miércoles, 15 de junio de 2011

Sófocles y los artistas

El otro día, hablando hasta por los codos en una Casa Gentil –tema de un subsecuente desvarío, por supuesto-, salieron a la luz esas pequeñas, diminutas y pequeñitas historias de cuando servidora peregrinaba de artista en artista, como parte de mis labores específicamente no especificadas en el siempre fascinante y hoy casi cadáver mundo de la música en forma de disco.

Corría el año… finales de los ochenta, por las patas de mi cama. Había pasado del infierno chiquito con apellido de actor sublime del cine mexicano a la supuesta seriedad de ser la representante de una parte del elenco ante lo que se llamaban ‘filiales y subsidiarias’, título éste que pudiera ostentar algo de pompa, pero que en realidad no era otra cosa que un enlace para colocar el producto local y a la vez pasar bastante del de los otros… pero con su correspondiente interacción, por supuesto.

Había cosas demasiado fáciles, que casi se hacían solas: no había que echarle ningún seso a cómo colocar la nueva producción de, por ejemplo, la Dúrcal: todos se bebían los vientos porque ella solita era venta buena y segura; pero había que intentar estratagemas de lo más variado por conseguir interés, o siquiera ganas, de probar el rock mexicano o la música ‘popular’ en España, Argentina, Chile o Venezuela, por ejemplo. Y cada semestre, más o menos, teníamos que acceder a promocionar al artista más fuerte de cada país de centro y Sudamérica… nosotros sabiendo de antemano que poco o nada iba a pasar. Pero había que hacerlo: intercambio diplomático, supongo.

Así que tratar de imaginarse a servidora acudiendo a los aeropuertos, hoteles y presentaciones siempre con el tiempo pegado al trasero, nerviosa y alocada, súper contenta y con la cabeza hecha un cicirisco en el sublime vocho que le había comprado a Michele, el único e incomparable Sófocles (sí, yo tiendo a ponerle nombre a mis cosas ¿no se habían dado cuenta?). Pues eso, al principio yo acudía y luego, conforme subió el nivel de responsabilidad y funciones –NO el de sueldo-, Sófocles pasó a ser más que una herramienta de trabajo. Silencioso y disponible, era capaz de sobrevivir con la mínima manutención. Fue el eficaz transporte de artistas nuevos, artistas consagrados y quesque artistas, junto con sus representantes, músicos, asistentes, parejas y ligues; con él no había distinción, aunque varios bípedos de todas las anteriores clasificaciones se lo hicieran.

Juan Luis Guerra, pobrecito mío, se tenía que desdoblar para salir, y como nunca se quitaba el sombrero, bueno, daba hasta ternurita… un Ramazzoti aún desconocido llegando en vocho al Palacio de Hierro a comprar maletas… la Trevi, que no tenía para el taxi… todos los de rock en tu idioma, tooodos… José al cuadrado, Mr. Muñiz y su junior, nunca juntos, eso sí. Cómplices, Mateos (uno de los que le hizo fuchi a mi amado coche), el grandísimo Lerner, apellidos como Mier, Vázquez y Esparza… ¡Xuxa!, que nunca sabré si le hizo gracia o fingió con arte tenerse que subir a un cochecito… Uy, este que cantaba ‘Mi abuela’ ¿el General? Cielos… Era una coyuntura donde la música empezaba a ser pirateada en forma de cassettes ¿quién demonios iba a piratear los vinilos? Y eso garantizaba trabajo para muchas, muchísimas personas… Sófocles terminó su labor cuando yo terminé la mía ahí, para iniciar una nueva vida a 10 mil kilómetros (esa soy yo) y él… bueno, donde ellos suelen acabarla.

En fin, que algún día sacaré la historia completa de cincuenta días y 6 países viajando con la Trevi. Se le dio la calidad de proyecto del año, se le invirtió hasta la desesperación, e incluso se pasó por alto la extraña situación que la rodeaba. O de mis vanos intentos de viajar el frente de aquellos tan broncos… oh, sí, con gastos más que bien pagados. O cuando fui jurado en un festival internacional… en una provincia de Colombia (¡alucinante!). Sabina y sus secuaces. Los festivales de Acapulco, madredelamorhermoso… Eso da material para varios desvaríos.

Me sugirieron que podría escribir sobre los excesos, sus desmadres y cosas que nadie podría saber sin haber estado allí. No lo sé. No lo creo ni lo he creído en todos estos años… por ahora. Que no es la caja de pandora, ni mucho menos: es que creo que si empiezo, a saber cuándo podría parar…

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