Nuestras cartas a Santa Claus –de los tres hermanos mayores, quiero decir- eran año con año copia de lo mismo: lo buenos que habíamos sido durante todo el año y la cantidad más o menos exacta de cosas que esperábamos en la mañana del día 25. Las dejábamos en alguna rama de nuestro árbol y a la mañana siguiente ahí estaban, todos, siempre.
Ah, nuestro árbol: las esferas eran de todos colores y sabores, las había transparentes con figuritas dentro, con forma de estrella y de muchos tamaños, que empezaron a ser repuestas por cajas iguales con el paso del tiempo. Hasta tuvimos un árbol plateado, cuando estaba de moda, por supuesto. Y si en el principio era mi amá la encargada de dirigir las operaciones, Nacimiento incluido, después lo intentábamos nosotros, primero con ilusión y gusto, luego con gusto, luego para poder poner todos los regalos que se iban acumulando y finalmente pasando del tema, que una de las últimas veces que pasamos a retirarlo de la sala ya estaban en pleno las lluvias de… abril.
Veíamos “La Flor de Nochebuena” en canal 5 todo el día, las mismas caricaturas y películas año tras año, casi sabiéndonos de memoria los diálogos pero nunca cansados. Y aunque debimos –creo que debimos- haber cenado en casa muchas veces, la verdad es que no me acuerdo: siempre nos íbamos donde mi abue Lupe. Después, cuando sólo íbamos cuatro a la hermana república de Tlalnepantla, porque la verdad había salido evidente producto no sólo de que habíamos crecido, sino de que el día se había hecho noche, salíamos cargados de regalos en grandes bolsas del súper y nos dirigíamos a la parada que primero nos llevaría a Vallejo y de ahí a esperar, a veces lo que parecían horas interminables, que algún camionero no tuviera con quién celebrar o quisiera sacarse una lana extra y pasara, y parara, que para entonces ya iba rebosante de personal… bajarnos en La Virgen, luego caminar esas eternas manzanas hasta donde cenaríamos ya no me acuerdo qué. Y tampoco recuerdo a qué hora volvíamos a casa. Recuerdo que teníamos un nacimiento, y que antes de salir yo ponía al niño en el pesebre hasta entonces vacío, pensando que eso no estaba bien, porque todavía no le tocaba nacer, pero que no había mucho que discutir al respecto, sólo que simplemente el día 25 no podía amanecer vacía esa humilde cunita.
El día 25 todo estaba cerrado. No sé si había cines, que daba igual porque nunca íbamos; no habían tiendas abiertas, ni casi restaurantes –idem, nosotros éramos de recalentado eterno-, y la mayoría de los juguetes venían sin pilas, por lo que poco se podía hacer con ellos, como no fuera salir y presumirlos y hacer los ruidos y movimientos con la boca. Mis hermanos tenían los hombres de acción, el robot de “Perdidos en el espacio” y coches de varios tamaños. Yo, la muñeca de moda, con un mini disco en la espalda que la hacía hablar… En las cartas de mi heredera, tantos años después, solía pedir los regalos envueltos, a nosotros jamás se nos hubiera ocurrido.
Las vacaciones eran largas, el clima no era tan frío, la vida era una aventura todos los días… ahora sólo esperábamos a los reyes. Más con lo mismo. Dejábamos un zapato con la carta adentro y nos dormíamos en la cama matrimonial, asumiendo como lo más natural que mis papás hubieran salido en plena noche “a dejar la carta”. Qué grandes… Años después, olvidé por completo darle esa instrucción a la hija de mis entrañas, pero siempre le aparecía la respuesta agradecida a la leche y las galletas que, diligentemente, nos medio bebíamos y medio comíamos, no sin antes ensuciar un poco alrededor.
Pues eso. Más de lo mismo.
martes, 27 de diciembre de 2011
domingo, 11 de diciembre de 2011
Aquí. Algo de la tele
El apagón analógico se llevó a cabo con éxito en España, y en lo que va del año tenemos, mayormente en alta definición, al abanico completo de la programación televisiva, canales autonómicos incluidos. Gracias a la TDT, los españoles tienen chorro mil canales en abierto, una opción impensable hace poco menos de 30 años y, sin embargo... sin embargo…
… pareciera que no hay para todos. Los programas de más audiencia van de contenidos alucinantes como presentar a juicio ante un juez de chocolate el cómo cobrar una deuda absurda, echar a una pareja inútil o conseguir el visón de la abuela; o esos otros (¡muchos!) donde mayormente se trata de airear las vergüenzas y mediocridades de los famosos, donde acuden primos lejanos, amigos de la infancia o supuestos amantes a soltar –tras recibir su correspondiente cheque, oh, sí- la intimidad que se vuelve exclusiva, de risa loca y de pena ajena, la verdad. Hace poco más de un mes, el programa nocturno estrella se anotó un seudo-gol entrevistando a la madre de un supuesto delincuente que no, no robaba bolsos en el metro o chuches en las tiendas, sino que está en el medio justo de uno de los juicios más mediáticos, porque se sabe quién mató a Marta, cuándo la mataron, cómo la mataron… pero no han podido encontrar su cuerpo, mientras los cabrones encarcelados ya va para dos años que no sueltan prenda, se contradicen, cambian la versión, juegan con los sentimientos de sus padres y del personal. Y va el programa este y presenta a la madre de uno de ellos, con lo que las redes sociales explotaron y en consecuencia se dio el caso de la espantada de anunciantes, algo jamás visto por estos lares. Se les debe haber caído hasta el último pelo, alucinante.
Aquí la cosa va de mucho marujismo, pero eso no la hace tan diferente de otros lugares, supongo. Las mañanas de la tele abierta le pertenecen a los programas de ‘variedades’, donde aparte de la prensa rosa, los temas policiacos y por demás morbosos tienen un sitio especial, y a veces parece que bastante privilegiado. La lucha entre las cadenas se vuelve entonces feroz, y las noticias se pueden trasladar tranquilamente de ahí a los noticieros, a los debates y finalmente a los programas nocturnos, tan en boga. Los periodistas, o lo que sean ellos o digan que son, se maquillan, se sientan y actúan con dignidad y pose profesional y, con papelito en el regazo, sueltan su trascendental pregunta sin ningún pudor: “¿Se acostó o no con fulanito?” “¿Es cierto que la tiene muy pequeña?” “¿Y estaba con los dos al mismo tiempo?”, and so on…
Meterse con programas de concurso es tema de otro largo desvarío. Los hay que duran dos semanas y otros se mantienen, ofreciendo importantes cantidades de dinerito porque si no, la gente pasa de ellos, la verdad. Y las series de producción propia, cien por ciento españolas, ésas tienen gran nivel de audiencia, que ahora son más cuidadas y menos absurdas. Pero aun así, pocas se salvan, todo hay que decirlo.
Eso, más la condenada manía de poner pocos bloques de comerciales, pero de hasta seis minutos de duración cada uno e interrumpiendo el programa cuando más o menos les da la gana… eso en la tele abierta, que por lo menos te deja ir al baño, cenar y hasta echar unas llamaditas o un rapidín, porque en la estatal ya no hay anuncios desde enero de este año y ¡nada! a bailar en el asiento mientras se acaba el programa o de plano no coger el teléfono. Extremos, sí, y con esos nadie está nunca contento…
Luego más.
… pareciera que no hay para todos. Los programas de más audiencia van de contenidos alucinantes como presentar a juicio ante un juez de chocolate el cómo cobrar una deuda absurda, echar a una pareja inútil o conseguir el visón de la abuela; o esos otros (¡muchos!) donde mayormente se trata de airear las vergüenzas y mediocridades de los famosos, donde acuden primos lejanos, amigos de la infancia o supuestos amantes a soltar –tras recibir su correspondiente cheque, oh, sí- la intimidad que se vuelve exclusiva, de risa loca y de pena ajena, la verdad. Hace poco más de un mes, el programa nocturno estrella se anotó un seudo-gol entrevistando a la madre de un supuesto delincuente que no, no robaba bolsos en el metro o chuches en las tiendas, sino que está en el medio justo de uno de los juicios más mediáticos, porque se sabe quién mató a Marta, cuándo la mataron, cómo la mataron… pero no han podido encontrar su cuerpo, mientras los cabrones encarcelados ya va para dos años que no sueltan prenda, se contradicen, cambian la versión, juegan con los sentimientos de sus padres y del personal. Y va el programa este y presenta a la madre de uno de ellos, con lo que las redes sociales explotaron y en consecuencia se dio el caso de la espantada de anunciantes, algo jamás visto por estos lares. Se les debe haber caído hasta el último pelo, alucinante.
Aquí la cosa va de mucho marujismo, pero eso no la hace tan diferente de otros lugares, supongo. Las mañanas de la tele abierta le pertenecen a los programas de ‘variedades’, donde aparte de la prensa rosa, los temas policiacos y por demás morbosos tienen un sitio especial, y a veces parece que bastante privilegiado. La lucha entre las cadenas se vuelve entonces feroz, y las noticias se pueden trasladar tranquilamente de ahí a los noticieros, a los debates y finalmente a los programas nocturnos, tan en boga. Los periodistas, o lo que sean ellos o digan que son, se maquillan, se sientan y actúan con dignidad y pose profesional y, con papelito en el regazo, sueltan su trascendental pregunta sin ningún pudor: “¿Se acostó o no con fulanito?” “¿Es cierto que la tiene muy pequeña?” “¿Y estaba con los dos al mismo tiempo?”, and so on…
Meterse con programas de concurso es tema de otro largo desvarío. Los hay que duran dos semanas y otros se mantienen, ofreciendo importantes cantidades de dinerito porque si no, la gente pasa de ellos, la verdad. Y las series de producción propia, cien por ciento españolas, ésas tienen gran nivel de audiencia, que ahora son más cuidadas y menos absurdas. Pero aun así, pocas se salvan, todo hay que decirlo.
Eso, más la condenada manía de poner pocos bloques de comerciales, pero de hasta seis minutos de duración cada uno e interrumpiendo el programa cuando más o menos les da la gana… eso en la tele abierta, que por lo menos te deja ir al baño, cenar y hasta echar unas llamaditas o un rapidín, porque en la estatal ya no hay anuncios desde enero de este año y ¡nada! a bailar en el asiento mientras se acaba el programa o de plano no coger el teléfono. Extremos, sí, y con esos nadie está nunca contento…
Luego más.
domingo, 20 de noviembre de 2011
Votar y botar
Este país hermoso está en crisis… igual que muchos más ahí afuera, si tampoco somos tan especiales. No hay empleo, no alcanza el dinero, hay mucha desesperación. La guerra entre operadores de telefonía y demás está tan tremenda, tan desproporcionada ya, que te regalan las perlas de la virgen, los ojos de la cara y lo que tengan a mano con tal de que te vayas con ellos. Así está el patio…
Y hoy tocaba votar para elegir al nuevo presidente de España. Cosa que en esta casa, por vez primera, se lleva a cabo por partida doble y no, no es que servidora haya jurado lealtad a su bandera y a su rey. La heredera se volvió adulta y tarde se le hacía para estrenarse. Aquí el tema de fondo, lo que parece que más le duele al personal que puede ejercer ese derecho, y que está cercano a nosotros, es que el ganador se erigirá como aquel a quien habían evitado todos los años anteriores. La derecha gobernará el país, dicen, y ya podemos echarnos a temblar ante los recortes, las congelaciones y suspensiones, ante la privatización masiva y la emergente y potente nueva fuerza que cogerá la iglesia, tan dada ella a la misericordia y a la igualdad. Empezará otra nueva era del terror, donde los ricos serán más ricos, y los muy ricos serán tan intocables como una vaca en la India; los pobres y los no tanto, en cambio, seguirán en la espiral ya tan conocida, con hipotecas que se van a los cincuenta años y donde los ancianos padres acogen a los hijos sin trabajo, sin dinero, sin ilusiones…
Pinta muy negra la cosa. Pinta triste, porque los jóvenes se movilizan, se indignan y se movilizan y aun así no alcanzan a ser fuerza suficiente para conseguir un cambio real y concreto, visto lo derrotista que pintan el panorama, con lo cual ahora supongo nos tocará rasgarnos las vestiduras y aguantar el chaparrón de la mejor manera posible… porque en el supuesto de que el nuevo gobierno no consiga enderezar el barco, siempre podrán echarle la culpa al anterior gobierno, algo muy hecho aquí, o a la misma Europa, que a pesar de los pesares nos sigue tratando como si fuéramos el penúltimo de la fila.
España no es un país triste, pero llora mucho. Y me quita las ganas de explayarme ¡sorpresa!
Y hoy tocaba votar para elegir al nuevo presidente de España. Cosa que en esta casa, por vez primera, se lleva a cabo por partida doble y no, no es que servidora haya jurado lealtad a su bandera y a su rey. La heredera se volvió adulta y tarde se le hacía para estrenarse. Aquí el tema de fondo, lo que parece que más le duele al personal que puede ejercer ese derecho, y que está cercano a nosotros, es que el ganador se erigirá como aquel a quien habían evitado todos los años anteriores. La derecha gobernará el país, dicen, y ya podemos echarnos a temblar ante los recortes, las congelaciones y suspensiones, ante la privatización masiva y la emergente y potente nueva fuerza que cogerá la iglesia, tan dada ella a la misericordia y a la igualdad. Empezará otra nueva era del terror, donde los ricos serán más ricos, y los muy ricos serán tan intocables como una vaca en la India; los pobres y los no tanto, en cambio, seguirán en la espiral ya tan conocida, con hipotecas que se van a los cincuenta años y donde los ancianos padres acogen a los hijos sin trabajo, sin dinero, sin ilusiones…
Pinta muy negra la cosa. Pinta triste, porque los jóvenes se movilizan, se indignan y se movilizan y aun así no alcanzan a ser fuerza suficiente para conseguir un cambio real y concreto, visto lo derrotista que pintan el panorama, con lo cual ahora supongo nos tocará rasgarnos las vestiduras y aguantar el chaparrón de la mejor manera posible… porque en el supuesto de que el nuevo gobierno no consiga enderezar el barco, siempre podrán echarle la culpa al anterior gobierno, algo muy hecho aquí, o a la misma Europa, que a pesar de los pesares nos sigue tratando como si fuéramos el penúltimo de la fila.
