sábado, 31 de julio de 2010

Aquí y allá. Más cosas.

oe-oe-oeeeeeeeeee
Pues sí, señoras y señoritas, caballeros y bolitas: se ganó la Copa del Mundo, increíblemente, maravillosamente, totalmente. Perdiendo el primer partido (aquí se los comieron vivos, claro está), metiendo sólo 8 goles, siendo seis de ellos, seis, producto de hermosos tiros, jugadas individuales o estar en el lugar apropiado en el momento justo. ¿Qué puede significar muy en el fondo ésto? Como yo no soy enterada, digo sólo lo que pienso, esto es, que quien ganó la reconsabida copa fue un interesante grupo de jugadores que han sido capaces de hacer cosas juntos, pero nunca revueltos, y me explico:
o mejor no. En realidad, lo que quería airear aquí es la sorpresa de enterarme que la final, que pasó a las 8 y media de la tarde en domingo, no fue transmitida, por ejemplo, en ninguna de las televisiones de los aeropuertos de Cataluña. Y tampoco en ningún campamento de verano de la misma zona: incluso se les hizo creer a los niños que había ganado Holanda.
A mí es que me da pena ajena. Que los catalanes, de quienes dicen que cuando tienen que correr tras un transporte público lo hacen de un taxi, porque así se ahorran más, son muy suyos, trabajadores, dueños de una de las regiones más ricas y productivas del país; aman tanto su cultura y su tierra, que pelean con dientes y garras porque nadie que no hable su lengua pueda obtener un trabajo, o escolarizar a sus hijos, vamos, al grado de poner unas tremendas multas a todos los empresarios que tengan la publicidad de su negocio en español, y cuyo presidente (es decir, de la comunidad autónoma de Cataluña) recibe tratamiento de Jefe de Estado cuando viaja al extranjero; incluso tienen embajadas (pues eso: embajadas) en varios países... a ver, que se nota a leguas que no quieren formar parte del resto de España, y el hecho de que muchos de los mejores jugadores de la selección pertenezcan a esa comunidad autónoma, bueno, hasta parecería que no les hace maldita la gracia. Por tanto, no había gran cosa que festejar cuando Iniesta metió su gol. Que juega en el Barcelona, va y pasa: pero no, no era para tanto.
Y eso me da mucha pena ajena.
Porque si allá me daban más bien la risa loca esas supuestas broncas entre el América y el Guadalajara, entre los que viven en la capital y los de Monterrey, pues mira: eso es moco de pavo comparado con la 'unión' que quesque hay aquí.

… y con todos ustedes: ¡Agosto!
Esa es la frase para presentar a alguien, por cierto, siempre incluye el 'todos'. Bueno, pues eso: llega agosto y con este bendito, ardiente mes, aquí cambian las cosas ¡muy mucho! Lo primero es que -aunque han empezado en julio- la gran mayoría de pueblos de España celebran sus fiestas, lo cual básicamente significa ferias con juegos mecánicos -la última vez que fui costaba dos euros subirse a lo que hubiera-, puestos de comida (no, nada de garnachas, sorry: aquí la vitamina 'T' no es conocida; lo más cercano a las Américas son hot-dogs, lo demás son montaditos -pedazo de pan con algo en general incomible para servidora, así que imagínense-, cerveza al por mayor y cosas a las brasas -mejor no especifico-); qué más, a ver: ¡música, claro, música! Orquestas que tocan los grandes éxitos del cretásico, el jurásico y del mes pasado; a veces hay importantes artistas que cierran el evento, culminando, siempre, con fuegos artificiales, normalmente a media noche. Te lo pasas muy bien, en general, primero porque ya no hace ese calor sofocante de día, segundo porque siempre te encuentras gente y tercero... pos porque sí. Los jóvenes, por supuesto, aprovechan para hacer 'botellón', que traducido al mexicano es una como reunión multitudinaria donde sólo se va a agarrar la peda. Llevan sus botellas, vasos y cocas en bolsas de plástico (todo tamaño gigante) y mezclan con singular alegría.
Si estás en la playa, ¡divino de la muerte! Si no, pues a aguantar lo mejor posible. Los kioskos de prensa se escalonan, con lo cual para comprar el periódico tienes que controlar cuál está abierto y cuándo cierra por vacaciones... oye, porque todos se merecen un descansito luego de trabajar un año entero ¿no? Que una cosa es que el país esté en franca crisis y otra que uno se tenga que quedar con estos calores... cierran las tiendas pequeñas, los súpers pequeños, las peluquerías, las papelerías, las panaderías, todo lo que termine en ías.
En la tele sólo hay relleno en cuanto a películas y repiten series viejas -o como House, que mientras vienen los nuevos capítulos están dale que te pego con los anteriores-, y presentadores (sí, así se dice) que suplen a los titulares, que también tienen que descansar. Hay estrenos en los cines -algo relativamente nuevo, que antes había que esperar a la Navidad para ver la nueva de Disney- y el negocio, por lo que he leído, no va nada mal. La entrada vale 7 euros.
Agosto es el mes donde sabes quién es turista y quién es local: la gente que anda a mediodía caminando mientras sudan el bofe, ya no hace falta ni observar si traen cámara, o zapato cómodo o abanico: son turistas, seguro.

