Nuestras cartas a Santa Claus –de los tres hermanos mayores, quiero decir- eran año con año copia de lo mismo: lo buenos que habíamos sido durante todo el año y la cantidad más o menos exacta de cosas que esperábamos en la mañana del día 25. Las dejábamos en alguna rama de nuestro árbol y a la mañana siguiente ahí estaban, todos, siempre.
Ah, nuestro árbol: las esferas eran de todos colores y sabores, las había transparentes con figuritas dentro, con forma de estrella y de muchos tamaños, que empezaron a ser repuestas por cajas iguales con el paso del tiempo. Hasta tuvimos un árbol plateado, cuando estaba de moda, por supuesto. Y si en el principio era mi amá la encargada de dirigir las operaciones, Nacimiento incluido, después lo intentábamos nosotros, primero con ilusión y gusto, luego con gusto, luego para poder poner todos los regalos que se iban acumulando y finalmente pasando del tema, que una de las últimas veces que pasamos a retirarlo de la sala ya estaban en pleno las lluvias de… abril.
Veíamos “La Flor de Nochebuena” en canal 5 todo el día, las mismas caricaturas y películas año tras año, casi sabiéndonos de memoria los diálogos pero nunca cansados. Y aunque debimos –creo que debimos- haber cenado en casa muchas veces, la verdad es que no me acuerdo: siempre nos íbamos donde mi abue Lupe. Después, cuando sólo íbamos cuatro a la hermana república de Tlalnepantla, porque la verdad había salido evidente producto no sólo de que habíamos crecido, sino de que el día se había hecho noche, salíamos cargados de regalos en grandes bolsas del súper y nos dirigíamos a la parada que primero nos llevaría a Vallejo y de ahí a esperar, a veces lo que parecían horas interminables, que algún camionero no tuviera con quién celebrar o quisiera sacarse una lana extra y pasara, y parara, que para entonces ya iba rebosante de personal… bajarnos en La Virgen, luego caminar esas eternas manzanas hasta donde cenaríamos ya no me acuerdo qué. Y tampoco recuerdo a qué hora volvíamos a casa. Recuerdo que teníamos un nacimiento, y que antes de salir yo ponía al niño en el pesebre hasta entonces vacío, pensando que eso no estaba bien, porque todavía no le tocaba nacer, pero que no había mucho que discutir al respecto, sólo que simplemente el día 25 no podía amanecer vacía esa humilde cunita.
El día 25 todo estaba cerrado. No sé si había cines, que daba igual porque nunca íbamos; no habían tiendas abiertas, ni casi restaurantes –idem, nosotros éramos de recalentado eterno-, y la mayoría de los juguetes venían sin pilas, por lo que poco se podía hacer con ellos, como no fuera salir y presumirlos y hacer los ruidos y movimientos con la boca. Mis hermanos tenían los hombres de acción, el robot de “Perdidos en el espacio” y coches de varios tamaños. Yo, la muñeca de moda, con un mini disco en la espalda que la hacía hablar… En las cartas de mi heredera, tantos años después, solía pedir los regalos envueltos, a nosotros jamás se nos hubiera ocurrido.
Las vacaciones eran largas, el clima no era tan frío, la vida era una aventura todos los días… ahora sólo esperábamos a los reyes. Más con lo mismo. Dejábamos un zapato con la carta adentro y nos dormíamos en la cama matrimonial, asumiendo como lo más natural que mis papás hubieran salido en plena noche “a dejar la carta”. Qué grandes… Años después, olvidé por completo darle esa instrucción a la hija de mis entrañas, pero siempre le aparecía la respuesta agradecida a la leche y las galletas que, diligentemente, nos medio bebíamos y medio comíamos, no sin antes ensuciar un poco alrededor.
Pues eso. Más de lo mismo.
martes, 27 de diciembre de 2011
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