La más-o-menos-más-bien-menos joven autora, que ni firmará ejemplares porque no existen, ni dará conferencia de prensa porque nadie la ha convocado, aceptará con humildad el premio recibido en nombre de todos aquellos humanos que en su día dijeron que serían escritores -sobre todo al espejo- y en resumidas cuentas lo más que han llegado a escribir son correos de queja porque las facturas llegaron mal especificadas, o cartas de amor tan migajonas que harían sonrojar de vergüenza por su redacción a las cenizas de Elizabeth Barret Browning... o desvaríos en un blog, viva la tecnología.
Siempre me ha gustado escribir, me he dejado arrastrar en directo y sin escalas a la emborrachante sensación de poder describir lo que se sentía o soñaba, y a la magia de que existan palabras precisas para cada cosa. Yo no entiendo muy mucho de métricas ni sistemas, y aunque me hubiera gustado en su momento hacerlo como una carrera, otras cosas ganaron más mi atención y por ello soy sólo, cómo diríamos, un alma libre que escribe de lo que le da la gana, más o menos como y cuando le da la gana. Y con suerte, además, porque muchos que lo leen lo entienden ¡a veces hasta les gusta! Al principio, llevaba diarios precisos y concisos sobre lo que acontecía en la secundaria, poniendo nombre y apellido, las más de las veces apodo, a los humanos con los que me cruzaba y con los que fantaseaba cruzarme. Leerlos y releerlos era imaginarse cómo diría el Capitán Kirk en situación: “Sr. Scott, teletranspórtenos”, y no consideraba necesario -y sí, igual y todavía me daba bastante vergüenza- que nadie más lo leyera o se enterara de lo que yo pensaba. Así que se fueron de mi vida, derechitos a la basura, el día que dejaron de ser privados...
Luego me dio por los blocks Scribe con portadas de perritos, gatitos y bebés... pegando fotos, comentadas por servidora, por supuesto, y las más de las veces convertidas en ecos de historias que me montaba a conveniencia y que precisamente por eso, por ser falsas, pasaron a vivir en el baúl de los recuerdos, que no a la basura... a veces cuando ando requiriendo un ataque de risa loca, paso y les doy una revisadita, qué les puedo yo decir...
Ya para entonces hacía pininos (mini pininos, reconozco) con pequeños cuentos de fantasmas, heroínas, espías y usando más o menos lo que dijeran las canciones disco del momento o una que otra serie de televisión. Se fueron acumulando en servilletas de papel, cuadernos de trabajo, hojas sueltas, sin orden ni concierto y en muchos casos, sin fecha. Una pena, si tomamos en cuenta el triste final que todo ese bagaje tuvo y que, como depresión post parto, provocó un agujero negro de bastantes respetables dimensiones: es que resulta que pocos años después entré a trabajar a un sitio donde no sólo tenía tiempo -y que quede claro, lo tenía porque hacía mi trabajo y luego me sobraban ratos, mientras llegaba la hora de ir por unos molletes al Vips con mi apá, de lunes a viernes-, y porque tenía privacidad ¡tenía mi propia oficina (un hueco grande en realidad ¡pero mío! Y me encantaba, oh, sí). Esto, claro está, antes de que hubieran computadoras en las oficinas, en las casas, ¡en los teléfonos! por las patas de mi cama. Yo tenía una máquina de escribir eléctrica ¡magia pura para mis rápidos dedos! Y con las mismas me puse a transcribir mis historias, todas las tardes-noches, guardándolas además en una carpeta que me habían regalado -o me había agenciado, para hablar con total honestidad- con motivo de la llegada al mercado musical de un tal Juan Luis Guerra...
Semanas. Muchas semanas. Montones de meses.
Hojas. Muchas hojas.