… porque la tele, ay, la tele
¿Se acuerdan que hace algunos meses inició la televisión digital terrestre? 25 canales gratis más otros de pago, más la opción tradicional que es como Cablevisión, también con paquetes. Bueno, pues eso es igual que allá: puedes darle la vuelta completa al mando a distancia (que sí, pues, el control remoto) y no hay nada que ver... cielos.
En la tele 'abierta' las mañanas se dedican a magacines, donde se comentan todo tipo de cosas, desde cómo cocinar un cordero con bechamel y ajos, salud, temas de famosos y demás, y uno que otro programa de tertulia política. A medio día se ven los telediarios, incluido su espacio de deportes, más o menos de 5 minutos, cuatro de los cuales son para el futbol, y lo demás para los otros pobres atletas que no patean un balón, ciclismo si es temporada, tenis si está Nadal, coches si está Alonso, ya me entienden.
Por la tarde no hay nada, prácticamente nada que no atente contra tu salud mental. Los programas son magacines también, pero de temas del corazón o 'rosas': quién se casó o se descasó, demandas, embarazos, chismes baratos y llenos de morbo... que sin embargo les generan muchísimo dinero a los interesados ¡cobran un chingo por ir a decir que ya no andan con fulano o zutana, por airear los trapos sucios, por discutir en pantalla! Patético.
En la noche ya se pone mejor, hay programas de concurso muy divertidos como 'Pasapalabra' o 'Password' y las series que supongo allá se ven (¿les había dicho que aquí le dicen Horatio al de CSI Miami? Pues sí). Y todas las películas que se puedan imaginar, siempre dobladas. La verdad es que ahora mismo ya no lo sé de cierto si sigue pasando, pero antes, allá en el otro siglo, el programa más visto en el día era el de un cocinero vasco muy simpático y original, Arguiñano; y los viernes tarde, nada menos que la película porno (porno, porno) que emitía Canal +, con la pequeña salvedad de que sólo se podía ver si estabas suscrito al cable y si no, se veía codificada ¡aún así era el espacio más visto! Ah, y por supuesto, en todos sus horarios, el clima ¡es el rey de audiencia! Le atinan con la misma gracia que un borracho el váter, pero cuando les sale bien se sigue casi con religiosidad.
Y como va a empezar por ochentava vez un capítulo de la temporada 6 de House, me voy.

viernes, 23 de julio de 2010

Miau

¿Que si me gustan los animales? Sí ¡mucho! ¿Que cuáles? Pues todos.

Bueno, en realidad no todos. Más bien bastantes. O algunos... Igual diría que unos pocos. Deja pienso: los que me parecen alucinantes y preciosos (del National Geographic o el zoológico) y los demás, esos que me dan ataques de más bien pavor en vivo y a todo color, que pueden ser, por ejemplo y sin pensar, que tengan alas, sin importar tamaño, origen o especie: que la sola idea de que me aleteen cerca me pone a sudar frío... y ya ni hablemos de los bichos, que soy capaz de salir huyendo como si me quisieran vender el Atalaya. Sí, amigos y vecinos, he llegado al extremo de salirme con lo puesto y no volver en horas hasta que mi caballero andante se asegura que la despistada abeja que entró por la ventana o bien ha desaparecido o ha caído infartada tras mis gritos; que eso no quita que admire la belleza y utilidad del animalito.

Digo, si se trata de tener animal de compañía, en mi top ten, sí, ya, qué aburrido, se pelean el primer lugar los guaus y los miaus... Eh, que también me gustan los toros y las serpientes, pero ni en sueños de ácido tendría uno a menos de 40 metros. O caballos. O koalas. Y mira, gatos son los que siempre he tenido: finos, elegantes y aerodinámicos, mezcla exacta de fiereza y suavidad, curiosos y llenos de vida, cariñosos. Pero muy suyos.

