viernes, 23 de julio de 2010

Miau

¿Que si me gustan los animales? Sí ¡mucho! ¿Que cuáles? Pues todos.

Bueno, en realidad no todos. Más bien bastantes. O algunos... Igual diría que unos pocos. Deja pienso: los que me parecen alucinantes y preciosos (del National Geographic o el zoológico) y los demás, esos que me dan ataques de más bien pavor en vivo y a todo color, que pueden ser, por ejemplo y sin pensar, que tengan alas, sin importar tamaño, origen o especie: que la sola idea de que me aleteen cerca me pone a sudar frío... y ya ni hablemos de los bichos, que soy capaz de salir huyendo como si me quisieran vender el Atalaya. Sí, amigos y vecinos, he llegado al extremo de salirme con lo puesto y no volver en horas hasta que mi caballero andante se asegura que la despistada abeja que entró por la ventana o bien ha desaparecido o ha caído infartada tras mis gritos; que eso no quita que admire la belleza y utilidad del animalito.

Digo, si se trata de tener animal de compañía, en mi top ten, sí, ya, qué aburrido, se pelean el primer lugar los guaus y los miaus... Eh, que también me gustan los toros y las serpientes, pero ni en sueños de ácido tendría uno a menos de 40 metros. O caballos. O koalas. Y mira, gatos son los que siempre he tenido: finos, elegantes y aerodinámicos, mezcla exacta de fiereza y suavidad, curiosos y llenos de vida, cariñosos. Pero muy suyos.

Porque ellos te adoptan. Deciden que les gustas (o te soportan, a ver) y te permiten que compartas su espacio y su vida. Mi debut fue con una gata multicolor, salida de quién sabe dónde, que se tuvo que tragar un primer nombre, África, producto de la ensoñación de mi época “Lágrimas y Risas” -desvarío para otro día-, para pasar a llamarse algo que sonaba como a Cushita, igual porque así me pelaba un poco -o le sonaba menos ignominioso que el del continente. Vivía en casa, dormía a mi lado y comía 5 pesos de carne molida -que me daba mi apá- diariamente. Y lista ella, pasaba de mis hermanos, que no al contrario. Supe que había tenido mucha suerte pues mi gata no mordía ni arañaba y siempre se dejaba acariciar, amén de aceptar estoica todas las barbaridades que aquellos dos le hacían, experimentos tales que incluían agua, por nombrar algo: aquí y ahora consta en actas que sólo eran niños y actuaban como tales, pero ¿por qué la receptora de esos diabólicos juegos tenía que ser mi gata? Ella siempre aguantó vara, supongo que el menú tiraba mucho, aunque en el fondo de mi corazón sentía que lo hacía porque me quería.

Cuando salió con su Domingo Siete -mi apá dixit-, yo no me enteré sino hasta la mera hora. Se hizo mayor sin que me diera cuenta y una bonita noche de verano va y empieza a tener su descendencia ¿dónde iba a ser? En mi cama, claro. El susto inicial de escuchar esa especie de quejidos-maullidos a la vez que sentía algo húmedo en las pantorrillas, se saldó con un bicho pequeño y húmedo que saqué de debajo de las mantas con franco asco y... procedí a tirar por la ventana del baño. A la mañana siguiente, corrieron a la escuela a decirme que la gata estaba teniendo ¡montones! de gatitos y que, la cosa más rara, había uno bajo la ventana del baño ¡vivo! Al día de hoy, ese sentimiento dietético (es que me acuerdo y la tripa se me sume tanto que hasta parece que pierdo kilos) ¡mira que hasta el parto le interrumpí a la pobre, que me seguía desesperada mientras yo, con el brazo estirado lo más lejos de mi cuerpo, me deshacía de ese supuesto ratón que la muy ladina había traído a mi recámara! Pero hubo final feliz, sin embargo: fueron seis en total, incluyendo al expatriado a fuerzas, que luego fue el más consentido, con su gran cabeza y su cuerpo menudo; recibieron nombres de grandes ladrones de la historia (¿?) ¡y además se acomodó el padre, por los cuernos de una vaca! Que sólo venía, comía y se piraba, claro. Vivían en una caja, en el mini-patio de mi casa allá en la Unidad.
No me pude despedir de ellos -ooootro delirio más, e igual y ni sale nunca-, y supe después que todos habían pasado a mejor vida tras ser atacados a pedrada vil por los gañanes de la unidad, que les debió haber parecido divertidísimo y facilísimo dado que, excepto el padre, todos estaban acostumbrados a los humanos y no sentían ningún miedo. Muy triste, la verdad. Mejor paso a otra cosa.