España no es un país triste, pero llora mucho. Y me quita las ganas de explayarme ¡sorpresa!
sábado, 12 de noviembre de 2011
Ringo. No Starr. Romo.
Pues nada, que mi papá dijo que perros no, que nunca jamás, que nones. Así que la última vez que le preguntamos, es que ya teníamos al animalito convenientemente escondido en una recámara. Volvió a decir que no, claro, pero ya nada pudo hacer.
Y por eso tuvimos a Ringo. ¿Que cómo le fueron a poner ese mentado nombre? Ni idea…
Favor de tomar en cuenta que éramos adolescentes, vivíamos como la mariguana (medio salvajes pero a la vez muy cuidados, a ver si me entienden) y la idea de un perro salió de a saber quién. Es igual. Era un cachorro revoltoso e inteligente, de un color miel suave y luminoso y una mirada profunda, bien especial. Nos adoptamos mutuamente.
Pero tener un perro es una cosa, y tener cultura para tener un perro es otra bien, pero bien diferente. Con trabajos nosotros tres cumplíamos con nuestras obligaciones en la casa, ya nuestras mentes volaban hacia la fotografía, la música y las mariposas en el estómago. No como en esta España sabrosa, donde está prohibido andar con el can suelto, traerlo sin bozal si es de raza peligrosa o de tamaño caguama, y la multa por no recoger sus cacas puede provocar un fuerte soponcio. Aquí el personal saca a pasear a su animalito dos veces al día, llueva o nieve. Aquí no hay callejeros. Y en todos lados encuentras dispensadores de bolsas de plástico para recoger sus 'cositas'. Vamos, que aquí sí es negocio ser veterinario y tener tu changarro.
Volviendo al Ringo, va y se desarrolla hermosote, pesadote... y guardado en casa. Que ni aprendió a cruzar una calle. Su alegría al vernos llegar era tan auténtica, tan gozosa, es que daban ganas de salirse y volver a entrar para volver a recibir el festejo magno de un animal que se sabía querido, pero que prácticamente no conocía otro tipo de amor. Ganándose, mira por dónde, al apá más que a nadie, ahí sentado a su lado pidiendo pan con la pata. ¿Y mi apá se lo daba? Oh, sí, tras mojarlo en su café con leche.
Hubo harta emoción al comprarle collar y correa... hasta que supo que tenía cancha para correr. No se puede decir que me arrastrara ese glorioso día de paseo, es que literalmente volé, cual caricatura del Correcaminos, y cuando aterricé y patiné cuan larga era, él ni por enterado, por lo que además barrí calle con estilo bastante poco digno. Con la pena y los moretones, ya no me atreví a sacarle más.
¡Si era más bueno que el pan bimbo con mantequilla y mermelada McCormick! Mi querida amiga que según mi hermanito no es tan feliz les tenía terror... cuántas veces me llamaba desde la cabina en la esquina, casi trepada en ella, rodeada por ejemplares medio callejeros, medio domésticos que nada más querían saludarla... qué risa nos daba después. Y no se podía acercar al Ringo, aunque él, pobrecito mío, no sabía de la reacción de terror que causaba y corría, ladraba, saltaba... El epílogo de esto es que ahora, ella es la feliz dueña de su propio ejemplar.
Nos dijeron que se moría, que los perros no se salvan del moquillo, pero le hacíamos beber tragos de árnica y se salvó.
Alguna vez le aulló a la luna.
Le gustaban muchos de nuestros discos.
Dieciséis años cumplió y no tuvo descendencia. Un día mi hermanito apareció con la Zenaida, Chema para los cuates, que no consiguió pasar más allá de ser su compañera de habitación, y que estuvo con él hasta el último día.
Murió virgen y mártir, amaneció muerto una mañana en que no se había dormido en la cama de nadie, algo inusual porque hacia el final, yo por lo menos, me le llevaba cargando a la mía. Y si alguien se lo esperaba, servidora no. Supongo que por eso no asistí a su entierro, bajo esa gran jacaranda afuera de la casa, allá en Tlaneyork.
Y por eso tuvimos a Ringo. ¿Que cómo le fueron a poner ese mentado nombre? Ni idea…
Favor de tomar en cuenta que éramos adolescentes, vivíamos como la mariguana (medio salvajes pero a la vez muy cuidados, a ver si me entienden) y la idea de un perro salió de a saber quién. Es igual. Era un cachorro revoltoso e inteligente, de un color miel suave y luminoso y una mirada profunda, bien especial. Nos adoptamos mutuamente.
Pero tener un perro es una cosa, y tener cultura para tener un perro es otra bien, pero bien diferente. Con trabajos nosotros tres cumplíamos con nuestras obligaciones en la casa, ya nuestras mentes volaban hacia la fotografía, la música y las mariposas en el estómago. No como en esta España sabrosa, donde está prohibido andar con el can suelto, traerlo sin bozal si es de raza peligrosa o de tamaño caguama, y la multa por no recoger sus cacas puede provocar un fuerte soponcio. Aquí el personal saca a pasear a su animalito dos veces al día, llueva o nieve. Aquí no hay callejeros. Y en todos lados encuentras dispensadores de bolsas de plástico para recoger sus 'cositas'. Vamos, que aquí sí es negocio ser veterinario y tener tu changarro.
Volviendo al Ringo, va y se desarrolla hermosote, pesadote... y guardado en casa. Que ni aprendió a cruzar una calle. Su alegría al vernos llegar era tan auténtica, tan gozosa, es que daban ganas de salirse y volver a entrar para volver a recibir el festejo magno de un animal que se sabía querido, pero que prácticamente no conocía otro tipo de amor. Ganándose, mira por dónde, al apá más que a nadie, ahí sentado a su lado pidiendo pan con la pata. ¿Y mi apá se lo daba? Oh, sí, tras mojarlo en su café con leche.
Hubo harta emoción al comprarle collar y correa... hasta que supo que tenía cancha para correr. No se puede decir que me arrastrara ese glorioso día de paseo, es que literalmente volé, cual caricatura del Correcaminos, y cuando aterricé y patiné cuan larga era, él ni por enterado, por lo que además barrí calle con estilo bastante poco digno. Con la pena y los moretones, ya no me atreví a sacarle más.
¡Si era más bueno que el pan bimbo con mantequilla y mermelada McCormick! Mi querida amiga que según mi hermanito no es tan feliz les tenía terror... cuántas veces me llamaba desde la cabina en la esquina, casi trepada en ella, rodeada por ejemplares medio callejeros, medio domésticos que nada más querían saludarla... qué risa nos daba después. Y no se podía acercar al Ringo, aunque él, pobrecito mío, no sabía de la reacción de terror que causaba y corría, ladraba, saltaba... El epílogo de esto es que ahora, ella es la feliz dueña de su propio ejemplar.
Nos dijeron que se moría, que los perros no se salvan del moquillo, pero le hacíamos beber tragos de árnica y se salvó.
Alguna vez le aulló a la luna.
Le gustaban muchos de nuestros discos.
Dieciséis años cumplió y no tuvo descendencia. Un día mi hermanito apareció con la Zenaida, Chema para los cuates, que no consiguió pasar más allá de ser su compañera de habitación, y que estuvo con él hasta el último día.
Murió virgen y mártir, amaneció muerto una mañana en que no se había dormido en la cama de nadie, algo inusual porque hacia el final, yo por lo menos, me le llevaba cargando a la mía. Y si alguien se lo esperaba, servidora no. Supongo que por eso no asistí a su entierro, bajo esa gran jacaranda afuera de la casa, allá en Tlaneyork.
domingo, 30 de octubre de 2011
Quince. Y quince al revés.
Cuando cumplí mis primeros quince todavía pensaba que te casabas para toda la vida, porque era francamente inconcebible estar con otra persona que no fuera EL ELEGIDO; ya hacía mucho que Santa y los Reyes pasaban de largo por mi casa, y en su lugar aparecían regalitos en vivo y en directo ¡muchos!; y todos los días que no hubiera examen en la escuela eran como vacaciones. Y es que todavía no encontraba a esa ‘banda gruetxa y eterna, amparados por la virgencita de Guadalupe”, con la que varios quinces después sigo compartiendo.
Antes de cumplirlos al revés, había entregado mi voto y mi confianza a bípedos que se encargaron de voltearme la tortilla, aunque yo seguía creyendo, con esa fe ciega que sólo se cura con la edad, que me podría comer al mundo siempre que quisiera, donde yo quisiera y cuando yo quisiera… que había vida más allá de Lindavista, ni duda cabe: que la empezara como una de las primeras usuarias del Metro hoy parece de risa –y a la Zona Rosa, que era el epicentro del mundo. Bailábamos a Gloria Gaynor; y daba caché fumar Marlboro blancos importados, comprados de uno en uno a las inditas en la calle Hamburgo. No habían famosos cercanos en el firmamento. Íbamos a conciertos, comprábamos discos importados y la única piratería era grabarlos en cassette rogando que a la cinta no le diera por salir como acordeón del aparato (aunque aprendí a repararlos que era una gloria). Memorex, comprábamos. Y también las grabábamos de la radio.
Tuve mi primer coche, pero nunca lo manejé. Luego tuve otro, y lo dejé cuando crucé el charco. Y me subí a un avión por vez primera algo tarde en mi vida (digo, comparada con mi heredera, que empezó a viajar en mi entonces no tan enorme panza) y acompañada, por supuesto y no podría ser de otra manera, de mi hermanito. ¡La de viajes que vinieron después! Por gusto, por trabajo, por gusto y trabajo, sin gusto y con trabajo…
Una vez festejé en una casa que era mi casa pero nunca lo fue, con el mío pero lejos de los míos; otra vez alquilé el antro de los Kerygma y con solemnidad autoricé a que Neón diera su primera tocada, abridores de Taxi; muchos fueron con las chicas Xipal, comidas gloriosas llenas de risas y tequila; cariños con sabor a Delfín y Espinacas; incluso una vez a Mateos le pareció divertido vaciarme un trago en la cabeza, cual bautizo surrealista; y siempre había pastel con mis hermanos carnales y mi apá, aunque sí recuerdo alguna vez en un Sanborns, yo estrenando ropa que jamás combinaba y queriendo siempre parecer mayor de lo que era.
Como ya va más de la mitad de mi vida, ¿qué más da lo que haya transcurrido desde el estreno mundial del video “Thriller” allá en la Doctores? o de mi primer cumpleaños con sabor alemán, ñam, ñam; Eros besó mis manos con gratitud (aunque antes había intentado sobarme las tetas, claro); mi vida había cogido carrera, ya parecía imparable… y sí, gracias entre otras cosas a la insulina que religiosamente me pincho, también puedo seguir festejando.
Hace poquito más de un año me deleitaba paseando por London, London dear. Y lo hice, dopada hasta las orejas para poder sobrellevar un gripón del carajo. Este año pensé que podía repetir en tierras lejanas, cuidándome muy mucho de aires frescos o estornudos oportunistas. Total, ni lo uno ni lo otro: pero sí fue una semana con muchos tonos. Pasada la medianoche del magno día, me trepaba por las paredes con un dolor de muelas que me taladraba como mil partos simultáneos sin epidural; mi marido huyó por piernas, ya me conoce, y sabía que sólo me movería de casa si me daban bien morfina o un tiro. Al final pasó, no del todo, pero me permitió pasar el día (traducción simultánea: ¡otra vez drogada hasta las cejas!), y luego me fui al teatro con Ana y Estela, otro nuevo mundo por descubrir.
El shopping, principalmente, ha sido para la heredera, que yo también así festejo. Ya luego me mercaré algo. Que esto no se acaba hasta que se acaba.
Antes de cumplirlos al revés, había entregado mi voto y mi confianza a bípedos que se encargaron de voltearme la tortilla, aunque yo seguía creyendo, con esa fe ciega que sólo se cura con la edad, que me podría comer al mundo siempre que quisiera, donde yo quisiera y cuando yo quisiera… que había vida más allá de Lindavista, ni duda cabe: que la empezara como una de las primeras usuarias del Metro hoy parece de risa –y a la Zona Rosa, que era el epicentro del mundo. Bailábamos a Gloria Gaynor; y daba caché fumar Marlboro blancos importados, comprados de uno en uno a las inditas en la calle Hamburgo. No habían famosos cercanos en el firmamento. Íbamos a conciertos, comprábamos discos importados y la única piratería era grabarlos en cassette rogando que a la cinta no le diera por salir como acordeón del aparato (aunque aprendí a repararlos que era una gloria). Memorex, comprábamos. Y también las grabábamos de la radio.
Tuve mi primer coche, pero nunca lo manejé. Luego tuve otro, y lo dejé cuando crucé el charco. Y me subí a un avión por vez primera algo tarde en mi vida (digo, comparada con mi heredera, que empezó a viajar en mi entonces no tan enorme panza) y acompañada, por supuesto y no podría ser de otra manera, de mi hermanito. ¡La de viajes que vinieron después! Por gusto, por trabajo, por gusto y trabajo, sin gusto y con trabajo…
Una vez festejé en una casa que era mi casa pero nunca lo fue, con el mío pero lejos de los míos; otra vez alquilé el antro de los Kerygma y con solemnidad autoricé a que Neón diera su primera tocada, abridores de Taxi; muchos fueron con las chicas Xipal, comidas gloriosas llenas de risas y tequila; cariños con sabor a Delfín y Espinacas; incluso una vez a Mateos le pareció divertido vaciarme un trago en la cabeza, cual bautizo surrealista; y siempre había pastel con mis hermanos carnales y mi apá, aunque sí recuerdo alguna vez en un Sanborns, yo estrenando ropa que jamás combinaba y queriendo siempre parecer mayor de lo que era.
Como ya va más de la mitad de mi vida, ¿qué más da lo que haya transcurrido desde el estreno mundial del video “Thriller” allá en la Doctores? o de mi primer cumpleaños con sabor alemán, ñam, ñam; Eros besó mis manos con gratitud (aunque antes había intentado sobarme las tetas, claro); mi vida había cogido carrera, ya parecía imparable… y sí, gracias entre otras cosas a la insulina que religiosamente me pincho, también puedo seguir festejando.