Porque ellos te adoptan. Deciden que les gustas (o te soportan, a ver) y te permiten que compartas su espacio y su vida. Mi debut fue con una gata multicolor, salida de quién sabe dónde, que se tuvo que tragar un primer nombre, África, producto de la ensoñación de mi época “Lágrimas y Risas” -desvarío para otro día-, para pasar a llamarse algo que sonaba como a Cushita, igual porque así me pelaba un poco -o le sonaba menos ignominioso que el del continente. Vivía en casa, dormía a mi lado y comía 5 pesos de carne molida -que me daba mi apá- diariamente. Y lista ella, pasaba de mis hermanos, que no al contrario. Supe que había tenido mucha suerte pues mi gata no mordía ni arañaba y siempre se dejaba acariciar, amén de aceptar estoica todas las barbaridades que aquellos dos le hacían, experimentos tales que incluían agua, por nombrar algo: aquí y ahora consta en actas que sólo eran niños y actuaban como tales, pero ¿por qué la receptora de esos diabólicos juegos tenía que ser mi gata? Ella siempre aguantó vara, supongo que el menú tiraba mucho, aunque en el fondo de mi corazón sentía que lo hacía porque me quería.

Cuando salió con su Domingo Siete -mi apá dixit-, yo no me enteré sino hasta la mera hora. Se hizo mayor sin que me diera cuenta y una bonita noche de verano va y empieza a tener su descendencia ¿dónde iba a ser? En mi cama, claro. El susto inicial de escuchar esa especie de quejidos-maullidos a la vez que sentía algo húmedo en las pantorrillas, se saldó con un bicho pequeño y húmedo que saqué de debajo de las mantas con franco asco y... procedí a tirar por la ventana del baño. A la mañana siguiente, corrieron a la escuela a decirme que la gata estaba teniendo ¡montones! de gatitos y que, la cosa más rara, había uno bajo la ventana del baño ¡vivo! Al día de hoy, ese sentimiento dietético (es que me acuerdo y la tripa se me sume tanto que hasta parece que pierdo kilos) ¡mira que hasta el parto le interrumpí a la pobre, que me seguía desesperada mientras yo, con el brazo estirado lo más lejos de mi cuerpo, me deshacía de ese supuesto ratón que la muy ladina había traído a mi recámara! Pero hubo final feliz, sin embargo: fueron seis en total, incluyendo al expatriado a fuerzas, que luego fue el más consentido, con su gran cabeza y su cuerpo menudo; recibieron nombres de grandes ladrones de la historia (¿?) ¡y además se acomodó el padre, por los cuernos de una vaca! Que sólo venía, comía y se piraba, claro. Vivían en una caja, en el mini-patio de mi casa allá en la Unidad.
No me pude despedir de ellos -ooootro delirio más, e igual y ni sale nunca-, y supe después que todos habían pasado a mejor vida tras ser atacados a pedrada vil por los gañanes de la unidad, que les debió haber parecido divertidísimo y facilísimo dado que, excepto el padre, todos estaban acostumbrados a los humanos y no sentían ningún miedo. Muy triste, la verdad. Mejor paso a otra cosa.

A la Tita la trajo mi primogénita, directa y sin escalas desde las costas de Guerrero, cuando no tenía más de unas semanas de vida. Que estaba abandonada, dijo ella. Y sin avisar la instaló. Era una gata de apariencia normal, pero pasaba mucho tiempo sola y si la dueña le hacía caso -cuando se lo hacía- era lo mismo que cualquier aumento de sueldo: una miseria. Resultó rezongona y medio agresiva, y las huellas de sus “juegos” -salir de la nada corriendo, atacar las pantorrillas y huir, todo en un instante- nos tenían a las dos aparte de bastante hartas, bastante marcadas. Y encima escondida, porque estaban más que prohibidos los animales allá donde vivíamos. Luego decidimos operarla, ya saben, para evitar un Domingo Siete, y la llevamos a una clínica del Seguro, de humanos, sí, pero es que afuera estaban los veterinarios que 'por la voluntad' se encargaban del tema. Anti higiénico, lleno de polvo, sobre cartones para el post-operatorio, ni una medicina para paliar sus dolores, que tuvo, y muchos: yo tenía el corazón en un puño. La chica se convirtió entonces en el reclamo del nuevo barrio, con serenatas a las dos de la mañana y gatos por todos lados haciendo guardia. Que sepa, ella está bien, se quedó con un amigo cuando se vino la nueva mudanza, esta vez de continente.

Y aquí pasó el más reciente encuentro cercano del tercer tipo. Me acerqué a la Casa de Acogida de Animales Los Cantiles, barrio de Rivas Vaciamadrid, gracias por participar, y dos cosas pasaron: la primera, que estaba Telemadrid grabando un programa sobre el barrio y la adopción de animales y la segunda es que él estaba ahí, ya esperándome, entre más o menos otros 15 primos y parientes. Acepté que me grabaran porque no había nadie más -¡qué oso!- y luego entré a la gran jaula donde estaban echando relajo. Él se me acercó, me dejó cogerlo y luego se acomodó contra mi pecho -fácil ¿no? habida cuenta de las dimensiones...-; en mi eterna manía de bautizar todo lo que se me atraviese, le vi cara de Suso y así quedó. Eso fue hace poco más de un año.

Suso juega a traer su pelota o su peluche favorito una y otra vez, camina a mi lado o corretea a mi alrededor en la calle; acerca despacito hasta poner su cabeza contra la mía, un momento sólo; se acurruca en el hueco de mi brazo para dormir o inicia la mañana tirándome cosas a la cabeza cuando ya quiere que me levante; operado está, en una clínica donde lo trataron como rey y no sufrió lo más mínimo: que sí, que es un consuelo saber que no andará por ahí persiguiendo y preñando gatitas decentes, qué quieren que les diga: pero también es un alivio que el instinto de marcar su territorio también se haya quedado en el limbo. Claro, a veces recuerda que es gato, o se cree niño, y ya puedes llamarlo hasta el cansancio que vendrá cuando buenamente quiera; o le da igual que sólo hayas dormido 4 horas, que hay que empezar a jugar.

Ah, pero esas alegrías que te dan los hijos: la primera vez que se zampó un bicho volador -hasta se le perdonó que jugara con la comida; cuando trajo a su primer amigo -sin avisar- a casa; o la primera vez que usó su cajón de arena; ¡la primera noche que no volvió a dormir! -porque antes de eso, arrastrando además a mi insuperable charro, salimos a buscarlo a las dos de la mañana y lo trajimos de vuelta más que a rastras...

Sí, creo que de gatos va mi vida.

viernes, 16 de julio de 2010

Quinceañeras

Pensando en Mariana.

Tan chulas de bonitas las tradiciones mexicanas. Desde tiempos inmemoriales, igual desde que la última descendiente femenina quedaba condenada a servir y cuidar a sus ancianos padres, el hecho mismo de haber tenido una chamaca en la familia significaba que había que ir guardando dinerito casi desde que aparece en este mundo, con el único propósito de ofrecerle, cumpliendo los primeros tres lustros de vida, la fiesta de su vida.

Sus XV años.

A ver, que aunque parezca que es el equivalente a una 'puesta de largo', a un cambio de niña a mujer ¿en verdad es así? Si me pongo a comparar -sólo un poquito-, resulta que en mi generación, en general, a los quince seguíamos siendo igual de babosas, igual de ingenuas, igual de niñas. Ya no jugábamos con muñecas, no, pero todavía pensábamos que nos comeríamos al mundo a través de nuestra gracia o inteligencia o belleza, sumidas en la más completa ignorancia sobre temas sexuales (aunque la media de nosotras ya tenía más de dos y tres años comprando 'Kotex,por favor'), especulando como locas, inventando y fantaseando. Y como toda regla que se precie, pues también habían aquellas que ya habían probado muy y mucho y que incluso debutaban con bebé -¡sí, el internacionalmente conocido Domingo Siete!, pasando a ser la portada de todos los chismógrafos, que por cierto eran bastante rupestres ¡pero bien divertidos! Qué páginas sociales ni qué leches...

Pues sí, éramos niñas, pero ya queríamos, esperábamos, ese trato de casi adultos. Aunque siguiéramos sin poder entrar a un antro, comprar alcohol, trabajar sin permiso de los padres, llegar a las tantas mil...

Más o menos corresponde al tiempo en que una está en tercero de secundaria, de modo que o hay montones de curvas y permiso para lucir pierna, o son superficies lisas, lisas con más ángulos que redondeces (este... sí, como servidora). Pero como ya se han empezado los preparativos de la gran pachanga -pues eso, años de anticipación o inmediata deuda contraída, que por la quinceañera todo- ha de solicitarse -y pagar- la misa, que hay que darle muchas gracias al altísimo; apartar -y pagar- el salón más la comida y bebida; contratar -y pagar- al fotógrafo que inmortalizaría toda la historia; escoger -y pagar- las invitaciones, rositas y con campanitas por ejemplo; seleccionar -éso sin pagar- los padrinos, más las damas y chambelanes que han de acompañar a la homenajeada; preparar -y pagar- los ensayos y el profe que habrá de poner el (los) baile (s) con que se deleitarán los invitados; contratar -y pagar- al grupo que en vivo animaría el jolgorio; ah, y elegir -y pagar, claro- el vestido y los accesorios ¡el mágico vestido de muñequita de pastel para el gran inicio de noche!