Y guardándolo todo en mi H. oficina ¿quién se iba a imaginar que ahí andaban viviendo mis memorias, mis ideas, mis paranoias y cuentitos, además de uno que otro intento de poesía erótica? Pues sucedió que un buen día, decidida a no tener que esperar hasta el lunes noche para poder seguir revisando y rellenando, pensé que podría hacerlo a mano en mi recámara. Así que aproveché que esa noche no tomaría mi pesera (¿o eran dos? se me escapa.) sino que iría en coche a otro sitio y cargué con la dichosa carpeta. ¿Resultado previsible? Para nada. ¿Fuerte tentación al destino? Sepa. ¿Craso error? Jamás lo sabré, ya para qué. El caso es que esa noche, terminado el evento y a punto de irnos a casa a dormir -o por molletes, igual-, descubrimos mi hermanito y servidora con horror que habían intentado robarse el coche, y que todo lo que había dentro, incluido en la cajuela, había volado. Nada más. Así se fue mi carpeta, silenciosa y sin despedirse, y seguramente que no ella, sino su contenido, sí debió terminar en el bote más cercano.
Que fue una alegría que no se llevaran el coche. Y dolió ver el hueco del toca-toca (¿lo había o mi calenturienta mente se lo ha imaginado?)... pero no imaginé que la sensación de no volver a ver todo lo que había escrito en años se manifestaría con una súbita, tremenda, increíble apatía de volver a plasmar en papel más nada, a partir de esa misma madrugada.
Meses. Años.
Como no fueran algunas cartas...
Dejó de ser en serio para mí. Dejó de importar. Me daba una como punzada donde se mezclaban un poquito de rabia y un pelín de impotencia, pero se iba tan rápido como llegaba. Era como final de capítulo de telenovela, sencillamente porque me dejaba picada pero luego, invariablemente, algo me atrapaba -el trabajo, el relajo- y me hacía dejar de pensar en eso hasta el siguiente pinchazo. Y se fueron haciendo más pequeños y más espaciados. Y yo seguía sin ganas de escribir. Ni siquiera me contemplé intentar recuperar algo de lo que había transcrito. Nada.
Hasta que volvió. Igual que la otra vez, un bonito día y sin avisar, simplemente empezó a fluir y tarde se me hacía para llenar otra vez servilletas y agendas y hojas sueltas y lo que se me atravesara ¡ah! Y poderlo teclear más tranquilamente en casa. Y como la vida sigue, pues sigue. Y por eso ésto que sigue es lo único rescatado -no sé si rescatable- de aquella carpeta de Juan Luis Guerra, y ha sobrevivido exclusivamente porque jamás se me ha olvidado, es el primer cuentito que escribí, váyase usted a saber pensando en qué -que ya era mega fan de Stephen King, pero tiene lo mismo que ver que el precio del café en Laos y la calidad de nuestra selección de futbol:
-Hola- me dijo, y al voltearme vi una masa nebulosa, entre gris y azul, que intentaba tomar la forma de una cara humana que no supe reconocer. Había fuerza y había dulzura a la vez.
-¿Quién eres? - le pregunté, más con curiosidad que con miedo.
-Soy un fantasma – contestó con una voz gutural que me caló hasta los huesos.
-Pero... los fantasmas no existen ¿o sí? -dije yo.
Hubo un largo silencio.
-Tienes razón – dijo la sombra, con un tono de inmensa tristeza.
Y desapareció.
Pues eso, ya está. Tenía poco más de 16 años y ni la menor idea de cómo escribir un cuento -a pesar de varias buenas notas en trabajos de literatura-, pero aunque sé que tuve una razón para escribirlo, la he olvidado por completo. Así que supongo que no era tan importante. Pero como aquí y ahora se pueden dejar las cosas para la posteridad posterior, pues nada, pongo mi granito de lo que sea y lo dejo aquí ¡para que conste en actas y porque no hay devolución si hay quejas! Que de la poesía erótica, por cierto, me acuerdo de renglones sueltos, una pena, igual y no hubieran estado tan mal...
domingo, 6 de junio de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
mi hermana es extarordinario yo se que siempre ha estado ahi....tu martha de siempre
ResponderEliminar