Pensando en Mariana.
Tan chulas de bonitas las tradiciones mexicanas. Desde tiempos inmemoriales, igual desde que la última descendiente femenina quedaba condenada a servir y cuidar a sus ancianos padres, el hecho mismo de haber tenido una chamaca en la familia significaba que había que ir guardando dinerito casi desde que aparece en este mundo, con el único propósito de ofrecerle, cumpliendo los primeros tres lustros de vida, la fiesta de su vida.
Sus XV años.
A ver, que aunque parezca que es el equivalente a una 'puesta de largo', a un cambio de niña a mujer ¿en verdad es así? Si me pongo a comparar -sólo un poquito-, resulta que en mi generación, en general, a los quince seguíamos siendo igual de babosas, igual de ingenuas, igual de niñas. Ya no jugábamos con muñecas, no, pero todavía pensábamos que nos comeríamos al mundo a través de nuestra gracia o inteligencia o belleza, sumidas en la más completa ignorancia sobre temas sexuales (aunque la media de nosotras ya tenía más de dos y tres años comprando 'Kotex,por favor'), especulando como locas, inventando y fantaseando. Y como toda regla que se precie, pues también habían aquellas que ya habían probado muy y mucho y que incluso debutaban con bebé -¡sí, el internacionalmente conocido Domingo Siete!, pasando a ser la portada de todos los chismógrafos, que por cierto eran bastante rupestres ¡pero bien divertidos! Qué páginas sociales ni qué leches...
Pues sí, éramos niñas, pero ya queríamos, esperábamos, ese trato de casi adultos. Aunque siguiéramos sin poder entrar a un antro, comprar alcohol, trabajar sin permiso de los padres, llegar a las tantas mil...
Más o menos corresponde al tiempo en que una está en tercero de secundaria, de modo que o hay montones de curvas y permiso para lucir pierna, o son superficies lisas, lisas con más ángulos que redondeces (este... sí, como servidora). Pero como ya se han empezado los preparativos de la gran pachanga -pues eso, años de anticipación o inmediata deuda contraída, que por la quinceañera todo- ha de solicitarse -y pagar- la misa, que hay que darle muchas gracias al altísimo; apartar -y pagar- el salón más la comida y bebida; contratar -y pagar- al fotógrafo que inmortalizaría toda la historia; escoger -y pagar- las invitaciones, rositas y con campanitas por ejemplo; seleccionar -éso sin pagar- los padrinos, más las damas y chambelanes que han de acompañar a la homenajeada; preparar -y pagar- los ensayos y el profe que habrá de poner el (los) baile (s) con que se deleitarán los invitados; contratar -y pagar- al grupo que en vivo animaría el jolgorio; ah, y elegir -y pagar, claro- el vestido y los accesorios ¡el mágico vestido de muñequita de pastel para el gran inicio de noche!
Mi sentido del ridículo accionó todas las alarmas: ni me veía vestida de algodón de azúcar en feria, mucho menos me imaginaba bailando un suave vals, seguido de la rola de moda (y seguramente repitiendo, ya ven cómo es la familia de la festejada); era en realidad un sentimiento encontrado, porque me hacía ilusión por mis amigas, pero luego sólo quería quedarme atrás y lejos, deseando que la comida que sirvieran entrara en mi escaso cuadro de alimentos comestibles, y que alguien me sacara a bailar algo que no fuera ni cumbia, ni salsa, ni música en español. Vanos sueños, vamos a ver. Nadie me quitaba el derecho a fantasear que vestida de largo yo parecía una versión mexicana de Renee Russo, aunque tuviera que ponerle relleno a... bueno, lo que necesitara relleno y se mantuviera en su sitio, claro, aunque la sola idea de aparecer con un peinado de esos esponjosos, esponjosos en realidad me ponía los pelos de punta, oh, sí.
A varias pachangas fui, primero de las amigas de mi hermanote, luego por algunas de las mías. Nunca pude, sin embargo, ir vestida estrenando ese modelito cuya parte superior en color crudo era de manga corta, con un cuello pequeñito y redondeado tipo camisa escolar -o de guardería, god- y alguno que otro aplique tipo encaje, con un gran cinturón oscuro y el cuerpo de tela a cuadros grandes, no escocesa, sino en tonos café. Si ya se acabaron las risitas, sigo.
Visto lo visto, empecé a perder las ganas con la misma rapidez con que descubrí que yo no quería una misa, me parecía falso y bastante hipócrita, y tampoco quería una fiesta donde no tocaran la música que me gusta y donde tuviera que entretener al personal haciendo como que sabía bailar un vals con un chico que seguramente, seguramente, tendría dos pies izquierdos. Nada de eso para mí. Además, mi entorno se volvió un aliado: mis hermanos andaban, respectivamente, haciéndola de comparsas para otras quinceañeras y pasando olímpicamente del tema, y mi papá tenía demasiadas cosas en la cabeza y una nula experiencia con pre-adolescentes del sexo femenino. En fin, que ni yo quería ni había nadie a mi alrededor que fomentara esa ilusión. Digamos que no se perdió nada, no tuve tiempo de sentir que me hacía falta... ante la oportunidad de ponerme ropa ajustada, bailar a The Animals, o Chicago o Billy Preston ¡de que no hubiera adultos en las rolas migajonas para las que ya se había instituido el siempre entrañable “Baile de cartón de cerveza”! Y como ya había entrado -con mis hermanos, claro- en la vorágine de las fiestas de secundaria cuyo objetivo principal era juntar dinero para la fiesta de graduación, mira, vi la mía: mis quince años fueron maravillosos, divertidísimos, en un reventón de miedo en casa de los Franco, allá en Lindavista, estrenando unos alucinantes ¡y altísimos! zapatos de tacón Canadá (¡Canadá, por las patas de mi cama!), bailando hasta que se acabó el permiso y dándome unos kikoretes -sí, bueno, y un poquitín, sólo poquitín más- con... ¡ah, casi se me escapa! Ese me pertenece, sorry, aunque sí diré que me regaló el disco “Bread Greatest Hits”, creo, y me lo dedicó como “de parte del héroe superplanetario”. Que cada quien saque sus conclusiones.
Así que si no hay novia fea, o eso dicen, definitivamente no hay quinceañera sin ilusión. Somos preciosas y perfectas, aunque el que nos gusta no nos haga ni caso y huyamos de los 'feos' como de las vacunas; aunque no nos den aquello por lo que suspiramos o nos emberrinchamos. No nos cambiaríamos por ninguna, y la emoción de llegar a ese día, y mejor aún, pasarlo y luego otro, y otro más... eso hace que valga la pena todo. Somos reinas por un día aún sin vestido, sin damas y chambelanes. Hemos traspasado una hermosa barrera que nos permite guardar a las barbies en el fondo del armario y luego sacarlas a escondidas; donde se conocen otros besos, otros dramas, nuevos secretos, donde el maquillaje adquiere una nueva dimensión y el resto de los bípedos se pasan a dividir entre los rucos y los chamaquitos. Las amigas serán más que especiales y poderosas, y los amigos, los amigos serán lo que una quiera que sean, qué chihuahuas.
¡Marianeta! ¡Te quiero mucho, muchachita! ¡Felices XV para ti! Ten un abrazo y un beso gigantes, cierra un momento los ojos y mírame bailando un rockandroll en tu honor. Óyeme aplaudiendo como una loca en tu día y cantándote las mañanitas con sabor a tu prima: japi-beibi-yu-yu, japi-beibi-yu-yu, japi-beibi-querida niña, japi-beibi-yu-yuuuuuuuu.
Aquí te llevo en mi corazón.
viernes, 16 de julio de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario