viernes, 14 de octubre de 2011

Miedosa.

Miedosa, miedosa, lo que se dice miedosa… sí que soy. A estas alturas de la película y del siglo, la verdad es que pocas cosas deberían enchinarme la piel, pero el hecho es que en lugar de decrecer es lo contrario, y caigo en la cuenta de que los acumulo con la misma facilidad que esas graciosas, antiestéticas, interesantes, profundas, maduras, horrorosas y bastante inevitables arruguitas.

Porque fíjate, yo nunca le he tenido miedo al futuro, por ejemplo. Me veía en mis menos de 50 kilos, en mi talla imposible y en mis enormes pies y sólo pensaba, dependiendo de la hora del día, en los hijos que tendría, los países que visitaría, los sueldazos que ganaría… y en no reprobar laboratorio y griego ¡que se me daban fatal! El futuro podía ser negro que yo lo vería azul oscuro, y no dejaría de dormir (en realidad, yo no podía parar de dormir) alucinando sobre lo que me depararía la vida.

Le tenía miedo al chamuco. Demasiada primaria de monjas, será. La de noches que dormí con el cuello tapado, no me fueran a elegir para servir de cruento banquete a Christopher Lee o a Germán Robles, a saber. Al día de hoy sigo y seguiré sin ver esa escena de “El Exorcista”, que a pesar de que se han cansado de decirme que no pasa nada, sencillamente yo tengo que voltear la vista. Será por eso que no sorprenda nada que admire muchísimo a Stephen King, muchísimo, pero haya por ahí un par de cuentos que no he sido capaz de volver a leer de noche, solita en mi cama -ni acompañada, de hecho.

Tampoco le tenía miedo a la vejez o a las enfermedades. Así las cosas, cuando esos sublimes momentos de hospital, inyecciones y personal de blanco que jamás se aprende el nombre con el que quieres que te llamen llegan, la puritita verdad es que les he recibido como si jamás me hubiera pasado por la mente que algo así me sucedería. Directamente, no me ha dado tiempo de tener miedo.

Nunca se me ocurrió que algo raro o malo pudiera pasar en mi embarazo y mi parto. Jamás dudé que tendría una hija, y que estaría completa y llena de altas dosis de normalidad, hormonas adolescentes incluidas. Pero, sin embargo, sí que le tenía miedo al dolor. Y como todos saben, esa mañana de agosto casi me vence el condenado, aunque conseguí arrebatarle buenos puntos mientras gritaba e insultaba en dos idiomas, y luego cuando abrazaba al bendito técnico que me puso la epidural. Ido el dolor, muerto el miedo. No me gusta el dolor, y mi umbral me juega muy malas pasadas de vez en cuando.

Y mira por dónde. Se me encoge el estómago –cosa por otro lado no tan mala-, adelantándome a ciertos acontecimientos que, no por inevitables dejarán de ser enormemente dolorosos. No estar ahí. No llegar a tiempo. No enterarme a tiempo, o no enterarme en absoluto. No haber podido hacer nada. Ellos saben de qué hablo, de quién hablo, de cuándo hablo.

Pero no, no da para tanto drama. De otra manera creo que ni siquiera dormiría, lo cual redunda en que siempre estarán ahí para recordarme mi humanidad mi miedo a las alturas –que de niña no tenía-, a los túneles de autolavado –y en el nombre de las partes pudendas de un tiranosaurio ¿por qué le tengo miedo a eso?-; a los bichos voladores que no saben guardar las distancias; a la velocidad si yo voy de copiloto; con esos vivo y convivo, confiando en que los otros, los que de verdad me van a partir en dos, sepa reconocerlos y superarlos.

1 comentario:

  1. ....y te faltó el miedo a cruzar puentes colgantes, como el que se cayó aquella vez después de que lo atravesé, recuerdas ??? pero bueno esas son nimiedades, porque en realidad haz sido, eres y serás siempre una mujer muy fuerte, a pesar de los contratiempos, distancias etc. Un abrazo !!
    Flipper

    ResponderEliminar