Mi sentido del ridículo accionó todas las alarmas: ni me veía vestida de algodón de azúcar en feria, mucho menos me imaginaba bailando un suave vals, seguido de la rola de moda (y seguramente repitiendo, ya ven cómo es la familia de la festejada); era en realidad un sentimiento encontrado, porque me hacía ilusión por mis amigas, pero luego sólo quería quedarme atrás y lejos, deseando que la comida que sirvieran entrara en mi escaso cuadro de alimentos comestibles, y que alguien me sacara a bailar algo que no fuera ni cumbia, ni salsa, ni música en español. Vanos sueños, vamos a ver. Nadie me quitaba el derecho a fantasear que vestida de largo yo parecía una versión mexicana de Renee Russo, aunque tuviera que ponerle relleno a... bueno, lo que necesitara relleno y se mantuviera en su sitio, claro, aunque la sola idea de aparecer con un peinado de esos esponjosos, esponjosos en realidad me ponía los pelos de punta, oh, sí.
A varias pachangas fui, primero de las amigas de mi hermanote, luego por algunas de las mías. Nunca pude, sin embargo, ir vestida estrenando ese modelito cuya parte superior en color crudo era de manga corta, con un cuello pequeñito y redondeado tipo camisa escolar -o de guardería, god- y alguno que otro aplique tipo encaje, con un gran cinturón oscuro y el cuerpo de tela a cuadros grandes, no escocesa, sino en tonos café. Si ya se acabaron las risitas, sigo.

Visto lo visto, empecé a perder las ganas con la misma rapidez con que descubrí que yo no quería una misa, me parecía falso y bastante hipócrita, y tampoco quería una fiesta donde no tocaran la música que me gusta y donde tuviera que entretener al personal haciendo como que sabía bailar un vals con un chico que seguramente, seguramente, tendría dos pies izquierdos. Nada de eso para mí. Además, mi entorno se volvió un aliado: mis hermanos andaban, respectivamente, haciéndola de comparsas para otras quinceañeras y pasando olímpicamente del tema, y mi papá tenía demasiadas cosas en la cabeza y una nula experiencia con pre-adolescentes del sexo femenino. En fin, que ni yo quería ni había nadie a mi alrededor que fomentara esa ilusión. Digamos que no se perdió nada, no tuve tiempo de sentir que me hacía falta... ante la oportunidad de ponerme ropa ajustada, bailar a The Animals, o Chicago o Billy Preston ¡de que no hubiera adultos en las rolas migajonas para las que ya se había instituido el siempre entrañable “Baile de cartón de cerveza”! Y como ya había entrado -con mis hermanos, claro- en la vorágine de las fiestas de secundaria cuyo objetivo principal era juntar dinero para la fiesta de graduación, mira, vi la mía: mis quince años fueron maravillosos, divertidísimos, en un reventón de miedo en casa de los Franco, allá en Lindavista, estrenando unos alucinantes ¡y altísimos! zapatos de tacón Canadá (¡Canadá, por las patas de mi cama!), bailando hasta que se acabó el permiso y dándome unos kikoretes -sí, bueno, y un poquitín, sólo poquitín más- con... ¡ah, casi se me escapa! Ese me pertenece, sorry, aunque sí diré que me regaló el disco “Bread Greatest Hits”, creo, y me lo dedicó como “de parte del héroe superplanetario”. Que cada quien saque sus conclusiones.

Así que si no hay novia fea, o eso dicen, definitivamente no hay quinceañera sin ilusión. Somos preciosas y perfectas, aunque el que nos gusta no nos haga ni caso y huyamos de los 'feos' como de las vacunas; aunque no nos den aquello por lo que suspiramos o nos emberrinchamos. No nos cambiaríamos por ninguna, y la emoción de llegar a ese día, y mejor aún, pasarlo y luego otro, y otro más... eso hace que valga la pena todo. Somos reinas por un día aún sin vestido, sin damas y chambelanes. Hemos traspasado una hermosa barrera que nos permite guardar a las barbies en el fondo del armario y luego sacarlas a escondidas; donde se conocen otros besos, otros dramas, nuevos secretos, donde el maquillaje adquiere una nueva dimensión y el resto de los bípedos se pasan a dividir entre los rucos y los chamaquitos. Las amigas serán más que especiales y poderosas, y los amigos, los amigos serán lo que una quiera que sean, qué chihuahuas.

¡Marianeta! ¡Te quiero mucho, muchachita! ¡Felices XV para ti! Ten un abrazo y un beso gigantes, cierra un momento los ojos y mírame bailando un rockandroll en tu honor. Óyeme aplaudiendo como una loca en tu día y cantándote las mañanitas con sabor a tu prima: japi-beibi-yu-yu, japi-beibi-yu-yu, japi-beibi-querida niña, japi-beibi-yu-yuuuuuuuu.

Aquí te llevo en mi corazón.

viernes, 9 de julio de 2010

dios y las iglesias. Tiempos.

Fueron varios tiempos.

