Mi querido, único y especial chamaco:
Por si tu madre no te lo ha contado, el inicio de tu vida entre nosotros, rocambolesco y divertido a morir una vez pasadas las sorpresas, en realidad se había iniciado mucho antes. Y por si tu madre tampoco te lo ha contado, la cigüeña que te trajo resultó que se había ido de parranda, allá adonde las cigüeñas se lo pasan bomba, y cuando llegaste a nosotros tan hermosote, tan callado, tan güerito, vamos, que pensamos que cualquier día se presentaría Brad Pitt a reclamarte. Bueno, venga, pregúntale a tu madre quién es el tal Brad Pitt, yo espero...
Verás, chamaco mío: tu mamá ya soñaba contigo, sin conocerte.
Deja te digo que tú no eras una nube con forma de bebé, ni una sonrosada y sonriente cara emergiendo de una rosa azul (esa exclusiva la tiene tu tío); ni mucho menos llevabas estampado tatuaje alguno que dijera algo de una torta bajo el brazo, un milagro o vete a saber qué: tú eras el resultado de una aventura mágica sin superhéroes, villanos o humildes ciudadanos rescatados de garras opresoras.
Como jamás me he sacado la lotería, no te puedo comparar; y si ya entrados en gastos, resulta que lo más que he ganado en sorteo alguno es una colcha que -supongo- sigue en la cama de tu abuelo, mira, mejor ni empezar ese ejercicio ¿no crees? Efectivamente, eres un premio... pero sin cobrar.
¡La vida que te espera!
Tus antecesores, o sea nosotros, querido, eran llevados al cine a ver la última de Walt Disney, y luego ya no quedaba de otra más que repetir en el mismo cine o en otro, caso de que no te hubieras enterado bien de la trama o que mucho te hubiera gustado la peli. Los que reteníamos alguna escena nos teníamos que regodear usando sólo la mente -a ver, sí, yo me quedo con el beso a Aurora, te imaginarás-, y ni en nuestras más remotas y locas fantasías nos imaginábamos que algún día podríamos, no sólo verlas a tamaño casi de reloj de pulsera, o en la sala de casa, sino en tercera dimensión detrás de las gafas más ridículas que se hayan inventado (espero que éso mejore).
La música mayormente provenía de la radio -dile a tu madre que te hable de Radio Chapultepec, o la Sabrosita, la XEDF o Radio Mil; y pídele a tu tío que te enseñe esa radio con onda corta que durante ¡años! estuvo en casa de tu hoy bisabuela. Y sí, ahí en el cuarto de servicio de tu casa, y en el mueble de madera de las chicas, ahí están los vinilos que ellas y nosotros escuchábamos y que, sobre todo a tu edad, no podíamos ni tocar con nuestras manos de niños ¡no nos dejaban y tampoco teníamos muchos en propiedad!
¿Si sabes los años que le saco a tu madre, verdad? Así que yo te puedo hablar de Cachirulo o las 'comedias' de media tarde, y ella te hablará de otras caricaturas, aunque sí llegamos a compartir Los Munster o Los Locos Addams... en blanco y negro, también.
Nosotros, chamaco, estrenábamos trapitos cuando nos tocaba estrenar, es decir, de fijo en cumpleaños y grandes eventos, y conforme crecíamos, surtiéndonos de tiendas, mercados y súpers, pero no heredando, igualito que tú, que nosotros no teníamos mayores de quien recibirlo -y tampoco sé si lo hubiéramos recibido, ya ves-.
Pero también entrábamos a la primaria con seis años, más miedosos e inseguros que nadie, porque ese temor a lo desconocido no tiene nada que ver con conocer qué hay dentro de ese simpático enchufe en la pared, o por qué la plancha hace ese ruidito como un quejido; era visceral, intenso y agridulce. Nos presentábamos sin leer ni escribir apenas, llenos de orgullo por estrenar zapatos, y mochila, y cuadernos, bien peinados y limpitos, pero con unas ganas locas de mirar, para luego echar a correr a los brazos de nuestra mamá. Y luego pasaba un día. Y otro. Y otro más. Y cuando nos dábamos cuenta, ya nos habíamos integrado ¡y hasta nos encantaba la maestra!
A los seis años se esperaba que ya no se nos derramara nada de líquido ni en la mesa ni en nuestras personas, mucho menos en los demás; que no gritáramos como locos cuando la emoción nos desbordaba; que ya admiráramos al futbolista de moda; que conociéramos al mundo entero cuando llama al teléfono; y que saludáramos con educación y respeto a toooooodos los mayores.
Bueno, chamaco, conforme los mayores nos hacemos más mayores tenemos menos tolerancia a los gritos, excepto cuando somos nosotros quienes los lanzamos; y muchas de las cosas que se nos caen también iban hacia la boca, pero por lo visto nos da como un poco de más vergüenza. No sé: en el fondo secreto de mi corazón, donde tú ocupas sitio de honor, ahí cuento con que sigas siendo natural y espontáneo, y que expreses siempre tu verdad, bien medida y sopesada, que ya sabes, aunque defiendas con uñas y garras tu punto de vista, tienes todavía más o menos el tiempo que irás a la escuela en que la opinión que cuenta, mayormente, es la de tu abnegada madre. Igual que nos pasó a nosotros. Cierra los ojos y obedece, mi niño. Es sorprendente cómo siempre estarán esos brazos, extensiones de esa boca que nos regaña o nos ordena, listos a cogernos si tropezamos y caemos. Y dile a tu madre que te explique esto, si es que ella logra entenderme a mí.
Mientras, te mando un abrazo inmenso como las nubes de donde no viniste, y besos tantos como las flores de las que no saliste. Que la realidad de tus grandes ojos y tus risas ya valen chorro mil millones más. Tú dale muchos besos y abrazos a tu mama, chamaco, mírala y apriétala, pellízcala pero no la muerdas, y dile que la quieres con tu corazón y tu estómago. A veces los mayores necesitamos un pequeño rescate cuando la vida decide ponerse especialmente trabajosa.
¿Yo? Yo te quiero un chingo. O 'cuchingo' como alcanzaste a decir. Feliz cumpleaños, niño Alejandro.
miércoles, 16 de marzo de 2011
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