viernes, 9 de julio de 2010

dios y las iglesias. Tiempos.

Fueron varios tiempos.

Hubo uno, que no me consta pero que me imagino, cuando viviendo a oscuras dentro de la panza de mi amá es posible que se estuviera fraguando una gran devoción que se cristalizaría en... no, no habiendo nada seguro, mejor ni elucubrar. Pero de que le daba a mi amá el golpe de pecho, le daba. Porque ¡zas! me plantaron nombre de virgen. Aunque si mi apá hubiera participado en la elección, igual y hubiéramos terminado en los juzgados, habida cuenta de los nombres que había pensado para mis hermanos, y en los que afortunadamente tampoco pudo decir ni pío...

Y luego hubo otro tiempo, donde empecé a cumplir con lo que de mí se esperaba haciendo una primaria de excelentes calificaciones -sí, hasta sexto, claro, ahí se hizo de noche-, medallas y medallitas, bailes y bailecitos... y la revelación. Por partes, a ver: era un colegio de niñas dirigido por monjas donde casi todo me gustaba, desde el hoy infame uniforme tipo vestido de manga larga azul oscuro, con puños y cuello de plástico blanco y orilla roja, más una sedosa corbata -moño, más bien- rojo intenso; boina de gala, con calcetas blancas. Muy chulo me parecía. Y clases extrañas, por ejemplo la primera, a las 8 en punto, que normalmente era de religión pero por razones que no sabía entonces, a veces había que interrumpirla al poco rato, guardar los libros bajo el asiento y ponerse a cantar canciones. Me gustaba siempre estar de las primeras, y que mi máxima rival fuera además mi mejor amiga, Soraya; me gustaban las clases de educación física, y las barritas de galleta cubiertas de chocolate, a 25 centavos cada una, y que de una en una hasta cuatro me zampaba en los recreos (sí, me daban un pesote diario) ¿de dónde las sacarían? ¡nunca más las volví a probar!

Pues fue al entrar a segundo cuando me encuentro con cosas que cambiarían mis ideas, al menos por varios años, oiga usted: lo primero, que las monjas no eran todas mujeres inmensas y generosas de carnes, pues mi maestra se segundo era tan flaca como un chiflido; luego, que yo no sólo leía bien, sino entonada y con sentimiento; y tercero, que me dejaron cerca una Biblia: ¡era fascinante! Para ellas también, por lo visto, porque quedé nominada para iniciarme en su lectura, calculando en dos años concluirla con honores y fanfarrias. ¡Entonces dije que quería ser monja!

Si ya acabaron de carcajearse, sigo: pues eso, que de pronto y con 8 años ya cargaba yo con una importante candidatura, que por cierto conllevaba varios privilegios, deja me acuerdo: aparte de la medalla de religión a fin de año (qué ilusión), el quedar dispensada de varias clases para bajar a la sala de usos múltiples para la lectura (qué maravilla), asesorada además por el único varón que podía entrar en la escuela... un cura, claro.

Francamente no sé qué opinaba de eso mi amá -mi apá seguro que hubiera puesto el grito en el cielo, es que no sé-, porque nunca lo hablé con ella. Supongo que las monjas le daban cumplida cuenta de mis progresos, incluidas hojas y hojas copiadas con esa letra mía que a todo el mundo le encanta y que yo he luchado por años para quitármela de encima -hoy día sigo haciendo que parezca una mezcla de receta médica con caracteres asirios, gracias- con pasajes, mensajes o historias. Y nunca, eso sí, miraron mis ojitos castaños o escribieron mis huesudos dedos pasajes de violencia, muerte, asesinato, incesto, cobardía, mentira, fantasía, barbarie, xenofobia o abusos, que haberlos, haylos. Todo era bondad y buena onda, bondad y buena onda.

Y un buen día se acabó. La profe de educación física -de la que sólo recuerdo que tenía la más grande nariz que había visto en mi vida, excluyendo la propia-, me oyó comentarle a mi amiga las clases con el cura y fue de chismosa con las monjas. Éstas me interrogaron hasta el cansancio, y yo, con el miedo bien metido en el cuerpo, dije una mentira bien gorda, que por supuesto se tragaron. Otra vez, nunca lo hablé en casa. Pero no volví más a las clases de lectura de la Biblia.

Y no volví a coger una hasta después de ver 'La Profecía”, y nada más para constatar lo que del Apocalipsis dice. Otra decepción. Y sin embargo, sí tuve más medallas de religión, mira por dónde. Aquí las tengo, en mi baúl de bambú.

En pleno sexto de primaria, el día se hizo noche y diosito y sus relativos pasaron a formar parte del lado oscuro de mis pensamientos. Ya podían inyectarme los pasajes del libro, que yo los iba a exudar o a vomitar. Y en cuanto terminé la primaria y me metieron a una secundaria mixta y vi a los especímenes del otro sexo que caminaban por los pasillos o se sentaban en mi salón, el sólo pensamiento de que alguna vez quise cambiarlo todo para pasar al servicio de otro señor me daba escalofríos hasta el tuétano.

Tuve recaídas, por así decirlo. Hubo un tiempo, otro más, en que me vestía con el traje de la primera comunión y me iba a llevarle flores a la virgen allá en San Cayetano o en San Bartolo, con una chica, Gaby, que vivía en el edificio 81, creo, y de cuya cara ya ni me acuerdo; pero no le hallé ningún sentido excepto al hecho de que el vestido ya no me quedaba ni de ancho ni de largo... o cuando Herlinda, la inefable Herlinda que quería que la llamara mamá, me inscribió ¡como su hija en Cristo, por las patas de mi cama! en el CPP -que ni me acuerdo qué significa-, y el asqueroso, repelente, grasiento y maloliente ¿sacerdote? es que no lo recuerdo con sotana ni nada, pero sí al frente del tema y los dineros, claro, que pensó que podía encarrilarme ¡y lo mandé derechito y sin escalas a saludar a su progenitora! Pero cerca estuve, sí que lo estuve, sí que pensé que podía ocupar mi fe otra vez, a ver si encontraba algo que me explicara ese vacío que me acompañaba tanto. Al final decidí que ese vacío era hambre, y me puse a comer.

Mis creencias por ello pasaron a ser, dijéramos, un poco más firmes y algo más diferentes: creo en la medicina y el desempleo. En el tanque de gasolina lleno. En unos molletes con café y media hora de tacos de Neo. Creo que si la haces la pagas, y que si lo pagas es tuyo. En un buen concierto. A partir de 2006 creo en el Seguro Social y que aunque el perro es el mejor amigo del ser humano, como mi gato Suso no hay dos. En el deja vù. Creo en las pequeñas cosas: una pequeña mansión, una pequeña fortuna, un pequeño yate... Y aunque creo en el amor en todas sus acepciones, en todas las personas por las que lo siento y lo sienten hacía mí, también creo que si busco una mano amiga que me ayude, encontraré la primera, sí, pero al final de mi brazo.

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