Hubo uno, que no me consta pero que me imagino, cuando viviendo a oscuras dentro de la panza de mi amá es posible que se estuviera fraguando una gran devoción que se cristalizaría en... no, no habiendo nada seguro, mejor ni elucubrar. Pero de que le daba a mi amá el golpe de pecho, le daba. Porque ¡zas! me plantaron nombre de virgen. Aunque si mi apá hubiera participado en la elección, igual y hubiéramos terminado en los juzgados, habida cuenta de los nombres que había pensado para mis hermanos, y en los que afortunadamente tampoco pudo decir ni pío...

Y luego hubo otro tiempo, donde empecé a cumplir con lo que de mí se esperaba haciendo una primaria de excelentes calificaciones -sí, hasta sexto, claro, ahí se hizo de noche-, medallas y medallitas, bailes y bailecitos... y la revelación. Por partes, a ver: era un colegio de niñas dirigido por monjas donde casi todo me gustaba, desde el hoy infame uniforme tipo vestido de manga larga azul oscuro, con puños y cuello de plástico blanco y orilla roja, más una sedosa corbata -moño, más bien- rojo intenso; boina de gala, con calcetas blancas. Muy chulo me parecía. Y clases extrañas, por ejemplo la primera, a las 8 en punto, que normalmente era de religión pero por razones que no sabía entonces, a veces había que interrumpirla al poco rato, guardar los libros bajo el asiento y ponerse a cantar canciones. Me gustaba siempre estar de las primeras, y que mi máxima rival fuera además mi mejor amiga, Soraya; me gustaban las clases de educación física, y las barritas de galleta cubiertas de chocolate, a 25 centavos cada una, y que de una en una hasta cuatro me zampaba en los recreos (sí, me daban un pesote diario) ¿de dónde las sacarían? ¡nunca más las volví a probar!

Pues fue al entrar a segundo cuando me encuentro con cosas que cambiarían mis ideas, al menos por varios años, oiga usted: lo primero, que las monjas no eran todas mujeres inmensas y generosas de carnes, pues mi maestra se segundo era tan flaca como un chiflido; luego, que yo no sólo leía bien, sino entonada y con sentimiento; y tercero, que me dejaron cerca una Biblia: ¡era fascinante! Para ellas también, por lo visto, porque quedé nominada para iniciarme en su lectura, calculando en dos años concluirla con honores y fanfarrias. ¡Entonces dije que quería ser monja!

Si ya acabaron de carcajearse, sigo: pues eso, que de pronto y con 8 años ya cargaba yo con una importante candidatura, que por cierto conllevaba varios privilegios, deja me acuerdo: aparte de la medalla de religión a fin de año (qué ilusión), el quedar dispensada de varias clases para bajar a la sala de usos múltiples para la lectura (qué maravilla), asesorada además por el único varón que podía entrar en la escuela... un cura, claro.

Francamente no sé qué opinaba de eso mi amá -mi apá seguro que hubiera puesto el grito en el cielo, es que no sé-, porque nunca lo hablé con ella. Supongo que las monjas le daban cumplida cuenta de mis progresos, incluidas hojas y hojas copiadas con esa letra mía que a todo el mundo le encanta y que yo he luchado por años para quitármela de encima -hoy día sigo haciendo que parezca una mezcla de receta médica con caracteres asirios, gracias- con pasajes, mensajes o historias. Y nunca, eso sí, miraron mis ojitos castaños o escribieron mis huesudos dedos pasajes de violencia, muerte, asesinato, incesto, cobardía, mentira, fantasía, barbarie, xenofobia o abusos, que haberlos, haylos. Todo era bondad y buena onda, bondad y buena onda.

Y un buen día se acabó. La profe de educación física -de la que sólo recuerdo que tenía la más grande nariz que había visto en mi vida, excluyendo la propia-, me oyó comentarle a mi amiga las clases con el cura y fue de chismosa con las monjas. Éstas me interrogaron hasta el cansancio, y yo, con el miedo bien metido en el cuerpo, dije una mentira bien gorda, que por supuesto se tragaron. Otra vez, nunca lo hablé en casa. Pero no volví más a las clases de lectura de la Biblia.

Y no volví a coger una hasta después de ver 'La Profecía”, y nada más para constatar lo que del Apocalipsis dice. Otra decepción. Y sin embargo, sí tuve más medallas de religión, mira por dónde. Aquí las tengo, en mi baúl de bambú.

En pleno sexto de primaria, el día se hizo noche y diosito y sus relativos pasaron a formar parte del lado oscuro de mis pensamientos. Ya podían inyectarme los pasajes del libro, que yo los iba a exudar o a vomitar. Y en cuanto terminé la primaria y me metieron a una secundaria mixta y vi a los especímenes del otro sexo que caminaban por los pasillos o se sentaban en mi salón, el sólo pensamiento de que alguna vez quise cambiarlo todo para pasar al servicio de otro señor me daba escalofríos hasta el tuétano.