Hace poquito más de un año me deleitaba paseando por London, London dear. Y lo hice, dopada hasta las orejas para poder sobrellevar un gripón del carajo. Este año pensé que podía repetir en tierras lejanas, cuidándome muy mucho de aires frescos o estornudos oportunistas. Total, ni lo uno ni lo otro: pero sí fue una semana con muchos tonos. Pasada la medianoche del magno día, me trepaba por las paredes con un dolor de muelas que me taladraba como mil partos simultáneos sin epidural; mi marido huyó por piernas, ya me conoce, y sabía que sólo me movería de casa si me daban bien morfina o un tiro. Al final pasó, no del todo, pero me permitió pasar el día (traducción simultánea: ¡otra vez drogada hasta las cejas!), y luego me fui al teatro con Ana y Estela, otro nuevo mundo por descubrir.
El shopping, principalmente, ha sido para la heredera, que yo también así festejo. Ya luego me mercaré algo. Que esto no se acaba hasta que se acaba.
viernes, 21 de octubre de 2011
Hágame usted el favor. Caifanes
Pues que mentí. No descaradamente, a ver: conforme fueron pasando los eventos, más me quedaba claro que no me daba lo mismo ni por asomo. Uno no puede decir que eso está bien y es perfecto tal como está, nada más porque algunas expectativas se cumplen.
Caifanes, hablo de Caifanes, sus mercedes perdonarán. Es que arranco y cuando me doy cuenta los desvaríos salen sin nombre propio y para cuando me doy cuenta, hasta yo misma tengo cara de what? Eh, esto, ¿qué por qué mentía? Porque gracias al youtube, ¡gracias al youtube! las borracheras de videos en prácticamente todos los eventos me hacen sentir que estoy ahí al ladito, previa rebuscada entre imágenes lo suficientemente mareantes para no ver más que unos segundos, o huyendo en estampida de la emoción del productor del video, que canta con desgarro y a todo pulmón, oscureciendo con mucho la propia de chato de todos nosotros.
¿Alguien se acuerda de abril del 93, Palacio de los Deportes? ¿De la producción entonces? Tengan la bondad de darme un poquito de razón, sobre todo si han estado o si han visto los videos recién subidos. ¿De verdad está pasando? ¿De verdad están haciendo la madre de todas las giras, el reencuentro, the ultimate one?
Porque si es así, entonces estoy viendo otras imágenes, mira que yo me guío por las etiquetas, y si dice septiembre y octubre de 2011, entonces tienen que ser. Y lo que veo son escenarios pobres, en tamaño y espacio, con equipo que bien pudieron haber traído en el túnel del tiempo, miles de cables, decenas de humanos instalados ahí, a unos pocos metros de cada músico –y no, no hablo de los que grababan los conciertos- … ¿o me quieren hacer creer que ya con mega pantallas la cosa se pone más sofisticada y con nivel? Si yo no digo que tengan que incluir al ballet de Amalia Hernández o a Sting de telonero, pero vaya, creo que me esperaba algo mucho más logrado y mejor instalado.
Ya ni digo nada de los lugares, porque me parece que exceptuando el Palacio de los Rebotes los demás escenarios no se distinguen, precisamente, por ser multitudinarios… sin desmerecer absolutamente a nadie, a ver. Que vista la expectación que esto despertó, hombre, una se cree que como mínimo tocarían en estadios de primera división. Que el juego de luces te dejaría estupefacto por lo alucinante. Una se cree que verá un equivalente a otras maravillas, incluso de otro tipo de música, que van también en el reencuentro recorriendo el país y los de al lado levantando la locura.
A mí es a quien han transportado en el túnel del tiempo… back to the eighties, my friend. Omitiendo, eso sí, el pequeño-chiquitito-diminuto y enanito detalle de que los chicuelos ya peinan una que otra cana. Por lo demás, ver los videos que ha subido el personal me transportó directa y sin escalas hasta El News o el Hotel de México, por las patas de mi cama.
Y supongo que por lo mismo, muchísima gente se quedará sin verlos. Auch…
Yo sólo espero que esto mejore, que se convierta en un referente y que las que quedan, de verdad parezcan producidas en el siglo XXI, tantos años después de aquellas tocadas en escenarios tamaño sartén, apretujados, mal sonando y mal iluminados, pero haciendo historia…
Caifanes, hablo de Caifanes, sus mercedes perdonarán. Es que arranco y cuando me doy cuenta los desvaríos salen sin nombre propio y para cuando me doy cuenta, hasta yo misma tengo cara de what? Eh, esto, ¿qué por qué mentía? Porque gracias al youtube, ¡gracias al youtube! las borracheras de videos en prácticamente todos los eventos me hacen sentir que estoy ahí al ladito, previa rebuscada entre imágenes lo suficientemente mareantes para no ver más que unos segundos, o huyendo en estampida de la emoción del productor del video, que canta con desgarro y a todo pulmón, oscureciendo con mucho la propia de chato de todos nosotros.
¿Alguien se acuerda de abril del 93, Palacio de los Deportes? ¿De la producción entonces? Tengan la bondad de darme un poquito de razón, sobre todo si han estado o si han visto los videos recién subidos. ¿De verdad está pasando? ¿De verdad están haciendo la madre de todas las giras, el reencuentro, the ultimate one?
Porque si es así, entonces estoy viendo otras imágenes, mira que yo me guío por las etiquetas, y si dice septiembre y octubre de 2011, entonces tienen que ser. Y lo que veo son escenarios pobres, en tamaño y espacio, con equipo que bien pudieron haber traído en el túnel del tiempo, miles de cables, decenas de humanos instalados ahí, a unos pocos metros de cada músico –y no, no hablo de los que grababan los conciertos- … ¿o me quieren hacer creer que ya con mega pantallas la cosa se pone más sofisticada y con nivel? Si yo no digo que tengan que incluir al ballet de Amalia Hernández o a Sting de telonero, pero vaya, creo que me esperaba algo mucho más logrado y mejor instalado.
Ya ni digo nada de los lugares, porque me parece que exceptuando el Palacio de los Rebotes los demás escenarios no se distinguen, precisamente, por ser multitudinarios… sin desmerecer absolutamente a nadie, a ver. Que vista la expectación que esto despertó, hombre, una se cree que como mínimo tocarían en estadios de primera división. Que el juego de luces te dejaría estupefacto por lo alucinante. Una se cree que verá un equivalente a otras maravillas, incluso de otro tipo de música, que van también en el reencuentro recorriendo el país y los de al lado levantando la locura.
A mí es a quien han transportado en el túnel del tiempo… back to the eighties, my friend. Omitiendo, eso sí, el pequeño-chiquitito-diminuto y enanito detalle de que los chicuelos ya peinan una que otra cana. Por lo demás, ver los videos que ha subido el personal me transportó directa y sin escalas hasta El News o el Hotel de México, por las patas de mi cama.
Y supongo que por lo mismo, muchísima gente se quedará sin verlos. Auch…
Yo sólo espero que esto mejore, que se convierta en un referente y que las que quedan, de verdad parezcan producidas en el siglo XXI, tantos años después de aquellas tocadas en escenarios tamaño sartén, apretujados, mal sonando y mal iluminados, pero haciendo historia…
viernes, 14 de octubre de 2011
Miedosa.
Miedosa, miedosa, lo que se dice miedosa… sí que soy. A estas alturas de la película y del siglo, la verdad es que pocas cosas deberían enchinarme la piel, pero el hecho es que en lugar de decrecer es lo contrario, y caigo en la cuenta de que los acumulo con la misma facilidad que esas graciosas, antiestéticas, interesantes, profundas, maduras, horrorosas y bastante inevitables arruguitas.
Porque fíjate, yo nunca le he tenido miedo al futuro, por ejemplo. Me veía en mis menos de 50 kilos, en mi talla imposible y en mis enormes pies y sólo pensaba, dependiendo de la hora del día, en los hijos que tendría, los países que visitaría, los sueldazos que ganaría… y en no reprobar laboratorio y griego ¡que se me daban fatal! El futuro podía ser negro que yo lo vería azul oscuro, y no dejaría de dormir (en realidad, yo no podía parar de dormir) alucinando sobre lo que me depararía la vida.
Le tenía miedo al chamuco. Demasiada primaria de monjas, será. La de noches que dormí con el cuello tapado, no me fueran a elegir para servir de cruento banquete a Christopher Lee o a Germán Robles, a saber. Al día de hoy sigo y seguiré sin ver esa escena de “El Exorcista”, que a pesar de que se han cansado de decirme que no pasa nada, sencillamente yo tengo que voltear la vista. Será por eso que no sorprenda nada que admire muchísimo a Stephen King, muchísimo, pero haya por ahí un par de cuentos que no he sido capaz de volver a leer de noche, solita en mi cama -ni acompañada, de hecho.
Tampoco le tenía miedo a la vejez o a las enfermedades. Así las cosas, cuando esos sublimes momentos de hospital, inyecciones y personal de blanco que jamás se aprende el nombre con el que quieres que te llamen llegan, la puritita verdad es que les he recibido como si jamás me hubiera pasado por la mente que algo así me sucedería. Directamente, no me ha dado tiempo de tener miedo.
Nunca se me ocurrió que algo raro o malo pudiera pasar en mi embarazo y mi parto. Jamás dudé que tendría una hija, y que estaría completa y llena de altas dosis de normalidad, hormonas adolescentes incluidas. Pero, sin embargo, sí que le tenía miedo al dolor. Y como todos saben, esa mañana de agosto casi me vence el condenado, aunque conseguí arrebatarle buenos puntos mientras gritaba e insultaba en dos idiomas, y luego cuando abrazaba al bendito técnico que me puso la epidural. Ido el dolor, muerto el miedo. No me gusta el dolor, y mi umbral me juega muy malas pasadas de vez en cuando.
Y mira por dónde. Se me encoge el estómago –cosa por otro lado no tan mala-, adelantándome a ciertos acontecimientos que, no por inevitables dejarán de ser enormemente dolorosos. No estar ahí. No llegar a tiempo. No enterarme a tiempo, o no enterarme en absoluto. No haber podido hacer nada. Ellos saben de qué hablo, de quién hablo, de cuándo hablo.
Pero no, no da para tanto drama. De otra manera creo que ni siquiera dormiría, lo cual redunda en que siempre estarán ahí para recordarme mi humanidad mi miedo a las alturas –que de niña no tenía-, a los túneles de autolavado –y en el nombre de las partes pudendas de un tiranosaurio ¿por qué le tengo miedo a eso?-; a los bichos voladores que no saben guardar las distancias; a la velocidad si yo voy de copiloto; con esos vivo y convivo, confiando en que los otros, los que de verdad me van a partir en dos, sepa reconocerlos y superarlos.
Porque fíjate, yo nunca le he tenido miedo al futuro, por ejemplo. Me veía en mis menos de 50 kilos, en mi talla imposible y en mis enormes pies y sólo pensaba, dependiendo de la hora del día, en los hijos que tendría, los países que visitaría, los sueldazos que ganaría… y en no reprobar laboratorio y griego ¡que se me daban fatal! El futuro podía ser negro que yo lo vería azul oscuro, y no dejaría de dormir (en realidad, yo no podía parar de dormir) alucinando sobre lo que me depararía la vida.
Le tenía miedo al chamuco. Demasiada primaria de monjas, será. La de noches que dormí con el cuello tapado, no me fueran a elegir para servir de cruento banquete a Christopher Lee o a Germán Robles, a saber. Al día de hoy sigo y seguiré sin ver esa escena de “El Exorcista”, que a pesar de que se han cansado de decirme que no pasa nada, sencillamente yo tengo que voltear la vista. Será por eso que no sorprenda nada que admire muchísimo a Stephen King, muchísimo, pero haya por ahí un par de cuentos que no he sido capaz de volver a leer de noche, solita en mi cama -ni acompañada, de hecho.
Tampoco le tenía miedo a la vejez o a las enfermedades. Así las cosas, cuando esos sublimes momentos de hospital, inyecciones y personal de blanco que jamás se aprende el nombre con el que quieres que te llamen llegan, la puritita verdad es que les he recibido como si jamás me hubiera pasado por la mente que algo así me sucedería. Directamente, no me ha dado tiempo de tener miedo.
Nunca se me ocurrió que algo raro o malo pudiera pasar en mi embarazo y mi parto. Jamás dudé que tendría una hija, y que estaría completa y llena de altas dosis de normalidad, hormonas adolescentes incluidas. Pero, sin embargo, sí que le tenía miedo al dolor. Y como todos saben, esa mañana de agosto casi me vence el condenado, aunque conseguí arrebatarle buenos puntos mientras gritaba e insultaba en dos idiomas, y luego cuando abrazaba al bendito técnico que me puso la epidural. Ido el dolor, muerto el miedo. No me gusta el dolor, y mi umbral me juega muy malas pasadas de vez en cuando.
Y mira por dónde. Se me encoge el estómago –cosa por otro lado no tan mala-, adelantándome a ciertos acontecimientos que, no por inevitables dejarán de ser enormemente dolorosos. No estar ahí. No llegar a tiempo. No enterarme a tiempo, o no enterarme en absoluto. No haber podido hacer nada. Ellos saben de qué hablo, de quién hablo, de cuándo hablo.
Pero no, no da para tanto drama. De otra manera creo que ni siquiera dormiría, lo cual redunda en que siempre estarán ahí para recordarme mi humanidad mi miedo a las alturas –que de niña no tenía-, a los túneles de autolavado –y en el nombre de las partes pudendas de un tiranosaurio ¿por qué le tengo miedo a eso?-; a los bichos voladores que no saben guardar las distancias; a la velocidad si yo voy de copiloto; con esos vivo y convivo, confiando en que los otros, los que de verdad me van a partir en dos, sepa reconocerlos y superarlos.
lunes, 5 de septiembre de 2011
Va de pelis
Yo no sé por qué dicen que hacemos la necia cuando repetimos hasta el cansancio esa rola, o escenas de la peli que nos transporta o un libro especial ¿qué, no hacemos lo mismo con los recuerdos? O nos regodeamos sin cesar en placer exquisito, o nos damos sesión de masoquismo directa y sin escalas, a veces en solitario, a veces chupando la hemoglobina al personal, que entre otras cosas también por eso nos quiere.
Que levante la mano el que no se sepa de memoria algún diálogo proveniente del cine, que da igual si es Pretty Woman o Apocalipse Now. Pero ¿no es fascinante que después de cientos de veces, resulta que siempre, siempre hay algo que aparece nuevo ante nuestros ojos? Digamos que se acaba de expresar la excusa más manida de por qué miro y miro siempre las mismas... Que mi hija, representante oficial de Editorial Hormonas Tontas, ya va por el mismo camino ¡y que conste en actas que no me acuerdo de habérselo enseñado yo!
Un bonito día de primavera se apareció Jesús (alzaos, queridos, que aquí hablo de mi muy querido amigo) allá en la Montevideo, que se quería duchar porque en la suya no había agua y se iba al cine con ni me acuerdo quién, a ver una peli de la que servidora no sabía absolutamente nada. Resultó que era Tommy, y en cuanto mis hermanos se enteraron salimos pitando hacia el cine Roble, en plena Reforma Avenue... dejando a mi amigo todavía metido en el baño -la cara que debió haber puesto cuando le informamos que nosotros también íbamos, y que nos íbamos a la de ya... luego nos tuvimos (que no, no era suplicio, pero ¡tantas veces!) digo, nos teníamos que soplar el tema de Elton John, interpretado con ya se sabe cuánto arte… aunque los demás se tuvieron que soplar el álbum completo de Juan Salvador Gaviota, lero-lero, que también hizo su brillante aparición en esos días. Un poquito de por favor...
A mí siempre me pareció una historia triste y a la vez hermosa la trama de La Mosca, sus mercedes me perdonarán… y cuando los VideoCentros invadieron México, mi fidelidad se hizo patente con la cantidad de veces que alquilaba La Prometida, nada más porque me podía dar taco de ojo con Sting aunque no pudiera muy mucho aplaudir su nivel de actuación. Para entonces, mi vida se dividía -en gran pantalla, quiero decir- entre películas de Pedro Infante o un Jeff Bridges jovencísimo, por decir un par.
Tuve pesadillas con King Kong –que por cierto fui con mi apá y mi amiga Ileana, a veces Minerva. A mí me pareció bastante baboso Luke Skywalker, perov en cambio Han Solo iluminó montones de noches; descubrir la primera de El Padrino y caer irremediablemente… que sólo existe un Jazz Singer, mi rey de belén… Y sí, si mi autoestima hubiera estado en su lugar, seguro me hubiera vestido como Sandy-oh-Sandy, que teníamos clavadito el mismo huesudo estilo de cuerpo.
Así que cuando me pongo a hacer una lista mental del siglo XX, resulta que soy bastante predecible, ya veis: puedo ver sin parar la vida de Glen Miller, pero no me sé muchos más títulos de James Stewart, y me temo que sí me sé muchos más de Hanks, Travolta, Cage, Gibson, Ford, Pacino, Willis, Infante y Negrete… y que prefiero ver En la cama con Madonna que sus otras pelis. Hubo un tiempo en que me iba sola al cine, allá al Futurama que creo que se pasó a caer en el 85. Francamente, me parecía de lo más natural. Hoy día ni me lo contemplaría, a ver.
Sólo fui dos veces al autocinema, al que estaba en Santa Mónica… la primera a hacer como que veía una de… de… de… Cantinflas, cielos ¡es que iba con Aquél! Por cierto ¿sería por eso que los quitarían? Y la otra fue un desastre, una cita doble que organizó la inestable de la tienda de discos que había en la Montevideo (¿Nora?) y de la que salí escaldada, que los imbéciles galanes se pusieron al tú por tú con otros igual de energúmenos ¡y que nos echan gas! Primera y última vez, verdad buena. Encima, ni estaba tan galán…
Que levante la mano el que no se sepa de memoria algún diálogo proveniente del cine, que da igual si es Pretty Woman o Apocalipse Now. Pero ¿no es fascinante que después de cientos de veces, resulta que siempre, siempre hay algo que aparece nuevo ante nuestros ojos? Digamos que se acaba de expresar la excusa más manida de por qué miro y miro siempre las mismas... Que mi hija, representante oficial de Editorial Hormonas Tontas, ya va por el mismo camino ¡y que conste en actas que no me acuerdo de habérselo enseñado yo!
Un bonito día de primavera se apareció Jesús (alzaos, queridos, que aquí hablo de mi muy querido amigo) allá en la Montevideo, que se quería duchar porque en la suya no había agua y se iba al cine con ni me acuerdo quién, a ver una peli de la que servidora no sabía absolutamente nada. Resultó que era Tommy, y en cuanto mis hermanos se enteraron salimos pitando hacia el cine Roble, en plena Reforma Avenue... dejando a mi amigo todavía metido en el baño -la cara que debió haber puesto cuando le informamos que nosotros también íbamos, y que nos íbamos a la de ya... luego nos tuvimos (que no, no era suplicio, pero ¡tantas veces!) digo, nos teníamos que soplar el tema de Elton John, interpretado con ya se sabe cuánto arte… aunque los demás se tuvieron que soplar el álbum completo de Juan Salvador Gaviota, lero-lero, que también hizo su brillante aparición en esos días. Un poquito de por favor...
A mí siempre me pareció una historia triste y a la vez hermosa la trama de La Mosca, sus mercedes me perdonarán… y cuando los VideoCentros invadieron México, mi fidelidad se hizo patente con la cantidad de veces que alquilaba La Prometida, nada más porque me podía dar taco de ojo con Sting aunque no pudiera muy mucho aplaudir su nivel de actuación. Para entonces, mi vida se dividía -en gran pantalla, quiero decir- entre películas de Pedro Infante o un Jeff Bridges jovencísimo, por decir un par.
Tuve pesadillas con King Kong –que por cierto fui con mi apá y mi amiga Ileana, a veces Minerva. A mí me pareció bastante baboso Luke Skywalker, perov en cambio Han Solo iluminó montones de noches; descubrir la primera de El Padrino y caer irremediablemente… que sólo existe un Jazz Singer, mi rey de belén… Y sí, si mi autoestima hubiera estado en su lugar, seguro me hubiera vestido como Sandy-oh-Sandy, que teníamos clavadito el mismo huesudo estilo de cuerpo.
Así que cuando me pongo a hacer una lista mental del siglo XX, resulta que soy bastante predecible, ya veis: puedo ver sin parar la vida de Glen Miller, pero no me sé muchos más títulos de James Stewart, y me temo que sí me sé muchos más de Hanks, Travolta, Cage, Gibson, Ford, Pacino, Willis, Infante y Negrete… y que prefiero ver En la cama con Madonna que sus otras pelis. Hubo un tiempo en que me iba sola al cine, allá al Futurama que creo que se pasó a caer en el 85. Francamente, me parecía de lo más natural. Hoy día ni me lo contemplaría, a ver.
Sólo fui dos veces al autocinema, al que estaba en Santa Mónica… la primera a hacer como que veía una de… de… de… Cantinflas, cielos ¡es que iba con Aquél! Por cierto ¿sería por eso que los quitarían? Y la otra fue un desastre, una cita doble que organizó la inestable de la tienda de discos que había en la Montevideo (¿Nora?) y de la que salí escaldada, que los imbéciles galanes se pusieron al tú por tú con otros igual de energúmenos ¡y que nos echan gas! Primera y última vez, verdad buena. Encima, ni estaba tan galán…
domingo, 28 de agosto de 2011
Política cero. O cero política.
Terminar la secundaria, hacer un examen de acceso y obtener la primera elección fue un proceso tan rápido que sinceramente me sorprendió: cuando me di cuenta, ya estaba haciendo el bachillerato. Yo era bastante babas, ingenua para muchas cosas, despistada para otras, absolutamente ignorante de muchas más, y encima le tenía miedo a lo desconocido. Creo que lo único que me levantaba la moral era el hecho de, según yo, ser tan pero tan mayor.
El primer día de clases, tuvimos que salir corriendo del aula hacia los campos, porque se había organizado una revuelta que nadie nos esperábamos, en especial los novatos. Fue la primera vez que vi cadenas, porras, y personas con más tipo de profesores –por la edad- que en realidad eran el colectivo fósil, perseguir a no sé quiénes por no sé qué razones. Me alcanzó un roce en la espinilla, algo exclusivamente para presumir al personal mi presencia en tan deleznable acto, y en privado un terror a que me quedara cicatriz, que no, no quedó. Cuando los terribles eventos de Tlatelolco (y de Francia, y de prácticamente los jóvenes de esa generación) yo estaba en aquella primaria de monjas, ajena por completo a las reivindicaciones y exigencias, a las solicitudes y demandas, a las peticiones y rogatorias.
A mediados de los setenta yo vivía en una linda burbuja donde algunas de mis máximas preocupaciones eran tener los pantalones pata de elefante más ajustados o que mis hermanos dejaran de fregarme; escuchar la hora de los Osmond o ver a Raúl Ramírez jugar al tenis; ah, sí, y ligarme al rubio ese que tanto se hacía del rogar. Quería estudiar Relaciones Internacionales y trabajar en una embajada grande y ostentosa en algún lugar lejano –y lejano podía ser Belice, para el caso; yo no había salido de mi ciudad más que una o dos veces-. No me había involucrado jamás en tema político alguno, por la sencilla razón, y eso decía yo entonces, que no entendía su lenguaje rebuscado y su entonación de cántico gregoriano aguado para dirigirse a nosotros, la plebe. En el tres veces h. Colegio de Ciencias Humanidades existían movimientos políticos activos, la revista… ¿El hijo? ¿El nieto? del Ahuizote, pancartas, manifestaciones, plantones, mítines y e-t-c. e-t-c. A veces pensaba en cómo me gustaría participar en alguna de ellas, escribir y expresar mis emociones; y reculaba más rápido que inmediatamente cuando me daba cuenta de que no podía sostener una conversación más o menos coherente con algún participante: sencillamente, me enteraba de las primeras palabras y luego todo se volvía un galimatías con terminaciones ismo, al, ción y nada que ligara algo que yo entendiera al principio de ellas. Supongo que es así como muchos se pasan a la prensa del corazón, por puro aburrimiento o desesperación.
Reconozco que me obnubilé con José López Portillo, que me “pudo” el tener sólo dieciséis años cuando salió elegido pues no contó con mi voto: como muchos, caí rendida ante su elocuencia y supuesta verdad, y pensé que ahora sí, ahora sí, entendería más, si alguien tan interesado en la opinión de los jóvenes se ponía a nuestra altura (la de los que no manejábamos la jerga específica). Mi hermoso país, además, empezaba a ser rico, muy rico ¡si había petróleo hasta en el Chamizal, por las patas de mi cama! Mientras los trámites de compra-venta entre el diablo y muchas almas se llevaban a cabo allá, muy-muy lejos, en las Europas.
Poco hice, excepto entender el cabal significado de nepotismo, abuso de poder y enriquecimiento más allá de cualquier expectativa; como muchos, me sentí violenta y violentada al mirar cómo todo lo que se suponía serían las bases de un país fuerte y ejemplar se desvanecían mientras se cargaban todo lo bueno, interesante y digno de alabar. Sentí mucha vergüenza. Y pensé que si yo pensaba así, muchos más también, y que el cambio se sucedería ¿o acaso no era yo una adulta con derecho a voto para el sucesor de JLP? ¿Y cuántas veces puede votar el fulano más poderoso de un país? ¡Las mismas que yo! La veta naive en todo su esplendor, lo sé…
Y nada cambió. Nada. Seguimos aguantando lo malo por conocido sin darle oportunidad a lo bueno por conocer, y para cuando llegó la hora de la verdad, quedaba tanto por hacer, estaba todo tan patas arriba, que parecía obvio que no sólo no se notaría de inmediato sino que tomaría más tiempo del necesario. Aunque claro, si hubiéramos sabido que le dábamos el poder a un charro sin espuelas, a un mandilón sin carácter dentro y fuera de su casa –que se supone también es mi casa-, entonces quizá la historia hubiera sido distinta. Vaya tercer condicional.
Lamento mucho que la oposición se dedique, como si fuera deporte nacional y en exclusiva a tiempo completo, a exprimir los fallos de los demás sin aportar apoyo o ideas, sino más bien metiendo zancadillas a diestro y siniestro; lamento que se sigan sintiendo los salvadores por la gracia de un dios terrenal, y que nada de lo que diga o haga la humanidad que no les apoya tenga verdadera validez; lamento que se rasguen las vestiduras y se ofrezcan, mártires y sacrificados, a salvar a un país que debería ser marca registrada de voluntad, superación y esfuerzo en conjunto. Lamento que no seamos capaces de ponernos de acuerdo en algo específico y que nos tiremos piedras a los ventanales, sin darnos cuenta de que vivimos en la misma casa y que entre todos vamos a tener que pagar los cristales rotos y la instalación.
Me declaro incapaz de sufragar un voto nulo; nunca votaré a Cantinflas como dicen que muchos hacían, y aunque me ha tentado escribir el nombre de mi apá, no lo haré y prefiero mil veces que se vaya en blanco, a saber si en el momento mi acción expresa indignación o directo desprecio. Hay tanto todavía qué hacer…
El primer día de clases, tuvimos que salir corriendo del aula hacia los campos, porque se había organizado una revuelta que nadie nos esperábamos, en especial los novatos. Fue la primera vez que vi cadenas, porras, y personas con más tipo de profesores –por la edad- que en realidad eran el colectivo fósil, perseguir a no sé quiénes por no sé qué razones. Me alcanzó un roce en la espinilla, algo exclusivamente para presumir al personal mi presencia en tan deleznable acto, y en privado un terror a que me quedara cicatriz, que no, no quedó. Cuando los terribles eventos de Tlatelolco (y de Francia, y de prácticamente los jóvenes de esa generación) yo estaba en aquella primaria de monjas, ajena por completo a las reivindicaciones y exigencias, a las solicitudes y demandas, a las peticiones y rogatorias.
A mediados de los setenta yo vivía en una linda burbuja donde algunas de mis máximas preocupaciones eran tener los pantalones pata de elefante más ajustados o que mis hermanos dejaran de fregarme; escuchar la hora de los Osmond o ver a Raúl Ramírez jugar al tenis; ah, sí, y ligarme al rubio ese que tanto se hacía del rogar. Quería estudiar Relaciones Internacionales y trabajar en una embajada grande y ostentosa en algún lugar lejano –y lejano podía ser Belice, para el caso; yo no había salido de mi ciudad más que una o dos veces-. No me había involucrado jamás en tema político alguno, por la sencilla razón, y eso decía yo entonces, que no entendía su lenguaje rebuscado y su entonación de cántico gregoriano aguado para dirigirse a nosotros, la plebe. En el tres veces h. Colegio de Ciencias Humanidades existían movimientos políticos activos, la revista… ¿El hijo? ¿El nieto? del Ahuizote, pancartas, manifestaciones, plantones, mítines y e-t-c. e-t-c. A veces pensaba en cómo me gustaría participar en alguna de ellas, escribir y expresar mis emociones; y reculaba más rápido que inmediatamente cuando me daba cuenta de que no podía sostener una conversación más o menos coherente con algún participante: sencillamente, me enteraba de las primeras palabras y luego todo se volvía un galimatías con terminaciones ismo, al, ción y nada que ligara algo que yo entendiera al principio de ellas. Supongo que es así como muchos se pasan a la prensa del corazón, por puro aburrimiento o desesperación.
Reconozco que me obnubilé con José López Portillo, que me “pudo” el tener sólo dieciséis años cuando salió elegido pues no contó con mi voto: como muchos, caí rendida ante su elocuencia y supuesta verdad, y pensé que ahora sí, ahora sí, entendería más, si alguien tan interesado en la opinión de los jóvenes se ponía a nuestra altura (la de los que no manejábamos la jerga específica). Mi hermoso país, además, empezaba a ser rico, muy rico ¡si había petróleo hasta en el Chamizal, por las patas de mi cama! Mientras los trámites de compra-venta entre el diablo y muchas almas se llevaban a cabo allá, muy-muy lejos, en las Europas.
Poco hice, excepto entender el cabal significado de nepotismo, abuso de poder y enriquecimiento más allá de cualquier expectativa; como muchos, me sentí violenta y violentada al mirar cómo todo lo que se suponía serían las bases de un país fuerte y ejemplar se desvanecían mientras se cargaban todo lo bueno, interesante y digno de alabar. Sentí mucha vergüenza. Y pensé que si yo pensaba así, muchos más también, y que el cambio se sucedería ¿o acaso no era yo una adulta con derecho a voto para el sucesor de JLP? ¿Y cuántas veces puede votar el fulano más poderoso de un país? ¡Las mismas que yo! La veta naive en todo su esplendor, lo sé…
Y nada cambió. Nada. Seguimos aguantando lo malo por conocido sin darle oportunidad a lo bueno por conocer, y para cuando llegó la hora de la verdad, quedaba tanto por hacer, estaba todo tan patas arriba, que parecía obvio que no sólo no se notaría de inmediato sino que tomaría más tiempo del necesario. Aunque claro, si hubiéramos sabido que le dábamos el poder a un charro sin espuelas, a un mandilón sin carácter dentro y fuera de su casa –que se supone también es mi casa-, entonces quizá la historia hubiera sido distinta. Vaya tercer condicional.
Lamento mucho que la oposición se dedique, como si fuera deporte nacional y en exclusiva a tiempo completo, a exprimir los fallos de los demás sin aportar apoyo o ideas, sino más bien metiendo zancadillas a diestro y siniestro; lamento que se sigan sintiendo los salvadores por la gracia de un dios terrenal, y que nada de lo que diga o haga la humanidad que no les apoya tenga verdadera validez; lamento que se rasguen las vestiduras y se ofrezcan, mártires y sacrificados, a salvar a un país que debería ser marca registrada de voluntad, superación y esfuerzo en conjunto. Lamento que no seamos capaces de ponernos de acuerdo en algo específico y que nos tiremos piedras a los ventanales, sin darnos cuenta de que vivimos en la misma casa y que entre todos vamos a tener que pagar los cristales rotos y la instalación.
Me declaro incapaz de sufragar un voto nulo; nunca votaré a Cantinflas como dicen que muchos hacían, y aunque me ha tentado escribir el nombre de mi apá, no lo haré y prefiero mil veces que se vaya en blanco, a saber si en el momento mi acción expresa indignación o directo desprecio. Hay tanto todavía qué hacer…
lunes, 8 de agosto de 2011
Acapulco y la amistad
Resulta que mi querida banda y servidora estábamos un día en la escuela, diligentes y responsables como siempre, cuando ni me acuerdo por qué terminamos hablando con Fago, diminutivo de Élfega –la madre que parió a sus padres, de verdad; pues va la chica y nos presume su casa con alberca en Acapulco, y vamos nosotros y con total descaro nos autoinvitamos, y va ella y nos dice que cuando queramos, y vamos nosotros y montamos un viaje. La cara de what que se le quedó a la chica debió habernos advertido algo, pero nosotros ni caso.
Así que se pasaron a pedir los correspondientes permisos en casa: que nos vamos de viaje de estudios a ¡Oaxaca!; que sólo necesitábamos 600 de aquellos no tan devaluados pesos; que nada más eran tres días, incluyendo las hoooras que nos iba a tomar llegar al destino; que no gastaríamos nada extra o especial; que íbamos con otros adultos más responsables que nosotros, en plan grupo grande. ¿Se la creyeron nuestros honorables padres? ¿Se hicieron los locos? Eso nunca se sabrá. Yo sólo sé que a Mela la dejaron venir porque iba yo, y a mí me dejaron ir… siempre y cuando me acompañara uno de mis hermanos. El ganador, por unanimidad, fue mi hermanito. Y allá te vamos.
Las aventuras de 5 medio adolescentes escapándose a la playa, despreocupados de cualquier cosa y dispuestos a comerse al mundo, debe ser no sólo historia vieja y recurrente, sino también las ganas de tentar a la suerte por purititas ansias toreras de haber hecho algo como una escapada “con permiso”. Cuando llegamos a la casa de Fago –mira que hasta siento medio mentar ese diminutivo de su nombre, me hace pensar en cosas no precisamente coloridas- la casa existía, la alberca existía, y el joven matrimonio que las cuidaban también. Nos sentíamos más que adultos, aceptábamos los refrescos y las papas que nos daban uno tras otras, nos metíamos sin ninguna timidez a hacer como que nadábamos –ya se sabe, yo, puro cuento; Mela, puro miedo, los demás no me acuerdo-, y tarde se nos hacía para salir a conquistar la ciudad.
¿Cómo conseguimos alquilar uno de esos típicos vehículos que circulaban, tipo Jeep? Ni idea, pero la aventura continuaría cuando de pronto, de la nada (o del todo, vaya a saber), el auto casi nos explota por tremenda fuga de ¿gasolina mezclada con chispas? Whatever… nosotros sólo explotábamos a carcajadas.
Y servidora, además, afónica total producto de mis poquísimos encuentros cercanos con un aire acondicionado a lo largo de mi joven vida. Ellos cantaban, gritaban, yo les acompañaba con el corazón y la boca abierta.
Una noche Mela y yo nos pusimos flores en el pelo, y nuestras mejores galas… ¿por qué el personal que pasaba por ahí nos gritaba no sólo “¡mamacitas!” sino “¿cuánto?” No nos enterábamos y luego nos valió sorbete ¡nos sentíamos igualitas a los Ángeles de Charlie! Sin embargo, eso no valía a la hora de entrar al Centro de Convenciones tuvimos que brincarnos la barda y aun así nos cacharon los de seguridad, echándonos a la vil calle sin contemplaciones y con el rabo entre las patas. Pero no a todos, no, así que tuvimos que quedarnos afuera hasta que casi amaneció, mientras Mela intentaba manejar un coche por primera vez en su vida y ambas tratábamos de ligarnos al mismo chato, que por cierto pasó olímpicamente de nosotras. Pero sí fuimos a una discoteca, y bailamos todo lo que Saturday Night Fever estaba dando.
Ni me acuerdo qué comimos esos días; afortunadamente quedan para el recuerdo unas fotos en ese inverosímil tamaño cuadrado de las 110 donde posamos frente al mar, sumiendo la pancita y sacando pecho mientras las olas golpean una gran piedra que sobresalía a la orilla, creando esa cortina tan única como fondo extra.
A todo esto, Fago había también aparecido con su hermano, un chicarrón que no podía disimular que se echaría al plato sin contemplaciones a cualquiera de los varones del grupo, pero creo que no le gustó que lo ningunéaramos y fue de chismoso con sus padres. Sí, efectivamente, los únicos que no pidieron permiso para llevar gente fueron ellos y cuando el odioso mocoso se rajó, Fago puso tierra de por medio, y sinceramente no recuerdo si la volvimos a ver ahí o siquiera en la escuela. Cuando esa noche sonó el teléfono y servidora, en un arranque de serie de tele de los setentas va y contesta, lo único que pude contestar a la pregunta de quién hablaba fue “una chica” y salir por piernas a buscar a los cuidadores. Resultado: que nos largábamos ipso facto de ahí.
Ah, pero no sin antes pagar hasta la última coca cola que nos habíamos bebido ¿o qué, éramos tan babosos que pensábamos que eso era cortesía de la casa? Nos dejaron más que desplumados, la verdad. Pero ya casi se había acabado la odisea.
Volvimos quemados, y recalco esto porque parecíamos casi un coctel de camarones de Boca del Río; cansados hasta la extenuación, casi, que no acumulamos ni 10 horas de sueño en todos esos días; emocionados como nunca antes, porque volvíamos sanos, salvos y con un supuesto bagaje de experiencia que no se comparaba con el de nadie que conociéramos.
¿Y cuál es la moraleja? Dicho en tres palabras: ‘ora te aguantas. Treinta años después de esa excursión, mi aún adolescente hija me tiene con el alma en vilo: ¿será verdad, será mentira, será el color del cristal con que se mira?
Así que se pasaron a pedir los correspondientes permisos en casa: que nos vamos de viaje de estudios a ¡Oaxaca!; que sólo necesitábamos 600 de aquellos no tan devaluados pesos; que nada más eran tres días, incluyendo las hoooras que nos iba a tomar llegar al destino; que no gastaríamos nada extra o especial; que íbamos con otros adultos más responsables que nosotros, en plan grupo grande. ¿Se la creyeron nuestros honorables padres? ¿Se hicieron los locos? Eso nunca se sabrá. Yo sólo sé que a Mela la dejaron venir porque iba yo, y a mí me dejaron ir… siempre y cuando me acompañara uno de mis hermanos. El ganador, por unanimidad, fue mi hermanito. Y allá te vamos.
Las aventuras de 5 medio adolescentes escapándose a la playa, despreocupados de cualquier cosa y dispuestos a comerse al mundo, debe ser no sólo historia vieja y recurrente, sino también las ganas de tentar a la suerte por purititas ansias toreras de haber hecho algo como una escapada “con permiso”. Cuando llegamos a la casa de Fago –mira que hasta siento medio mentar ese diminutivo de su nombre, me hace pensar en cosas no precisamente coloridas- la casa existía, la alberca existía, y el joven matrimonio que las cuidaban también. Nos sentíamos más que adultos, aceptábamos los refrescos y las papas que nos daban uno tras otras, nos metíamos sin ninguna timidez a hacer como que nadábamos –ya se sabe, yo, puro cuento; Mela, puro miedo, los demás no me acuerdo-, y tarde se nos hacía para salir a conquistar la ciudad.
¿Cómo conseguimos alquilar uno de esos típicos vehículos que circulaban, tipo Jeep? Ni idea, pero la aventura continuaría cuando de pronto, de la nada (o del todo, vaya a saber), el auto casi nos explota por tremenda fuga de ¿gasolina mezclada con chispas? Whatever… nosotros sólo explotábamos a carcajadas.
Y servidora, además, afónica total producto de mis poquísimos encuentros cercanos con un aire acondicionado a lo largo de mi joven vida. Ellos cantaban, gritaban, yo les acompañaba con el corazón y la boca abierta.
Una noche Mela y yo nos pusimos flores en el pelo, y nuestras mejores galas… ¿por qué el personal que pasaba por ahí nos gritaba no sólo “¡mamacitas!” sino “¿cuánto?” No nos enterábamos y luego nos valió sorbete ¡nos sentíamos igualitas a los Ángeles de Charlie! Sin embargo, eso no valía a la hora de entrar al Centro de Convenciones tuvimos que brincarnos la barda y aun así nos cacharon los de seguridad, echándonos a la vil calle sin contemplaciones y con el rabo entre las patas. Pero no a todos, no, así que tuvimos que quedarnos afuera hasta que casi amaneció, mientras Mela intentaba manejar un coche por primera vez en su vida y ambas tratábamos de ligarnos al mismo chato, que por cierto pasó olímpicamente de nosotras. Pero sí fuimos a una discoteca, y bailamos todo lo que Saturday Night Fever estaba dando.
Ni me acuerdo qué comimos esos días; afortunadamente quedan para el recuerdo unas fotos en ese inverosímil tamaño cuadrado de las 110 donde posamos frente al mar, sumiendo la pancita y sacando pecho mientras las olas golpean una gran piedra que sobresalía a la orilla, creando esa cortina tan única como fondo extra.
A todo esto, Fago había también aparecido con su hermano, un chicarrón que no podía disimular que se echaría al plato sin contemplaciones a cualquiera de los varones del grupo, pero creo que no le gustó que lo ningunéaramos y fue de chismoso con sus padres. Sí, efectivamente, los únicos que no pidieron permiso para llevar gente fueron ellos y cuando el odioso mocoso se rajó, Fago puso tierra de por medio, y sinceramente no recuerdo si la volvimos a ver ahí o siquiera en la escuela. Cuando esa noche sonó el teléfono y servidora, en un arranque de serie de tele de los setentas va y contesta, lo único que pude contestar a la pregunta de quién hablaba fue “una chica” y salir por piernas a buscar a los cuidadores. Resultado: que nos largábamos ipso facto de ahí.
