En el libro de instrucciones que te dan cuando tienes un hijo -ni cursos de pre parto, o consejos de la familia y los espontáneos, por citar sólo un par- pues resulta que no viene nada que te siquiera te prevenga lo que puede ser intentar que una hija adolescente entre al aro, traduzco: que llegar 45 minutos después de la hora no es llegar cerca de la hora, o que ser vegetariana significa comer de todo menos cárnicos, no especializarse en pizzas de pepperoni y huevos con frijoles... y así más o menos en todo.
Lo de la comida es lo que llevo peor con la primogénita mía, porque precisamente ha decidido que como no le gusta la carne que aquí se come -ternera, mayormente- pasa de ella como de estudiar latín, y los resultados provocan mucha felicidad a la industria atunera y huevícola en casa, pero bancarrota a las frutas, verduras, pollos y chanchos... por no hablar de la comida basura que vive hoy día en altar con veladoras. Y es que se pone difícil quejarse y obligarla, viniendo la susodicha queja de alguien que se las hizo ver más que oscuras y tenebrosas a su amá. Servidora, pues.
En el baúl de los álgidos recuerdos se mezclan y amontonan mediodías de llantos y quejas y súplicas a la mesa, sentada -no, sola no, por si se lo preguntaban- frente a un plato más frío que la escarcha de mi conge, en donde reposaba cualquier guiso, cualquiera, que había sido rechazado no desde hacía un rato, no desde que lo sirvieron, no, no: prácticamente desde que se empezó a cocinar. Por alguna razón que seguro los psicólogos podrían explicar coherentemente pero que no me interesa en lo absoluto, resulta que nada que no fuera sopa de pasta o arroz era tolerada por mi paladar. Así que el suplicio para mi pobre amá se sucedía todos los días ¡y por partida doble! Porque de los tres, sólo uno se zampaba, sin problema alguno, lo suyo y todo lo que pudiera coger. Aunque nos librábamos de comer cualquier producto del mar porque en mi casa éso no se servía, a todo lo demás le hacíamos unos ascos que pa' qué: si la mesa donde comíamos hubiera podido hablar, seguramente se habría atragantado, dada la cantidad de comida masticada que aquél y yo metíamos a fuerza entre los tablones. Fiesta: cuando mi amá hacía canelones -aunque igual y les quitaba el relleno, era jamón, pero no me acuerdo-; funeral: yemas de huevo crudas con azúcar; fiesta: macarrones con queso; funeral: hamburguesas caseras.
Y sin embargo después, por si fuera poco y no bastara (gracias, Nannis) tuve que aprender a cocinar ¡o no comíamos nadie! Tuvo su lado bueno, claro, porque vencí mi miedo a encender la estufa, aprendí a hacerme pasta de todas las maneras que me gustaban (dos, bueno, sí), y empecé a probar más cosas. Y qué dijeron, ya hasta sibarita se volvió, pues no, para nada. Sencillamente entraron en mi menú alimentos que antes ni intravenosos, como carne, algo de fruta, mínimas verduras... No mucho para enorgullecerse, la verdad, pero era un adelanto ya. ¿Que por qué empecé entonces? Es un caso para la Araña...
Y pienso sinceramente que si hubiera hecho caso sobre las consecuencias que una dieta tan mala, rupestre y desbalanceada se verían en los años por venir, no hubiera hecho lo mismo que la hija de mis entrañas: pasar olímpicamente. Que no es excusa, pero de verdad, de verdad ¿habría yo rebajado o dejado los tacos de Neo, las tortas y tostadas de frijoles y crema, los tlacoyos y paneques ¡los molletes! y comer algo más que leche, pan, bistecs, albóndigas y plátanos aderezado con todos los productos Marinela? Va a ser que no. ¿A alguien que se va a comer al mundo a bocados de Gansitos se le ocurre pensar cómo va a estar a los 45 años cuando sólo tiene menos de veinte? Aparte de Bill Gates o Madonna, digo.
Si somos lo que comemos, paro ahora mismo este desvarío. Porque mi peso no varió ni un gramo, no se movió jamás de los casi 50, hasta que mi sucesora natural apareció en escena. Y más años también, que no toda la culpa fue de ella, oiga usted.
Ah, que no. Que también somos lo que heredamos, lo que vivimos, dónde y cuándo lo vivimos. Bueno. Bien.
A estas alturas de la película, no me puedo poner a contar las maravillas gastronómicas que he me perdido: sencillamente las ignoro, porque el saberlo no me sirve de nada. Hubo un tiempo hace poco en que, por cuestiones de trabajo, me atendían como reina y me daban a probar montones de exquisiteces, tan delicadas y estupendas de presentación, pero tan minimalistas, tan a la moda, pues, que lo único que hacían era dejarme con más hambre y a veces casi no podía esperar llegar a la habitación del hotel y pedirme una inmensa, preciosa y llena de calorías hamburguesa con una leche malteada de fresa, mea culpa. Bastante se me educó el paladar, lo reconozco, pero no lo suficiente como para que mi mente le ordene a mi cerebro que busque en el menú algo tan largo de leer como cargo nazi en alemán. Y tampoco estoy por la labor de preguntar qué es éso con lo que está mezclado, éso con lo que se hace la espuma y éso más que forma la base. Mira, que no.
Mentira que la gente no cambia ¡claro que cambia! Ahora me veo en la coyuntura de que mi heredera come fatal y se me enfrenta (algo que yo jamás me habría contemplado, debo decir), y un hueco en mi estómago me dice que no importa, que debo insistir, que es importante que lo entienda porque aún está creciendo y que si no suple lo que no come con otros alimentos que la...
Señor del hospital, qué rollo.
Que lo seguiré intentando, ya lo sé, todos lo saben. Mas nadie sabe lo que pasará. Como la vida sigue y atrás se quedaron esos momentos donde yo intentaba distraer a mi amá haciéndole una imitación del Pato Nicol (¿se acuerdan? Por favor, digan que se acuerdan) y que no se diera cuenta que mi carne no bajaba nada, nada; o que nos tragábamos lo más posible (dos o tres pedacitos) con una botella entera de pepsi, de ésas de cristal; pues nada, que confiaremos en que le entre a la hija en la sesera un poco más de sentido común que perfume y seguiremos insistiendo. Ya está.
Ah, porque el libro ese que menciono al principio no es otro que el gran e imaginario tomo en blanco que te entregan junto con tu criatura tres días después de parirla, para que lo empieces a llenar. Y que Alá te coja confesada.
sábado, 7 de agosto de 2010
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Ay hermana!!!
ResponderEliminarEspero que lleves mínimo medio libro lleno.
Bcnxs.