Tuve recaídas, por así decirlo. Hubo un tiempo, otro más, en que me vestía con el traje de la primera comunión y me iba a llevarle flores a la virgen allá en San Cayetano o en San Bartolo, con una chica, Gaby, que vivía en el edificio 81, creo, y de cuya cara ya ni me acuerdo; pero no le hallé ningún sentido excepto al hecho de que el vestido ya no me quedaba ni de ancho ni de largo... o cuando Herlinda, la inefable Herlinda que quería que la llamara mamá, me inscribió ¡como su hija en Cristo, por las patas de mi cama! en el CPP -que ni me acuerdo qué significa-, y el asqueroso, repelente, grasiento y maloliente ¿sacerdote? es que no lo recuerdo con sotana ni nada, pero sí al frente del tema y los dineros, claro, que pensó que podía encarrilarme ¡y lo mandé derechito y sin escalas a saludar a su progenitora! Pero cerca estuve, sí que lo estuve, sí que pensé que podía ocupar mi fe otra vez, a ver si encontraba algo que me explicara ese vacío que me acompañaba tanto. Al final decidí que ese vacío era hambre, y me puse a comer.

Mis creencias por ello pasaron a ser, dijéramos, un poco más firmes y algo más diferentes: creo en la medicina y el desempleo. En el tanque de gasolina lleno. En unos molletes con café y media hora de tacos de Neo. Creo que si la haces la pagas, y que si lo pagas es tuyo. En un buen concierto. A partir de 2006 creo en el Seguro Social y que aunque el perro es el mejor amigo del ser humano, como mi gato Suso no hay dos. En el deja vù. Creo en las pequeñas cosas: una pequeña mansión, una pequeña fortuna, un pequeño yate... Y aunque creo en el amor en todas sus acepciones, en todas las personas por las que lo siento y lo sienten hacía mí, también creo que si busco una mano amiga que me ayude, encontraré la primera, sí, pero al final de mi brazo.

viernes, 2 de julio de 2010

En el mar, la vida es más ¿sabrosa?

Hace mucho calor. Es seco, y cuando corre algún aire pareciera que alguien ha enchufado el secador de pelo más grande del mundo. Encima, yo llevo fatal el respirar aire caliente -por eso no soy fan de saunas y equipamientos de ese tipo-, por lo que dar un paseo, por pequeño que sea, resulta que me deja más cansada que una caminata, por la sencilla razón de que termino echando algo más que el bofe.

Así se pone España en verano, e igual por eso en los dos meses más calurosos el personal que trabaja se toma cualquiera de las cuatro quincenas (el jubilado se toma el mes ¡o los dos, oiga usted!), alista todo lo necesario y hasta lo que no y se lanza hacia alguna de las bonitas playas, la grandísima mayoría públicas, de por aquí. Porque aquí, amigos y vecinos, uno tiene que caminar desde el hotel, hostal, casa de huéspedes, apartamento, pisito alquilado, lujoso chalé o caravana, como mínimo una cuadra para tocar la arena. Nada de espacios privados y demarcados, donde si no traes la toalla del hotel vienen los guaruras y gentilmente te echan, no, no; si ya han visto alguna que otra foto de las playas chinas, bueno, aquí puede parecer algo así, un poco menos, pero también provoca la sensación de que todo el mundo ha decidido el mismo día y a la misma hora acercarse a 'darse un baño'.

Aquí te avisan en los noticieros (telediarios, olé) que las playas españolas tienen casi todas bandera azul, lo que las convierte en perfectas, y para las no tanto hay bandera negra -una que otra, sí; hoy mismo nos mostraron una hermosa cascada de aguas residuales -fecales, my godness- que lleva sólo 25 años cayendo cual hermosa cola de caballo al Mediterráneo ¿así o más bizarro?-. Con esto quiero decir que, aunque el mar ejerce una acción relajante, sedativa y tranquilizadora, para servidora en realidad es muy poquito de lo anterior, mezclado con respeto-miedo, y, me temo, ligero asquito.

He estado en hoteles maravillosos, donde las noches son frescas y por eso no hace falta poner el aire acondicionado, así que durante un buen rato -mientras está la tele prendida-, el sonido del mar acompaña mi pre-sueño. Luego, cuando ya llegó la hora de la meme total, bueno, le subo el volumen al aparato. Sorry, que por mucho que me relaje, al rato ya me tiene hasta el moño.