Ah, pero no sin antes pagar hasta la última coca cola que nos habíamos bebido ¿o qué, éramos tan babosos que pensábamos que eso era cortesía de la casa? Nos dejaron más que desplumados, la verdad. Pero ya casi se había acabado la odisea.
Volvimos quemados, y recalco esto porque parecíamos casi un coctel de camarones de Boca del Río; cansados hasta la extenuación, casi, que no acumulamos ni 10 horas de sueño en todos esos días; emocionados como nunca antes, porque volvíamos sanos, salvos y con un supuesto bagaje de experiencia que no se comparaba con el de nadie que conociéramos.
¿Y cuál es la moraleja? Dicho en tres palabras: ‘ora te aguantas. Treinta años después de esa excursión, mi aún adolescente hija me tiene con el alma en vilo: ¿será verdad, será mentira, será el color del cristal con que se mira?
domingo, 24 de julio de 2011
De Casas Gentiles
Una Casa Gentil es una que, de entrada, no es tuya. Es una donde vas y te metes, te inviten o no, y lo que te dan va desde el compañerismo más sabroso hasta el apoyo más incondicional, pleno y gratuito. Las Casas Gentiles están ahí, cerquita de tu casa o a muchos, muchos kilómetros, semáforos y horarios; la vida nos las pone, luego nos tenemos que buscar la vida ya sea por voz o usando ruedas; ellas, aunque se muevan en la geografía, en realidad siempre están.
En las casas gentiles te dan de comer y beber hasta hartarte, o no te dan nada, que luego la plática pone en el olvido que el estómago pudiera necesitar gasolina; te dan el hombro, la risa fácil, incluso el dedo en la llaga –y de la misma manera que esperas que se aguanten tus regaños, tú también tienes a veces que tragar camote, es así. Aunque eso es lo más raro, la verdad: puedes aparecerte hecha una magdalena o un cicirisco y no tener en absoluto la razón, y encontrarte con que ahí te escucharán, asentirán, vamos, que hasta te pueden dar el avión completito. Lo que realmente recibes es alimento para el alma.
A veces te acogen porque no hay más adonde ir, y mis hermanos lo saben, si acaso lo recuerdan; las casas gentiles a veces están habitadas por señoras de voces roncas, muy roncas y poco dadas a los cariñitos, pero que derramaban sin cesar protección y cariño exactamente cuando más se les necesita ¿a que sí? Otras casas gentiles son como agentes infiltrados, esto es, ubicadas en lugares donde parece que no les importas un carajo cuando en realidad están más que pendientes de tu bienestar. Y muchas son como esas donde lo único que falta a tu llegada es la alfombra roja, con la corona y el cetro al final de la pasarela, flores, globos y payasos.
Muchas he conocido yo en ya unos buenos años. Resulta que la vida nos da las oportunidades y luego, la muy canija, ni nos avisa, de modo que venimos a descubrir dónde estamos acogidos luego de saborear, por ejemplo, comida comestible para servidora, que ya se sabe que llegué tarde al reparto del sentido del gusto; un menú de fideos con tacos de pollo, o huevos a la mexicana en Toluca para sus señorías; berenjena disfrazada de filetes empanizados y meatballs; fuentes enormes de arroz blanco con vasos y más vasos de leche; pollo con mole cruzando el pasillo al aire libre a la cocina, allá donde decían que mataban; y me temo que así podría seguir por décadas. Es que el detalle importa ¡los menús de las casas gentiles siempre han sido alucinantes! Es el aliño lo que cuenta y la conjugación del verbo poner: ponerse al día, poner morado al personal, ponerse hasta atrás y hasta arriba de bebida y comida; vamos, hasta poner la mesa. También el verbo cuajar, ya me entienden.
Soy muy afortunada porque no soy capaz de contarlas con los dedos de las manos, los pies y aun usando los del vecino: a mi vida han llegado tantas casas gentiles como veces he soñado con conocerlas ¿cómo darles las gracias por la paciencia, las risas, los numeritos, los platillos, tequilas y postres? Por estar ahí para que yo pudiera echarme en esa gran cama de ese pequeñitito-diminuto-enanito apartamento para mirar al techo y echar una estupenda parrafada en Santa Cruz del Monte, o sentirme actriz un rato y pretender que de verdad lo hacía bien, en los ya un poquito lejanos tiempos xipalescos; porque me las ofrecen completas, sin condición alguna y hasta con emoción frente al parque ¿España? ¿México? si es que no distingo uno de otro, perdón… y acá, en este hermoso país donde hay música ambiental en los estacionamientos de grandes superficies, Capilerilla, Pedroso de la Carballeda, Benzojimeno, el barrio de Salamanca hasta hace unos años… camita, comida rica, calor humano, montones de cariño...
Porque Zacatecas, Querétaro, Guanajuato y Pensylvannia comen aparte.
En las casas gentiles te dan de comer y beber hasta hartarte, o no te dan nada, que luego la plática pone en el olvido que el estómago pudiera necesitar gasolina; te dan el hombro, la risa fácil, incluso el dedo en la llaga –y de la misma manera que esperas que se aguanten tus regaños, tú también tienes a veces que tragar camote, es así. Aunque eso es lo más raro, la verdad: puedes aparecerte hecha una magdalena o un cicirisco y no tener en absoluto la razón, y encontrarte con que ahí te escucharán, asentirán, vamos, que hasta te pueden dar el avión completito. Lo que realmente recibes es alimento para el alma.
A veces te acogen porque no hay más adonde ir, y mis hermanos lo saben, si acaso lo recuerdan; las casas gentiles a veces están habitadas por señoras de voces roncas, muy roncas y poco dadas a los cariñitos, pero que derramaban sin cesar protección y cariño exactamente cuando más se les necesita ¿a que sí? Otras casas gentiles son como agentes infiltrados, esto es, ubicadas en lugares donde parece que no les importas un carajo cuando en realidad están más que pendientes de tu bienestar. Y muchas son como esas donde lo único que falta a tu llegada es la alfombra roja, con la corona y el cetro al final de la pasarela, flores, globos y payasos.
Muchas he conocido yo en ya unos buenos años. Resulta que la vida nos da las oportunidades y luego, la muy canija, ni nos avisa, de modo que venimos a descubrir dónde estamos acogidos luego de saborear, por ejemplo, comida comestible para servidora, que ya se sabe que llegué tarde al reparto del sentido del gusto; un menú de fideos con tacos de pollo, o huevos a la mexicana en Toluca para sus señorías; berenjena disfrazada de filetes empanizados y meatballs; fuentes enormes de arroz blanco con vasos y más vasos de leche; pollo con mole cruzando el pasillo al aire libre a la cocina, allá donde decían que mataban; y me temo que así podría seguir por décadas. Es que el detalle importa ¡los menús de las casas gentiles siempre han sido alucinantes! Es el aliño lo que cuenta y la conjugación del verbo poner: ponerse al día, poner morado al personal, ponerse hasta atrás y hasta arriba de bebida y comida; vamos, hasta poner la mesa. También el verbo cuajar, ya me entienden.
Soy muy afortunada porque no soy capaz de contarlas con los dedos de las manos, los pies y aun usando los del vecino: a mi vida han llegado tantas casas gentiles como veces he soñado con conocerlas ¿cómo darles las gracias por la paciencia, las risas, los numeritos, los platillos, tequilas y postres? Por estar ahí para que yo pudiera echarme en esa gran cama de ese pequeñitito-diminuto-enanito apartamento para mirar al techo y echar una estupenda parrafada en Santa Cruz del Monte, o sentirme actriz un rato y pretender que de verdad lo hacía bien, en los ya un poquito lejanos tiempos xipalescos; porque me las ofrecen completas, sin condición alguna y hasta con emoción frente al parque ¿España? ¿México? si es que no distingo uno de otro, perdón… y acá, en este hermoso país donde hay música ambiental en los estacionamientos de grandes superficies, Capilerilla, Pedroso de la Carballeda, Benzojimeno, el barrio de Salamanca hasta hace unos años… camita, comida rica, calor humano, montones de cariño...
Porque Zacatecas, Querétaro, Guanajuato y Pensylvannia comen aparte.
sábado, 16 de julio de 2011
Chi-ca-go. Chicago.
Una de las muchas ventajas de haber nacido cuando nací (en el cuaternario, docta opinión de mi heredera) es cuando decides ejecutar tu derecho de fan incondicional de aquellos artistas y/o grupos que siguen vigentes, aun cuando lleven escondida alguna botellita de oxígeno o su show dure ni un minuto más de lo que sus fuerzas le indiquen, contrato aparte. Y digo esto porque a estas alturas de siglo ni están todos los que son, ni son todos los que están.
Me explico más, pues: yo no sé si será leyenda urbana que Madona siempre ha tenido una cantante de apoyo para cuando le falte el aire, ver sus conciertos de hace 25 años y los de ahora notan diferencias bastante obvias en cuanto a locuras gimnásticas en el escenario, pero poco más. Y los Rolling, tan listos ellos, se plantan diminutos en gigantescos escenarios que disimulan y distraigan del hecho de que los cuatro se mueven nada más que lo estrictamente necesario. Pero todos siguen sonando, vaya si siguen sonando.
Eso por un lado. Por otro, de los más buenos para los que hemos pagado –o gorroneado- nuestra entrada, es el hecho de que ya estamos algo más allá de los empujones, gritos histéricos, nubes de humo y no precisamente del que procede del escenario; pero sobre todo que ya es casi norma tener un asiento asegurado, si bien es cierto que producto de la emoción nos levantemos cada dos por tres, aquí lo importante es poder tener espacio para las posaderas en cuanto la canción se vuelve lenta, en cuanto no la conocemos, en cuanto ya nos fallan un poco las fuerzas. Que tampoco nacimos ayer, repito.
No es mi caso, por cierto. Anoche, como parte de los festejos especiales de Lula sin verano en la playa, me lancé cual ágil saeta a un concierto que esperaba con la misma emoción, lo prometo por las patas de mi cama, que sentía cuando les vi por primera vez, cuando corría el año de gracia de 1975 y el Auditorio Nacional sólo daba cabida a 5 mil almas. Y que conste que no esperaba ni más ni menos que lo que sonó, no en balde ellos llevan… llevan… muchos años juntos, muchísimos. Y aquí retomamos la otra gran ventaja de los conciertos onda parque jurásico: no hay empujones, ni connatos de portazos, ni miedo a las multitudes, de hecho había tanto espacio y tanta emoción, que en cuanto pude –más o menos a los 20 minutos de iniciado el show- me levanté de mi cómoda silla y me bajé a estar con los de a pie, directamente, di-rec-ta-men-te a primerísima fila. Con camarita en mano, por supuesto. A brincar como una loca y cantar hasta quedar ronca, sacrificando con total lucidez el sonido a favor de verlos de cerca, tan cerca que casi podía contarles las arrugas y verles los empastes, cielos.
A este hermoso país, donde un vaso tamaño caguama de cerveza vale 90 pesotes, Chicago nunca había venido. Supongo que el hecho de ser una respetable cantidad de personal, dentro y fuera de escena pudiera haber influido en el precio: muy caro, pa’que me entiendan. Una pena, viendo las laterales superiores totalmente vacías. O que, después de todo, no sean tan archi conocidos como lo son en las Américas. Lo que se perdieron… que los que ahí estuvimos, entre cabecitas blancas, teñidas y totalmente calvas supimos a qué sabe ver a esos que llaman viejas glorias, cuando van más vigentes que muchos, cuando suenan como muchos, muchísimos solamente se atreven a soñar, cuando siguen teniendo interacción natural y simpática con sus fans. Qué regalo. A la misma hora, en un estadio de futbol, actuaban los Black Eyed Peas, favor de imaginarse las diferencias, como el día y la noche.
Qué regalo.
Y la semana que entra, también dentro del ciclo la hora de los dinosaurios, Return to Forever original. A ver.
Me explico más, pues: yo no sé si será leyenda urbana que Madona siempre ha tenido una cantante de apoyo para cuando le falte el aire, ver sus conciertos de hace 25 años y los de ahora notan diferencias bastante obvias en cuanto a locuras gimnásticas en el escenario, pero poco más. Y los Rolling, tan listos ellos, se plantan diminutos en gigantescos escenarios que disimulan y distraigan del hecho de que los cuatro se mueven nada más que lo estrictamente necesario. Pero todos siguen sonando, vaya si siguen sonando.
Eso por un lado. Por otro, de los más buenos para los que hemos pagado –o gorroneado- nuestra entrada, es el hecho de que ya estamos algo más allá de los empujones, gritos histéricos, nubes de humo y no precisamente del que procede del escenario; pero sobre todo que ya es casi norma tener un asiento asegurado, si bien es cierto que producto de la emoción nos levantemos cada dos por tres, aquí lo importante es poder tener espacio para las posaderas en cuanto la canción se vuelve lenta, en cuanto no la conocemos, en cuanto ya nos fallan un poco las fuerzas. Que tampoco nacimos ayer, repito.
No es mi caso, por cierto. Anoche, como parte de los festejos especiales de Lula sin verano en la playa, me lancé cual ágil saeta a un concierto que esperaba con la misma emoción, lo prometo por las patas de mi cama, que sentía cuando les vi por primera vez, cuando corría el año de gracia de 1975 y el Auditorio Nacional sólo daba cabida a 5 mil almas. Y que conste que no esperaba ni más ni menos que lo que sonó, no en balde ellos llevan… llevan… muchos años juntos, muchísimos. Y aquí retomamos la otra gran ventaja de los conciertos onda parque jurásico: no hay empujones, ni connatos de portazos, ni miedo a las multitudes, de hecho había tanto espacio y tanta emoción, que en cuanto pude –más o menos a los 20 minutos de iniciado el show- me levanté de mi cómoda silla y me bajé a estar con los de a pie, directamente, di-rec-ta-men-te a primerísima fila. Con camarita en mano, por supuesto. A brincar como una loca y cantar hasta quedar ronca, sacrificando con total lucidez el sonido a favor de verlos de cerca, tan cerca que casi podía contarles las arrugas y verles los empastes, cielos.
