Hace mucho calor. Es seco, y cuando corre algún aire pareciera que alguien ha enchufado el secador de pelo más grande del mundo. Encima, yo llevo fatal el respirar aire caliente -por eso no soy fan de saunas y equipamientos de ese tipo-, por lo que dar un paseo, por pequeño que sea, resulta que me deja más cansada que una caminata, por la sencilla razón de que termino echando algo más que el bofe.
Así se pone España en verano, e igual por eso en los dos meses más calurosos el personal que trabaja se toma cualquiera de las cuatro quincenas (el jubilado se toma el mes ¡o los dos, oiga usted!), alista todo lo necesario y hasta lo que no y se lanza hacia alguna de las bonitas playas, la grandísima mayoría públicas, de por aquí. Porque aquí, amigos y vecinos, uno tiene que caminar desde el hotel, hostal, casa de huéspedes, apartamento, pisito alquilado, lujoso chalé o caravana, como mínimo una cuadra para tocar la arena. Nada de espacios privados y demarcados, donde si no traes la toalla del hotel vienen los guaruras y gentilmente te echan, no, no; si ya han visto alguna que otra foto de las playas chinas, bueno, aquí puede parecer algo así, un poco menos, pero también provoca la sensación de que todo el mundo ha decidido el mismo día y a la misma hora acercarse a 'darse un baño'.
Aquí te avisan en los noticieros (telediarios, olé) que las playas españolas tienen casi todas bandera azul, lo que las convierte en perfectas, y para las no tanto hay bandera negra -una que otra, sí; hoy mismo nos mostraron una hermosa cascada de aguas residuales -fecales, my godness- que lleva sólo 25 años cayendo cual hermosa cola de caballo al Mediterráneo ¿así o más bizarro?-. Con esto quiero decir que, aunque el mar ejerce una acción relajante, sedativa y tranquilizadora, para servidora en realidad es muy poquito de lo anterior, mezclado con respeto-miedo, y, me temo, ligero asquito.
He estado en hoteles maravillosos, donde las noches son frescas y por eso no hace falta poner el aire acondicionado, así que durante un buen rato -mientras está la tele prendida-, el sonido del mar acompaña mi pre-sueño. Luego, cuando ya llegó la hora de la meme total, bueno, le subo el volumen al aparato. Sorry, que por mucho que me relaje, al rato ya me tiene hasta el moño.
Y por mucho Titanic y sus híbridos que haya visto y/o leído, no puedo afirmar con rotundidad que por eso le tengo miedito al mar. A saber si mis breves y primerizas experiencias con el gigante ese tuvieron algo que ver, porque me temo que superficies de agua más grandes que una bañera llena ya me dan un poco de yuyu. Remontándonos al cretásico, mi apá nos llevaba en banda, tías incluidas, a los balnearios que estaban a la salida de... la salida de... no me acuerdo, creo que hacia CU, en fin, al Bahía. Eran varias albercas (piscinas, mary; piscinas) y las algunas fotos que alguien tiene y que no soy yo, revelan que mal no lo pasábamos ¡y que los trajes de baño eran totales! Veinte años después, todavía se (nos) burlábamos de mi atlética, estética y ridícula manera de nadar cual sirena, moviendo los brazos y caminando encogida por la parte menos honda, en fin. Pero no era éso. Un día me caí en una, me recuerdo mirando al fondo, sólo flotando, y luego a mi apá sacándome con un tirón que de milagro no me descoyuntó. Esa y otra ocasión en otra alberca, con mi carnalito al lado, donde de pronto perdí el piso y si no ha sido por un espontáneo, váyase usted a saber. Vamos, que desde entonces, creo y es casi seguro, necesito tocar fondo o no me meto. Tal cual.
Porque luego vi el mar. Tenía 15 años, edad inconcebible en este país europeo para conocer por primera vez esa parte del planeta, pero así fue.¡ Mi apá nos llevó a los tres a Acapulco! Nos hospedamos en un sitio pequeño, un hotelito, creo, emm, medio lejos de la orilla. Llegamos tarde y cansados, y al día siguiente, cuando ya nos habíamos alistado para la magna presentación oficial, resulta que el hermanito ya se había lanzado a pie a conocerlo y volvía asombrado, alucinado y todo lo relativo. Para mi primer encuentro pensé que sería más, cómo expresarlo, romántico e inolvidable, si me vestía como estrella de película, a saber entre mis cosas, pantalones de mezclilla arremangados, camisa de cuadros vaquera anudada arriba del ombligo y unas gafas oscuras, muy a la moda en ese momento, pero que hoy, cerrando los ojos y recordándolas, creo que eran onda Ray Charles y Stevie Wonder en concierto. Favor de fantasear conmigo: caminando descalza, despacio por la orilla, mirando la espuma revolotear entre mis pies, sintiendo el sol, atrapando todas las miradas...
Lo conseguí, pues. O casi todo. Es que me despisté y una ola traviesa, más bien terriblemente demoníaca murió por mis huesos y se apresuró a devorarme, revolcarme y medio triturarme, mientras mis gafas se perdían para siempre, mi sentido del ridículo aparecía con sensorround y mi orgullo quedaba más que pisoteado. Ya no sé si luego me dolió algo en el cuerpo, sólo sé que no quería acercarme ni a medio milímetro de algo que parecía tan infantil y luego resultó ser más peligroso que la bomba H. Eso, y las risas de mi familia. De modo que cuando después volví, al mismo sitio, sí, pero ahora de escapada con la banda de la escuela más mi hermanito, lo más que consentí fue hacerme una foto a su lado, en una roca donde al chocar el mar levantaba una cortina que daba un buen fondo. O con Aquél, cielos, en el mismo sitio, sí, tratando de enseñarme a nadar y yo tratando de que parara cuanto antes, cuanto antes; cuando una mañana mi hermanito salió mordido por un pez del tamaño de un dedo pero con el mordisco de una orca, nada, decidido: el mar para los osados. Me he subido a barcas, lanchas y catamaranes e incluso en una sublime ocasión pasé por un temazcal en Riviera Maya, con el colofón supuestamente fabuloso de salir corriendo como loca del iglú-horno donde hacen la ceremonia directa al mar. Ya se imaginarán: de un sauna directa al mar. Pues gracias a los dioses por el tequila (y no, no fue obligada, pero poca opción tenía: era mi trabajo).
Igual y por eso mi subconsciente y su primo se dedicaron a meterme en la cabeza una cantidad ingente de ideas y conceptos, que finalmente culminaron con mi personal moto respecto al mar: demasiados vivos y demasiados muertos, me explico, a ver: hay tiburones, ballenas y focas, miles de millones de peces ¡y muchísimos de sus antepasados que ahí pasaron a mejor vida! Hay barcos, cruceros, yates y lanchas a motor ¡aceite, gasolina, petroleo, metal! Orina, saliva y efluvios por cortesía de todos, Tom Hanks incluido, cenizas humanas, basura de todo tipo que encima mata animalitos... así que si entro, entro con muuucho tiento, y no puedo, sencillamente no puedo mojarme la cara. Agregar una total incapacidad para flotar y sí, es todo un show.
De manera que si este verano no hay playa para servidora, pues poco se habrá perdido, que en la piscina municipal, con su anuncio diario del ph además me avisa qué es lo que no me trago (¿¿??), pues a pasarla con ventilador manual -abanico, nena- y escondida en mi cueva-casa echándome agua fresca en spray. Que visto lo visto, para mediados de septiembre ya volvemos a la vida más o menos normal, destapándonos un poco menos.
viernes, 2 de julio de 2010
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