Y por mucho Titanic y sus híbridos que haya visto y/o leído, no puedo afirmar con rotundidad que por eso le tengo miedito al mar. A saber si mis breves y primerizas experiencias con el gigante ese tuvieron algo que ver, porque me temo que superficies de agua más grandes que una bañera llena ya me dan un poco de yuyu. Remontándonos al cretásico, mi apá nos llevaba en banda, tías incluidas, a los balnearios que estaban a la salida de... la salida de... no me acuerdo, creo que hacia CU, en fin, al Bahía. Eran varias albercas (piscinas, mary; piscinas) y las algunas fotos que alguien tiene y que no soy yo, revelan que mal no lo pasábamos ¡y que los trajes de baño eran totales! Veinte años después, todavía se (nos) burlábamos de mi atlética, estética y ridícula manera de nadar cual sirena, moviendo los brazos y caminando encogida por la parte menos honda, en fin. Pero no era éso. Un día me caí en una, me recuerdo mirando al fondo, sólo flotando, y luego a mi apá sacándome con un tirón que de milagro no me descoyuntó. Esa y otra ocasión en otra alberca, con mi carnalito al lado, donde de pronto perdí el piso y si no ha sido por un espontáneo, váyase usted a saber. Vamos, que desde entonces, creo y es casi seguro, necesito tocar fondo o no me meto. Tal cual.

Porque luego vi el mar. Tenía 15 años, edad inconcebible en este país europeo para conocer por primera vez esa parte del planeta, pero así fue.¡ Mi apá nos llevó a los tres a Acapulco! Nos hospedamos en un sitio pequeño, un hotelito, creo, emm, medio lejos de la orilla. Llegamos tarde y cansados, y al día siguiente, cuando ya nos habíamos alistado para la magna presentación oficial, resulta que el hermanito ya se había lanzado a pie a conocerlo y volvía asombrado, alucinado y todo lo relativo. Para mi primer encuentro pensé que sería más, cómo expresarlo, romántico e inolvidable, si me vestía como estrella de película, a saber entre mis cosas, pantalones de mezclilla arremangados, camisa de cuadros vaquera anudada arriba del ombligo y unas gafas oscuras, muy a la moda en ese momento, pero que hoy, cerrando los ojos y recordándolas, creo que eran onda Ray Charles y Stevie Wonder en concierto. Favor de fantasear conmigo: caminando descalza, despacio por la orilla, mirando la espuma revolotear entre mis pies, sintiendo el sol, atrapando todas las miradas...

Lo conseguí, pues. O casi todo. Es que me despisté y una ola traviesa, más bien terriblemente demoníaca murió por mis huesos y se apresuró a devorarme, revolcarme y medio triturarme, mientras mis gafas se perdían para siempre, mi sentido del ridículo aparecía con sensorround y mi orgullo quedaba más que pisoteado. Ya no sé si luego me dolió algo en el cuerpo, sólo sé que no quería acercarme ni a medio milímetro de algo que parecía tan infantil y luego resultó ser más peligroso que la bomba H. Eso, y las risas de mi familia. De modo que cuando después volví, al mismo sitio, sí, pero ahora de escapada con la banda de la escuela más mi hermanito, lo más que consentí fue hacerme una foto a su lado, en una roca donde al chocar el mar levantaba una cortina que daba un buen fondo. O con Aquél, cielos, en el mismo sitio, sí, tratando de enseñarme a nadar y yo tratando de que parara cuanto antes, cuanto antes; cuando una mañana mi hermanito salió mordido por un pez del tamaño de un dedo pero con el mordisco de una orca, nada, decidido: el mar para los osados. Me he subido a barcas, lanchas y catamaranes e incluso en una sublime ocasión pasé por un temazcal en Riviera Maya, con el colofón supuestamente fabuloso de salir corriendo como loca del iglú-horno donde hacen la ceremonia directa al mar. Ya se imaginarán: de un sauna directa al mar. Pues gracias a los dioses por el tequila (y no, no fue obligada, pero poca opción tenía: era mi trabajo).

Igual y por eso mi subconsciente y su primo se dedicaron a meterme en la cabeza una cantidad ingente de ideas y conceptos, que finalmente culminaron con mi personal moto respecto al mar: demasiados vivos y demasiados muertos, me explico, a ver: hay tiburones, ballenas y focas, miles de millones de peces ¡y muchísimos de sus antepasados que ahí pasaron a mejor vida! Hay barcos, cruceros, yates y lanchas a motor ¡aceite, gasolina, petroleo, metal! Orina, saliva y efluvios por cortesía de todos, Tom Hanks incluido, cenizas humanas, basura de todo tipo que encima mata animalitos... así que si entro, entro con muuucho tiento, y no puedo, sencillamente no puedo mojarme la cara. Agregar una total incapacidad para flotar y sí, es todo un show.

De manera que si este verano no hay playa para servidora, pues poco se habrá perdido, que en la piscina municipal, con su anuncio diario del ph además me avisa qué es lo que no me trago (¿¿??), pues a pasarla con ventilador manual -abanico, nena- y escondida en mi cueva-casa echándome agua fresca en spray. Que visto lo visto, para mediados de septiembre ya volvemos a la vida más o menos normal, destapándonos un poco menos.