A la Tita la trajo mi primogénita, directa y sin escalas desde las costas de Guerrero, cuando no tenía más de unas semanas de vida. Que estaba abandonada, dijo ella. Y sin avisar la instaló. Era una gata de apariencia normal, pero pasaba mucho tiempo sola y si la dueña le hacía caso -cuando se lo hacía- era lo mismo que cualquier aumento de sueldo: una miseria. Resultó rezongona y medio agresiva, y las huellas de sus “juegos” -salir de la nada corriendo, atacar las pantorrillas y huir, todo en un instante- nos tenían a las dos aparte de bastante hartas, bastante marcadas. Y encima escondida, porque estaban más que prohibidos los animales allá donde vivíamos. Luego decidimos operarla, ya saben, para evitar un Domingo Siete, y la llevamos a una clínica del Seguro, de humanos, sí, pero es que afuera estaban los veterinarios que 'por la voluntad' se encargaban del tema. Anti higiénico, lleno de polvo, sobre cartones para el post-operatorio, ni una medicina para paliar sus dolores, que tuvo, y muchos: yo tenía el corazón en un puño. La chica se convirtió entonces en el reclamo del nuevo barrio, con serenatas a las dos de la mañana y gatos por todos lados haciendo guardia. Que sepa, ella está bien, se quedó con un amigo cuando se vino la nueva mudanza, esta vez de continente.

Y aquí pasó el más reciente encuentro cercano del tercer tipo. Me acerqué a la Casa de Acogida de Animales Los Cantiles, barrio de Rivas Vaciamadrid, gracias por participar, y dos cosas pasaron: la primera, que estaba Telemadrid grabando un programa sobre el barrio y la adopción de animales y la segunda es que él estaba ahí, ya esperándome, entre más o menos otros 15 primos y parientes. Acepté que me grabaran porque no había nadie más -¡qué oso!- y luego entré a la gran jaula donde estaban echando relajo. Él se me acercó, me dejó cogerlo y luego se acomodó contra mi pecho -fácil ¿no? habida cuenta de las dimensiones...-; en mi eterna manía de bautizar todo lo que se me atraviese, le vi cara de Suso y así quedó. Eso fue hace poco más de un año.

Suso juega a traer su pelota o su peluche favorito una y otra vez, camina a mi lado o corretea a mi alrededor en la calle; acerca despacito hasta poner su cabeza contra la mía, un momento sólo; se acurruca en el hueco de mi brazo para dormir o inicia la mañana tirándome cosas a la cabeza cuando ya quiere que me levante; operado está, en una clínica donde lo trataron como rey y no sufrió lo más mínimo: que sí, que es un consuelo saber que no andará por ahí persiguiendo y preñando gatitas decentes, qué quieren que les diga: pero también es un alivio que el instinto de marcar su territorio también se haya quedado en el limbo. Claro, a veces recuerda que es gato, o se cree niño, y ya puedes llamarlo hasta el cansancio que vendrá cuando buenamente quiera; o le da igual que sólo hayas dormido 4 horas, que hay que empezar a jugar.

Ah, pero esas alegrías que te dan los hijos: la primera vez que se zampó un bicho volador -hasta se le perdonó que jugara con la comida; cuando trajo a su primer amigo -sin avisar- a casa; o la primera vez que usó su cajón de arena; ¡la primera noche que no volvió a dormir! -porque antes de eso, arrastrando además a mi insuperable charro, salimos a buscarlo a las dos de la mañana y lo trajimos de vuelta más que a rastras...

Sí, creo que de gatos va mi vida.

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