del hecho de que los cuatro se mueven nada más que lo estrictamente necesario. Pero todos siguen sonando, vaya si siguen sonando.

Eso por un lado. Por otro, de los más buenos para los que hemos pagado –o gorroneado- nuestra entrada, es el hecho de que ya estamos algo más allá de los empujones, gritos histéricos, nubes de humo y no precisamente del que procede del escenario; pero sobre todo que ya es casi norma tener un asiento asegurado, si bien es cierto que producto de la emoción nos levantemos cada dos por tres, aquí lo importante es poder tener espacio para las posaderas en cuanto la canción se vuelve lenta, en cuanto no la conocemos, en cuanto ya nos fallan un poco las fuerzas. Que tampoco nacimos ayer, repito.

No es mi caso, por cierto. Anoche, como parte de los festejos especiales de Lula sin verano en la playa, me lancé cual ágil saeta a un concierto que esperaba con la misma emoción, lo prometo por las patas de mi cama, que sentía cuando les vi por primera vez, cuando corría el año de gracia de 1975 y el Auditorio Nacional sólo daba cabida a 5 mil almas. Y que conste que no esperaba ni más ni menos que lo que sonó, no en balde ellos llevan… llevan… muchos años juntos, muchísimos. Y aquí retomamos la otra gran ventaja de los conciertos onda parque jurásico: no hay empujones, ni connatos de portazos, ni miedo a las multitudes, de hecho había tanto espacio y tanta emoción, que en cuanto pude –más o menos a los 20 minutos de iniciado el show- me levanté de mi cómoda silla y me bajé a estar con los de a pie, directamente, di-rec-ta-men-te a primerísima fila. Con camarita en mano, por supuesto. A brincar como una loca y cantar hasta quedar ronca, sacrificando con total lucidez el sonido a favor de verlos de cerca, tan cerca que casi podía contarles las arrugas y verles los empastes, cielos.

A este hermoso país, donde un vaso tamaño caguama de cerveza vale 90 pesotes, Chicago nunca había venido. Supongo que el hecho de ser una respetable cantidad de personal, dentro y fuera de escena pudiera haber influido en el precio: muy caro, pa’que me entiendan. Una pena, viendo las laterales superiores totalmente vacías. O que, después de todo, no sean tan archi conocidos como lo son en las Américas. Lo que se perdieron… que los que ahí estuvimos, entre cabecitas blancas, teñidas y totalmente calvas supimos a qué sabe ver a esos que llaman viejas glorias, cuando van más vigentes que muchos, cuando suenan como muchos, muchísimos solamente se atreven a soñar, cuando siguen teniendo interacción natural y simpática con sus fans. Qué regalo. A la misma hora, en un estadio de futbol, actuaban los Black Eyed Peas, favor de imaginarse las diferencias, como el día y la noche.

Qué regalo.

Y la semana que entra, también dentro del ciclo la hora de los dinosaurios, Return to Forever original. A ver.

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