A este hermoso país, donde un vaso tamaño caguama de cerveza vale 90 pesotes, Chicago nunca había venido. Supongo que el hecho de ser una respetable cantidad de personal, dentro y fuera de escena pudiera haber influido en el precio: muy caro, pa’que me entiendan. Una pena, viendo las laterales superiores totalmente vacías. O que, después de todo, no sean tan archi conocidos como lo son en las Américas. Lo que se perdieron… que los que ahí estuvimos, entre cabecitas blancas, teñidas y totalmente calvas supimos a qué sabe ver a esos que llaman viejas glorias, cuando van más vigentes que muchos, cuando suenan como muchos, muchísimos solamente se atreven a soñar, cuando siguen teniendo interacción natural y simpática con sus fans. Qué regalo. A la misma hora, en un estadio de futbol, actuaban los Black Eyed Peas, favor de imaginarse las diferencias, como el día y la noche.
Qué regalo.
Y la semana que entra, también dentro del ciclo la hora de los dinosaurios, Return to Forever original. A ver.
miércoles, 15 de junio de 2011
Sófocles y los artistas
El otro día, hablando hasta por los codos en una Casa Gentil –tema de un subsecuente desvarío, por supuesto-, salieron a la luz esas pequeñas, diminutas y pequeñitas historias de cuando servidora peregrinaba de artista en artista, como parte de mis labores específicamente no especificadas en el siempre fascinante y hoy casi cadáver mundo de la música en forma de disco.
Corría el año… finales de los ochenta, por las patas de mi cama. Había pasado del infierno chiquito con apellido de actor sublime del cine mexicano a la supuesta seriedad de ser la representante de una parte del elenco ante lo que se llamaban ‘filiales y subsidiarias’, título éste que pudiera ostentar algo de pompa, pero que en realidad no era otra cosa que un enlace para colocar el producto local y a la vez pasar bastante del de los otros… pero con su correspondiente interacción, por supuesto.
Había cosas demasiado fáciles, que casi se hacían solas: no había que echarle ningún seso a cómo colocar la nueva producción de, por ejemplo, la Dúrcal: todos se bebían los vientos porque ella solita era venta buena y segura; pero había que intentar estratagemas de lo más variado por conseguir interés, o siquiera ganas, de probar el rock mexicano o la música ‘popular’ en España, Argentina, Chile o Venezuela, por ejemplo. Y cada semestre, más o menos, teníamos que acceder a promocionar al artista más fuerte de cada país de centro y Sudamérica… nosotros sabiendo de antemano que poco o nada iba a pasar. Pero había que hacerlo: intercambio diplomático, supongo.
Así que tratar de imaginarse a servidora acudiendo a los aeropuertos, hoteles y presentaciones siempre con el tiempo pegado al trasero, nerviosa y alocada, súper contenta y con la cabeza hecha un cicirisco en el sublime vocho que le había comprado a Michele, el único e incomparable Sófocles (sí, yo tiendo a ponerle nombre a mis cosas ¿no se habían dado cuenta?). Pues eso, al principio yo acudía y luego, conforme subió el nivel de responsabilidad y funciones –NO el de sueldo-, Sófocles pasó a ser más que una herramienta de trabajo. Silencioso y disponible, era capaz de sobrevivir con la mínima manutención. Fue el eficaz transporte de artistas nuevos, artistas consagrados y quesque artistas, junto con sus representantes, músicos, asistentes, parejas y ligues; con él no había distinción, aunque varios bípedos de todas las anteriores clasificaciones se lo hicieran.
Juan Luis Guerra, pobrecito mío, se tenía que desdoblar para salir, y como nunca se quitaba el sombrero, bueno, daba hasta ternurita… un Ramazzoti aún desconocido llegando en vocho al Palacio de Hierro a comprar maletas… la Trevi, que no tenía para el taxi… todos los de rock en tu idioma, tooodos… José al cuadrado, Mr. Muñiz y su junior, nunca juntos, eso sí. Cómplices, Mateos (uno de los que le hizo fuchi a mi amado coche), el grandísimo Lerner, apellidos como Mier, Vázquez y Esparza… ¡Xuxa!, que nunca sabré si le hizo gracia o fingió con arte tenerse que subir a un cochecito… Uy, este que cantaba ‘Mi abuela’ ¿el General? Cielos… Era una coyuntura donde la música empezaba a ser pirateada en forma de cassettes ¿quién demonios iba a piratear los vinilos? Y eso garantizaba trabajo para muchas, muchísimas personas… Sófocles terminó su labor cuando yo terminé la mía ahí, para iniciar una nueva vida a 10 mil kilómetros (esa soy yo) y él… bueno, donde ellos suelen acabarla.
En fin, que algún día sacaré la historia completa de cincuenta días y 6 países viajando con la Trevi. Se le dio la calidad de proyecto del año, se le invirtió hasta la desesperación, e incluso se pasó por alto la extraña situación que la rodeaba. O de mis vanos intentos de viajar el frente de aquellos tan broncos… oh, sí, con gastos más que bien pagados. O cuando fui jurado en un festival internacional… en una provincia de Colombia (¡alucinante!). Sabina y sus secuaces. Los festivales de Acapulco, madredelamorhermoso… Eso da material para varios desvaríos.
Me sugirieron que podría escribir sobre los excesos, sus desmadres y cosas que nadie podría saber sin haber estado allí. No lo sé. No lo creo ni lo he creído en todos estos años… por ahora. Que no es la caja de pandora, ni mucho menos: es que creo que si empiezo, a saber cuándo podría parar…
Corría el año… finales de los ochenta, por las patas de mi cama. Había pasado del infierno chiquito con apellido de actor sublime del cine mexicano a la supuesta seriedad de ser la representante de una parte del elenco ante lo que se llamaban ‘filiales y subsidiarias’, título éste que pudiera ostentar algo de pompa, pero que en realidad no era otra cosa que un enlace para colocar el producto local y a la vez pasar bastante del de los otros… pero con su correspondiente interacción, por supuesto.
Había cosas demasiado fáciles, que casi se hacían solas: no había que echarle ningún seso a cómo colocar la nueva producción de, por ejemplo, la Dúrcal: todos se bebían los vientos porque ella solita era venta buena y segura; pero había que intentar estratagemas de lo más variado por conseguir interés, o siquiera ganas, de probar el rock mexicano o la música ‘popular’ en España, Argentina, Chile o Venezuela, por ejemplo. Y cada semestre, más o menos, teníamos que acceder a promocionar al artista más fuerte de cada país de centro y Sudamérica… nosotros sabiendo de antemano que poco o nada iba a pasar. Pero había que hacerlo: intercambio diplomático, supongo.
Así que tratar de imaginarse a servidora acudiendo a los aeropuertos, hoteles y presentaciones siempre con el tiempo pegado al trasero, nerviosa y alocada, súper contenta y con la cabeza hecha un cicirisco en el sublime vocho que le había comprado a Michele, el único e incomparable Sófocles (sí, yo tiendo a ponerle nombre a mis cosas ¿no se habían dado cuenta?). Pues eso, al principio yo acudía y luego, conforme subió el nivel de responsabilidad y funciones –NO el de sueldo-, Sófocles pasó a ser más que una herramienta de trabajo. Silencioso y disponible, era capaz de sobrevivir con la mínima manutención. Fue el eficaz transporte de artistas nuevos, artistas consagrados y quesque artistas, junto con sus representantes, músicos, asistentes, parejas y ligues; con él no había distinción, aunque varios bípedos de todas las anteriores clasificaciones se lo hicieran.
Juan Luis Guerra, pobrecito mío, se tenía que desdoblar para salir, y como nunca se quitaba el sombrero, bueno, daba hasta ternurita… un Ramazzoti aún desconocido llegando en vocho al Palacio de Hierro a comprar maletas… la Trevi, que no tenía para el taxi… todos los de rock en tu idioma, tooodos… José al cuadrado, Mr. Muñiz y su junior, nunca juntos, eso sí. Cómplices, Mateos (uno de los que le hizo fuchi a mi amado coche), el grandísimo Lerner, apellidos como Mier, Vázquez y Esparza… ¡Xuxa!, que nunca sabré si le hizo gracia o fingió con arte tenerse que subir a un cochecito… Uy, este que cantaba ‘Mi abuela’ ¿el General? Cielos… Era una coyuntura donde la música empezaba a ser pirateada en forma de cassettes ¿quién demonios iba a piratear los vinilos? Y eso garantizaba trabajo para muchas, muchísimas personas… Sófocles terminó su labor cuando yo terminé la mía ahí, para iniciar una nueva vida a 10 mil kilómetros (esa soy yo) y él… bueno, donde ellos suelen acabarla.
En fin, que algún día sacaré la historia completa de cincuenta días y 6 países viajando con la Trevi. Se le dio la calidad de proyecto del año, se le invirtió hasta la desesperación, e incluso se pasó por alto la extraña situación que la rodeaba. O de mis vanos intentos de viajar el frente de aquellos tan broncos… oh, sí, con gastos más que bien pagados. O cuando fui jurado en un festival internacional… en una provincia de Colombia (¡alucinante!). Sabina y sus secuaces. Los festivales de Acapulco, madredelamorhermoso… Eso da material para varios desvaríos.
Me sugirieron que podría escribir sobre los excesos, sus desmadres y cosas que nadie podría saber sin haber estado allí. No lo sé. No lo creo ni lo he creído en todos estos años… por ahora. Que no es la caja de pandora, ni mucho menos: es que creo que si empiezo, a saber cuándo podría parar…
sábado, 4 de junio de 2011
Los cinco estados. Mar.
La última vez que nos vimos y hablamos, ambas estábamos en circunstancias tan distintas a nuestra vida diaria que hasta parecía película de suspense. En esa última tarde, vestidas tan diferente, cercanas y tan distantes, tú pusiste por fin las condiciones claras, la verdad derecha, y a mí no me quedó otra más que hacerme a un lado y mirar desde bien lejos, física y espiritualmente, el supuesto recuento de los daños.
Verás, esto ha sido como un diagnóstico fatalista, y pasar por esas cinco etapas tenía por fuerza que requerir tiempo, y distancia, además de mucho trabajo de la sesera. Y si hoy lo puedo contar en retahíla, es porque ya los he recorrido todos. En realidad no hay ninguna razón especial para contártelo; es, como todo lo que casi siempre de mi interior brota, la simple gana de ponerlo por escrito. Y eso te libra de responderlo, incluso de sentirte aludida: a mí, como comprenderás a estas alturas de la película, me resulta totalmente hidráulico. Así que arranco, sin el menor indicio de que tengas interés en leerlo, sin la menor esperanza de recibir alguna noticia tuya, al menos próximamente.
Como sacado de libro, llega primero la negación: pero cómo, esto no puede estar pasando, es imposible, ¿cómo va a ser?… y luego la ira: sencillamente no soporto que me vean la cara de tonta, que me hagan creer una cosa que nunca ha sido cierta y que encima me venga a dar cuenta cuando ya las cosas se estaban saliendo de madre. Te tenía en otro concepto, al menos en cuanto a la sinceridad de las cosas. Sencillamente, fue un golpe bajo; y no me gustan los golpes bajos. Tú lo sabías desde el principio, y nada que tuviera que ver conmigo formaba parte de tus planes. Créeme, hubiera preferido que no contaras conmigo (ni que me contaras), que venir a estrellarme de frente con tamaña comedia…
Así que luego empezó el regateo. A conciliar lo barato por lo inaccesible, lo relajante por lo desconocido, a buscar excusas para no sentirme culpable y luego sentirme culpable por estar buscando excusas. Y no las hay, aunque la sensación de dolor, el… “sentimiento”… eso ya es otra cosa. Fue injusto. Y cruel. Y me dolió un montón. A saber si eso corresponde con la depresión, el caso es que yo así me sentía. Incapaz de descifrarlo.
Y sin embargo, a fuerza de darle vueltas y más vueltas empieza a llegar plácidamente la aceptación, y con ella una oferta de paz que sencillamente, como dijo Don Corleone, no se puede rechazar de tan buena que es. Y en ella me hallo sumergida mientras me sale todo esto.
Al menos al principio, fue increíble, triste y bastante desalentador saber que nunca te habías gustado. Que la que yo conocía y apreciaba tanto y por varias razones en realidad vivía una doble vida, queriendo escapar y por lo visto no pudiendo en años, y que el proceso de aprender a entenderla y a quererla contendría altas dosis de adrenalina, uno que otro bajón de glucosa y sobre todo esa nada apetecible sensación de caminar sobre vidrios. Sobraron el ochenta y cinco por ciento de las cosas que pasaron: menos lobos, hubiera dicho la abuela Ana María. Pero a lo hecho, pecho, hubiera dicho mi apá, de manera que trasladamos la transmisión al aquí y ahora, esperando que tengas salud, que estés feliz, y que nunca te vuelvas a sentir igual de perdida, de desvalida o de sola como por lo visto te habías sentido antes. Te mereces la mejor vida, donde quiera y con quien quiera que la escojas, y por si se te habían olvidado algunas de las cosas que aquella noche de martes te dije, a nosotros, a los que te adoramos (y busca el significado exacto en el diccionario, que no estoy exagerando), seguiremos y estaremos donde mismo para cuando llames, escribas o mandes decir.
Y aquel que no provenga de una familia disfuncional, que tire la primera piedra…
Verás, esto ha sido como un diagnóstico fatalista, y pasar por esas cinco etapas tenía por fuerza que requerir tiempo, y distancia, además de mucho trabajo de la sesera. Y si hoy lo puedo contar en retahíla, es porque ya los he recorrido todos. En realidad no hay ninguna razón especial para contártelo; es, como todo lo que casi siempre de mi interior brota, la simple gana de ponerlo por escrito. Y eso te libra de responderlo, incluso de sentirte aludida: a mí, como comprenderás a estas alturas de la película, me resulta totalmente hidráulico. Así que arranco, sin el menor indicio de que tengas interés en leerlo, sin la menor esperanza de recibir alguna noticia tuya, al menos próximamente.
