Hablemos de vicios, pues. Mi abue Lupe fumaba Fiesta, “sua-ve-citos!”; y recuerdo esas cajetillas blancas de Raleigh sin filtro que mi apá consumía día y noche, allá, en aquellos tiempos más bien hippies… como muchos de la edad, empecé a fulminarme las pleuras por imitación, por curiosidad y porque también –válgame santa petronia- porque supuestamente me daba la sensación de ser mayor; además, añadir que el sabor de hacerlo en las profundidades de lo prohibido, en lo oscurito, le daba cierto toque exótico no exento de hilaridad.
Porque una fumaba y se sentía la Gloria Swanson, o la Garbo si no se sabía quién era la Swanson, así que por lo mismo gorronear sin avisar un Fiesta o un Raleigh pues no era plan, le quitaba bastante glamour al tema. Y la idea de comprar una cajetilla de lo que fuera menos esas opciones familiares representaba un gasto ni tan fuera de los bolsillos, pero sí de las neuronas, porque los dineros se gastaban más bien en otras cosas, séase transporte para irme a pasar las tardes en casa de mi muy mejor amiga Mela, o Pingüinos Marinela para compartir con Jesús, ya te digo.
La moda, los que querían estar más in, era fumar Marlboro. Rojos. Aunque sin dinero los sucedáneos pasaban por Viceroy, por ejemplo, y que costaban significativamente menos que los del vaquero. Con sinceridad, no recuerdo a nadie sacando una cajetilla del bolsillo e invitar al personal, recuerdo más bien que los comprábamos sueltos en los mismos puestos donde nos vendían una buena torta de milanesa, con una Chaparrita El naranjo. Que la CocaCola también era para finolis.
Luego empezaron a llegar los de contrabando, los que comprabas en el auténtico top-manta –esto es, a nivel suelo-, atendidos por personal que seguro nunca en su vida había inhalado un chisme de esos, sobre todo en la Zona Rosa y en dirección hacia el todavía no llamado Centro Histórico. Habían Lark y Camel mentolados, y esos largos, delgaditos y color café oscuro ¿John Player?, pero sobre todo Marboro, los mismos rojos que antes se podían comprar hasta en las farmacias pero con sabor yanqui ¡y otros completamente blancos, de sabor más suave aún! ¿Me hubiera yo librado de caer en sus garras si no hubiera asistido a la escuela en plena calle Hamburgo de lunes a viernes? Yo creo que no, pero no está de más que planteara la oración condicional...
Francamente, no me queda claro en qué momento dejé de pensar en que me veía mayor mientras fumaba. Por lo visto, en aquellos ayeres era importante que no sólo ‘disfrutaras’ el sabor y te colgaras de por vida, es que también te duraban en la mano ¡te duraban hasta 20 minutos, que yo lo cronometraba! Hoy día ni siquiera la mitad, mientras son el doble de adictivos. Pero si me preguntan por las porquerías que seguro contienen, servidora, igual que los demás adheridos al club, directamente no tiene la menor idea, no nos hagamos los locos.
¡Guapa, que yo me veía muy guapa con un cigarro en la mano! Y si me podía pagar mis light, más guapa cuando sacaba la cajetilla. Y si no tenía, ni cajetilla ni dinero para comprarla, entonces le podía sustraer al apá, que para entonces ya se había cansado de buscar sus sin filtro y se había cambiado a –a ver, adivinen-, los Marboro rojos. Lo de gorronearle a mi abue Lupe o a mi tío Meme –Delicados sin filtro, por las patas de mi cama-, todavía no. Pero todo se andaría oh, sí.
¿Que cuántas veces he intentado dejar de fumar? Pues contadas con una mano y en temo que sobran dedos: cuando Aquél intentó –sin éxito, obviamente- convencerme de que el tabaco era malísimo, pero los hechos a mano con su toque de marihuana no -ya avanzaré ese desvarío otro día, es que se lo merece-; o aquel medio inusual gesto solidario con el apá cuando lo dejó, y que luego se apagó con la misma alegría, una vez que él declaró abiertamente que no le provocaba nada ver a sus hijos echar humo como chimeneas de Londres en los años 30; ah, y cuando tuve a bien parir a mi primogénita ¡que estaba tirada en un hospital, oyes! Pues nada, el personal fumador que me visitaba se tardó, aproximadamente, 6 minutos en convencerme de echar unas caladitas en la ventana del baño –sabor a prohibido, remember?-; y cuando estuve una semana en el hospital, dándole quehacer a los de terapia intensiva y pensé que ya me había limpiado cerebro y pulmones… pos no. Fue llegar a casa ¿o antes, saliendo de la clínica? ni me acuerdo, para prenderme con sumo placer un marboro que además me supo a gloria.
Ahora la vida me deja las cajetillas no tanto fuera del alcance del monedero ¡es que me parece un insulto pagar lo que piden en euros! Igual y forma parte de la campaña orquestada por los que odian que lo hagamos, el caso es que la solución fue, simplemente, comprar una maquinita, tabaco suelto –de marca, claro- y hacérmelos en casita. Eso sí, reconociendo y esperando los aplausos por sólo fumar la mitad de lo que antes me consumía.
De modo que formo parte del grupo de los ahora acosados ¡cada vez tenemos menos lugares donde fumigar! Aunque les entiendo, también me fastidia, a ver: cada quien toma sus decisiones y nadie me empujó a fumar, pero el debate se pone tan jodido, tan visceral, que francamente termino por caerme de la flojera. Terminaremos refundidos en nuestras casas y nuestros coches hasta que alguien se invente un artilugio que no eche humo –que lo hay, pero es puro cuento- pero que de verdad sepa a cigarro.
Mientras, ‘pérenme que apago a esta colilla para poder seguir tecleando…
domingo, 28 de noviembre de 2010
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