sábado, 4 de junio de 2011

Los cinco estados. Mar.

La última vez que nos vimos y hablamos, ambas estábamos en circunstancias tan distintas a nuestra vida diaria que hasta parecía película de suspense. En esa última tarde, vestidas tan diferente, cercanas y tan distantes, tú pusiste por fin las condiciones claras, la verdad derecha, y a mí no me quedó otra más que hacerme a un lado y mirar desde bien lejos, física y espiritualmente, el supuesto recuento de los daños.
Verás, esto ha sido como un diagnóstico fatalista, y pasar por esas cinco etapas tenía por fuerza que requerir tiempo, y distancia, además de mucho trabajo de la sesera. Y si hoy lo puedo contar en retahíla, es porque ya los he recorrido todos. En realidad no hay ninguna razón especial para contártelo; es, como todo lo que casi siempre de mi interior brota, la simple gana de ponerlo por escrito. Y eso te libra de responderlo, incluso de sentirte aludida: a mí, como comprenderás a estas alturas de la película, me resulta totalmente hidráulico. Así que arranco, sin el menor indicio de que tengas interés en leerlo, sin la menor esperanza de recibir alguna noticia tuya, al menos próximamente.
Como sacado de libro, llega primero la negación: pero cómo, esto no puede estar pasando, es imposible, ¿cómo va a ser?… y luego la ira: sencillamente no soporto que me vean la cara de tonta, que me hagan creer una cosa que nunca ha sido cierta y que encima me venga a dar cuenta cuando ya las cosas se estaban saliendo de madre. Te tenía en otro concepto, al menos en cuanto a la sinceridad de las cosas. Sencillamente, fue un golpe bajo; y no me gustan los golpes bajos. Tú lo sabías desde el principio, y nada que tuviera que ver conmigo formaba parte de tus planes. Créeme, hubiera preferido que no contaras conmigo (ni que me contaras), que venir a estrellarme de frente con tamaña comedia…
Así que luego empezó el regateo. A conciliar lo barato por lo inaccesible, lo relajante por lo desconocido, a buscar excusas para no sentirme culpable y luego sentirme culpable por estar buscando excusas. Y no las hay, aunque la sensación de dolor, el… “sentimiento”… eso ya es otra cosa. Fue injusto. Y cruel. Y me dolió un montón. A saber si eso corresponde con la depresión, el caso es que yo así me sentía. Incapaz de descifrarlo.
Y sin embargo, a fuerza de darle vueltas y más vueltas empieza a llegar plácidamente la aceptación, y con ella una oferta de paz que sencillamente, como dijo Don Corleone, no se puede rechazar de tan buena que es. Y en ella me hallo sumergida mientras me sale todo esto.
Al menos al principio, fue increíble, triste y bastante desalentador saber que nunca te habías gustado. Que la que yo conocía y apreciaba tanto y por varias razones en realidad vivía una doble vida, queriendo escapar y por lo visto no pudiendo en años, y que el proceso de aprender a entenderla y a quererla contendría altas dosis de adrenalina, uno que otro bajón de glucosa y sobre todo esa nada apetecible sensación de caminar sobre vidrios. Sobraron el ochenta y cinco por ciento de las cosas que pasaron: menos lobos, hubiera dicho la abuela Ana María. Pero a lo hecho, pecho, hubiera dicho mi apá, de manera que trasladamos la transmisión al aquí y ahora, esperando que tengas salud, que estés feliz, y que nunca te vuelvas a sentir igual de perdida, de desvalida o de sola como por lo visto te habías sentido antes. Te mereces la mejor vida, donde quiera y con quien quiera que la escojas, y por si se te habían olvidado algunas de las cosas que aquella noche de martes te dije, a nosotros, a los que te adoramos (y busca el significado exacto en el diccionario, que no estoy exagerando), seguiremos y estaremos donde mismo para cuando llames, escribas o mandes decir.
Y aquel que no provenga de una familia disfuncional, que tire la primera piedra…

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