¿Niños? ¡Todos!
Aquí no se celebra el día del niño, igual es que no se les ha ocurrido todavía. Habida cuenta de la cantidad de cosas que festejan en estos lares es hasta comprensible que hayan llegado a la conclusión de que a los niños, para que no haya pierde, pues que se les festeje todo el año y qué carambas; los niños españoles tienen algo de decididos, implacables, malcriados, poco tolerantes, difíciles de complacer, crueles, imprudentes, osados, temerarios caprichosos, volubles, arbitrarios, superficiales... que se compagina, en bien distintos niveles, con singulares capacidades de bondad, decisión, justicia, tolerancia, comprensión, valor, pureza, verdad, sensibilidad, humanidad, timidez... y que se complementa con ansia de aventura, curiosidad, autonomía, modestia y fe ciega. Vamos, igual que los de allá.
Hubo un tiempo en este país de mantilla y botellón (traducción instantánea por cortesía de Academias Pato, ya saben: mantilla en la cabeza, tradición española de toda la vida; botellón en la calle, con los amigos y a morir, tradición española de los últimos últimos años), hubieron algunos barrios en donde con la pena las escuelas cerraban, única y exclusivamente por la falta de alumnos -que por lo visto problema de maestros no hay, ni ha habido-. Yo lo vi, allá en los noventas. España iba a la cola en reproducción de criaturas, y los que aprobábamos la materia lo hacíamos por los pelos, a saber, 1,4 niños por familia -que lo del punto cuatro jamás me ha quedado claro: mi hija nació con 20 dedos, dos ojos y todo lo demás en su sitio, de modo que no sé por dónde me aplica lo de la cuarta parte de otro.
Sigo, pues. La mayoría de mujeres en situación de convertirse en madres de siquiera uno era directamente proporcional a la posibilidad de, primero, encontrar casa dónde vivir y salirse de una puñetera vez de casa de los padres y, segundo, de que el trabajo mejorara en todos los aspectos. Así que, o se quedaban con uno o empezaban más bien tarde, que había que trabajar para pagar la hipoteca, y había que trabajar para no perder el trabajo. Pero luego vino un boom inmobiliario, con lo cual, manque fuera en casa del carajo, los jóvenes apechugaban y se iban a vivir a la periferia, y entonces empezaron a necesitar escuelas... y con ello montones de adolescentes niñeras más actividades extra escolares a punta pala, porque cómo le hacemos con los chamacos hasta que volvamos del 'curro' -chamba-.
Que muchos abuelos hacen el paro, ni duda cabe; pero sería interesante enterarse del dato más exacto, porque la sensación a primera vista (que me ha acompañado,por cierto, casi desde que aterricé aquí) es que este es un país de cabecitas blancas donde más bien ellos son los que andan ocupando.
Mi hija vivió aquí sus primeros años de vida. La llevábamos a una guardería privada cerca de casa, y a los 4 años salía directa y sin escalas al colegio público, donde pasó dos años de preescolar jugando y pasándoselo bien, preparándose supongo para la llegada estelar a primero de primaria en donde -como de hecho pasó en mi generación, fíjate tú- empezaría a aprender a leer y a escribir.
Con el resultado que ya todas vuestras mercedes saben, y si no les reporto ahora mismo: cuando retornamos a Mexicalpan de las tunas, mi niña no tenía ni el polvo de la orilla de la suela de los zapatos en cuanto a conocimientos que cualquier alumno de primero de primaria mexicano. Ni sumaba, ni restaba, ni multiplicaba o dividía; es más, tenía pocos meses que se había soltado a leer cosas simples, y escribía lo más elemental, alucinante. Y sin embargo, yo me sentí la afortunada de la historia: si tomamos en cuenta la cantidad de años que un alumno se pasará sentado en una silla frente a un profesor es inmensa, ¡inmensa! ¿por qué carambas hay que añadirle más? ¿para qué? ¿para que no se aburran? ¡para eso son los juegos! ¿para llenar su curiosidad y ansia de conocimiento? ¿rellenando cuadernos desde que pueden coger un lápiz? ¿eeeeh?
Da igual. Se adaptó y lo consiguió con buen éxito, pero ¿cuándo es que mis tiempos se convirtieron en 'otros tiempos'? Mi hija pasó de jugar en espacios cercados, con grandes extensiones de arena y coloridos juegos hechos de madera y sin casi riesgos, homologados por la UE, of course, a patios y/o jardines de casas en San Mateo; aprendió a jugar 'Stop', pero no a las escondidillas como nosotros, nada de 'un, dos, tres por mí y por todos mis compañeros', o al hoyo -con aquellas pelotas de goma ¡gloriosas!; ¿y el 'las traes'? Uno gritaba ¡mano! Y siempre salía un listo con el 'antipericutimano'... o cuando ya no podías correr más, se te salían los pulmones por las orejas y sólo podías decir entre jadeos 'pidos, pidos'... mi hija nada de eso... andábamos en patines metálicos, de ésos que se ajustaban con una llave especial, sin rodilleras, sin coderas, sin casco, igual que en la bici, por las patas de mi cama, ¡andábamos sin manos! Jugábamos, o hacíamos que jugábamos al fútbol, niños y niñas revueltos -ah, memorables partidos donde Griss se empeñaba en darle la bola al portero ¡y siempre metía autogol!-; ahora mismo, la verdad es que no tengo ni la más remota idea de a qué juegan los chamacos, eso si la videoconsola, la tele, ¡los estudios! les dejan tiempo.
Creo que jamás dejamos de ser niños, y cada vez que recordamos algún momento de esos, alguna ropa, sonido, un olor o un rostro, la fuerza del sentimiento es más que suficiente para hacernos revivir esos instantes como si hubieran pasado ayer mismo. Y nunca alcanzaremos a apreciar el valor que tiene todo eso que pudimos vivir. Siempre he creído que mientras tengamos la capacidad de asombrarnos por algo, es en realidad esa parte niña de cada uno la que se está expresando.
Surrealismo puro y duro. Nada más. Antes dábamos el salto antes de mirar adónde íbamos a caer, luego dejábamos de mirar -pero ya no nos caíamos, o no tanto-, y últimamente, bueno, nos volvemos a caer, pero básicamente porque andamos con la cabeza en babia, porque los reflejos ya no son lo que eran, o porque el miedo, si aparece, es que no nos den el tiempo suficiente de baja para poder -a lo mejor un rato- de verdad descansar de la vida loca que vivimos. No sé.
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