Como sacado de libro, llega primero la negación: pero cómo, esto no puede estar pasando, es imposible, ¿cómo va a ser?… y luego la ira: sencillamente no soporto que me vean la cara de tonta, que me hagan creer una cosa que nunca ha sido cierta y que encima me venga a dar cuenta cuando ya las cosas se estaban saliendo de madre. Te tenía en otro concepto, al menos en cuanto a la sinceridad de las cosas. Sencillamente, fue un golpe bajo; y no me gustan los golpes bajos. Tú lo sabías desde el principio, y nada que tuviera que ver conmigo formaba parte de tus planes. Créeme, hubiera preferido que no contaras conmigo (ni que me contaras), que venir a estrellarme de frente con tamaña comedia…
Así que luego empezó el regateo. A conciliar lo barato por lo inaccesible, lo relajante por lo desconocido, a buscar excusas para no sentirme culpable y luego sentirme culpable por estar buscando excusas. Y no las hay, aunque la sensación de dolor, el… “sentimiento”… eso ya es otra cosa. Fue injusto. Y cruel. Y me dolió un montón. A saber si eso corresponde con la depresión, el caso es que yo así me sentía. Incapaz de descifrarlo.
Y sin embargo, a fuerza de darle vueltas y más vueltas empieza a llegar plácidamente la aceptación, y con ella una oferta de paz que sencillamente, como dijo Don Corleone, no se puede rechazar de tan buena que es. Y en ella me hallo sumergida mientras me sale todo esto.
Al menos al principio, fue increíble, triste y bastante desalentador saber que nunca te habías gustado. Que la que yo conocía y apreciaba tanto y por varias razones en realidad vivía una doble vida, queriendo escapar y por lo visto no pudiendo en años, y que el proceso de aprender a entenderla y a quererla contendría altas dosis de adrenalina, uno que otro bajón de glucosa y sobre todo esa nada apetecible sensación de caminar sobre vidrios. Sobraron el ochenta y cinco por ciento de las cosas que pasaron: menos lobos, hubiera dicho la abuela Ana María. Pero a lo hecho, pecho, hubiera dicho mi apá, de manera que trasladamos la transmisión al aquí y ahora, esperando que tengas salud, que estés feliz, y que nunca te vuelvas a sentir igual de perdida, de desvalida o de sola como por lo visto te habías sentido antes. Te mereces la mejor vida, donde quiera y con quien quiera que la escojas, y por si se te habían olvidado algunas de las cosas que aquella noche de martes te dije, a nosotros, a los que te adoramos (y busca el significado exacto en el diccionario, que no estoy exagerando), seguiremos y estaremos donde mismo para cuando llames, escribas o mandes decir.
Y aquel que no provenga de una familia disfuncional, que tire la primera piedra…
martes, 24 de mayo de 2011
Más de México, ustedes perdonarán...
¡Pero qué bonito me encontré mi México en esas vacaciones que supieron a suspiro (grande, pero suspiro)! No, no voy a describir su terminal primermundista y a todo trapo, que hasta en los pasillos eternos te hace sentir que estás en importante ciudad. Y tampoco a los buses y trenes, verdes y rosas y rojos ellos, estrenados durante mi no tan efímera ausencia, que conectan la hermana república de Tlalnepantla con el mismísimo centro en menos de lo que canta una ópera completa cualquier gallo.
Es que ni siquiera el calor de la chifosca que tuvo a bien inundar todos los rincones, con esa humedad sospechosamente pegajosa, y que cuando descargó, no se anduvo con fregaderas. Que se inunde el depa de mi sweetie favorita no es que suene raro, es que como vive en un segundo piso y no tuvo que usar escafandra, pues eso, un caso para la araña –culpa del hielo, dicen los entendidos…
Fideos del Klein’s a las 10 de la mañana… ¿así o más reina…, of course?
Qué chamaco alucinante… tan listo, tan guapo, ¡tan grande! Era como ver pasar una garantía eterna de alegría con dos espadas de plástico. El master number one de Plantas contra Zombies…
¡Enchiladas! ¡Enfrijoladas! ¡Quesadillas fritas! ¡Huaraches y sopes! ¡Sopota! ¡Media hora de tacos de Neo! ¡Todos los molletes que había en 10 kilómetros a la redonda! ¡El mercadito de los domingos! Nápoles y Tlalne, cómo que no…
Todas las series subtituladas en la tele ¿por cable? Será…
Y el chamaco… haciendo unas coreografías del Hombre Araña ¡igualitas! Bueno, casi, si nada más porque no se le ocurrió echar babas en lugar de telarañas, que si no…
Que me volví un as del transporte público ¡quien me viera y quien me ve! Si nada más dependía de la ruta, que podías pasar de autobús que casi olía a nuevecito con chofer uniformado y encorbatado, a microbús destartalado con La Suavecita a todo volumen, como servidora normalmente les recordaba. Respirando hondo y agarrando bien fuerte el bolso…
Menú completo en la Casa Buena, allá en Pirules: fideos, tacos de pollo y mucho tequila. Sobre todo, la conversación y el cariñito ¡tanto cariñito, tan incondicional y lleno de paz!...
Con el chamaco: que si con quién está, que con queti, que cual queti, que que t’importa. O con Yoni, pues cual yoni, ah, yo-ni-sé. Y mucha risa loca. Mientras pasaban tooooodas las películas de Scooby Doo…
El Facebook, el nuevo causante de hasta ahora puras alegrías, que me trajo los recuerdos aquellos de cuando vivía para la música, el relajo y amores lejanos ¡y hasta me pagaban! En un Sanborns, por supuesto, con molletes, un ratito, pero qué gustazo, doña Glo…
Ay, el chamaco… pedorro como él solo… igual y se convirtió en su palabra… espero que su madre no me lo reproche, que él es muy listo y sabrá muy requetebién cuándo ocupar la palabreja…
Café con sabor a xipal, allá, donde el viento da la vuelta (aquí dirían donde Cristo dio las no sé cuántas voces), qué difícil es ponerse al día cuando todo el tiempo está pasando algo.
Y sí, me traje varias ausencias, unas que duelen mucho, otras que duelen menos, pero no pudo ser. Como dijo mi buen amigo Forrest Gump: “y eso es todo lo que tengo que decir al respecto.” Ya habrá más tiempo, lo sé, no sé dónde ni sé cuándo, pero saldrá y haremos efectivos esos abrazos, que sólo me los traje imaginados.
Luego más. Tanto hablar de comida ya me puso como león a las 2 de la tarde. Y caigo que yo soy la leona, por tanto debo procurar la comida para el comité.
Vengo al rato. Lo prometo. No quiero dejar pasar tanto tiempo.
Es que ni siquiera el calor de la chifosca que tuvo a bien inundar todos los rincones, con esa humedad sospechosamente pegajosa, y que cuando descargó, no se anduvo con fregaderas. Que se inunde el depa de mi sweetie favorita no es que suene raro, es que como vive en un segundo piso y no tuvo que usar escafandra, pues eso, un caso para la araña –culpa del hielo, dicen los entendidos…
Fideos del Klein’s a las 10 de la mañana… ¿así o más reina…, of course?
Qué chamaco alucinante… tan listo, tan guapo, ¡tan grande! Era como ver pasar una garantía eterna de alegría con dos espadas de plástico. El master number one de Plantas contra Zombies…
¡Enchiladas! ¡Enfrijoladas! ¡Quesadillas fritas! ¡Huaraches y sopes! ¡Sopota! ¡Media hora de tacos de Neo! ¡Todos los molletes que había en 10 kilómetros a la redonda! ¡El mercadito de los domingos! Nápoles y Tlalne, cómo que no…
Todas las series subtituladas en la tele ¿por cable? Será…
Y el chamaco… haciendo unas coreografías del Hombre Araña ¡igualitas! Bueno, casi, si nada más porque no se le ocurrió echar babas en lugar de telarañas, que si no…
Que me volví un as del transporte público ¡quien me viera y quien me ve! Si nada más dependía de la ruta, que podías pasar de autobús que casi olía a nuevecito con chofer uniformado y encorbatado, a microbús destartalado con La Suavecita a todo volumen, como servidora normalmente les recordaba. Respirando hondo y agarrando bien fuerte el bolso…
Menú completo en la Casa Buena, allá en Pirules: fideos, tacos de pollo y mucho tequila. Sobre todo, la conversación y el cariñito ¡tanto cariñito, tan incondicional y lleno de paz!...
Con el chamaco: que si con quién está, que con queti, que cual queti, que que t’importa. O con Yoni, pues cual yoni, ah, yo-ni-sé. Y mucha risa loca. Mientras pasaban tooooodas las películas de Scooby Doo…
El Facebook, el nuevo causante de hasta ahora puras alegrías, que me trajo los recuerdos aquellos de cuando vivía para la música, el relajo y amores lejanos ¡y hasta me pagaban! En un Sanborns, por supuesto, con molletes, un ratito, pero qué gustazo, doña Glo…
Ay, el chamaco… pedorro como él solo… igual y se convirtió en su palabra… espero que su madre no me lo reproche, que él es muy listo y sabrá muy requetebién cuándo ocupar la palabreja…
Café con sabor a xipal, allá, donde el viento da la vuelta (aquí dirían donde Cristo dio las no sé cuántas voces), qué difícil es ponerse al día cuando todo el tiempo está pasando algo.
Y sí, me traje varias ausencias, unas que duelen mucho, otras que duelen menos, pero no pudo ser. Como dijo mi buen amigo Forrest Gump: “y eso es todo lo que tengo que decir al respecto.” Ya habrá más tiempo, lo sé, no sé dónde ni sé cuándo, pero saldrá y haremos efectivos esos abrazos, que sólo me los traje imaginados.
Luego más. Tanto hablar de comida ya me puso como león a las 2 de la tarde. Y caigo que yo soy la leona, por tanto debo procurar la comida para el comité.
Vengo al rato. Lo prometo. No quiero dejar pasar tanto tiempo.
viernes, 22 de abril de 2011
Un día en la vida...
Con fecha ni me acuerdo cuándo (pero eso sí, por la noche), llegó a mi correo un documento pdf que confirmaba que me tocaba, en panavisión, technicolor y riguroso directo, poder presenciar otro momento de esos que nada más se viven una vez. Pues claro, dirá el otro, porque si vuelve a pasar también esa es una vez ¿no?
Mi hermanito me tuvo en vilo unos cuantos días: ésos en los que dijo que quizá para otra ocasión, igual cuando se cumplieran las bodas de oro, diamante o periódico dominguero de ese evento que le marcó a él, y de rebote nos marcó a todos los que le rodeamos desde siempre. Dijo que tenía que ser chido y especial, y yo lo entiendo, pero ¿cómo le hago entender a él que de cualquier manera, repito, de cualquier manera, iba a ser mega especial para servidora?
Ya podían tocar subidos en un burro o con guitarras remendadas con diurex; ya podían salir sin haberse bañado en cuatro días, o incluso totalmente zumbados de alipuses o desvelados hasta la extenuación; hasta si no hubieran recordado más que dos o tres acordes y absolutamente ninguna de las letras. Simplemente había que verlos: teníamos que verlos. Algo se quedó inconcluso en el camino, y sólo ellos podían hacerlo más pasadero. Regalarnos algo que a ellos les ha pertenecido siempre, con cariño, con pleitos, con indirectas, con indiferencia, con lealtad, con mesura y con desmadre... pero los demás, los que estamos afuera, nosotros queríamos más.
Hablo como hermana cuervo: ¿habría pasado lo mismo si en lugar de Caifanes hubiera sido Maná, o Café Tacuba, o la Maldita? Pues para eso se inventó el segundo condicional, queridos, para esas cosas que no fueron, pero que si hubieran sido... favor de ponerle el final que más acomode. Las cosas tienen un orden ¿no? Por eso Graham Maby está con Joe Jackson, por decir.
Y sí que volvimos a algunos viejos tiempos, a los de m'reinitas, claro, los otros tan rupestres ya se quedaron bastante atrás. A continuación, dos minutos de mamonería, ustedes perdonarán: camioneta con chofer, acceso más que total, múltiples besos y abrazos con los protagonistas ¡seguridad casi para cada uno, hágame el reconsabido favor! -y sí que nos hizo falta, a ver: mi hermanita dijo que no se podía perder a los enanos y a los enanos nos dedicamos a ver, eso sí, muy del ladito, que había demasiado personal para meterse en honduras, y ambas compartimos ese sordo terror a las multitudes. Total que se nos fue el avión y cuando nos dimos cuenta, los elegidos por los dioses ya se hallaban camino a la zona vip –mamonería, remember?- y nos fueron asignados dos chatos para llevarnos tarde y con el tiempo pegado al trasero adonde supuestamente ya los demás estaban más que cómodamente instalados.
Y todo hubiera estado bien si en lugar de dar vuelta a la derecha nos hubieran dirigido hacia la izquierda. ¿Por qué, preguntarás lleno de curiosidad? Simple: para aquel lado estaba el camino indicado, separado y vacío; para donde nos llevaron, materialmente nos empujaron, arrastraron y colaron, estaba toda la fanaticada. ¿Alguna vez has intentado colarte en la fila del cine o del super? Pues así, pero a lo mega bestia. Gente sentada en el suelo con la que te tropezabas, y que luego de coraje te metían el pie para que trastabilláramos de lo lindo; un calor sofocante que subía y subía y te quitaba el aire fresco, haciéndote boquear como charal fuera del agua, mientras en las grandes pantallas tentaban al personal a creer que ya, ya iba a empezar… para finalmente llegar y encontrarse con que no había acceso por ahí ¿qué tal si se regresan y entran por donde es? ¿Y qué tal si se iban todos a tomar por…? La solución más rápida (y desesperada): brincar la valla; ¡hasta nos ovacionaron! Y mi hermanita tiene moretones impresionantes que demuestran que el miedo no anda en burro. A los cinco minutos de iniciado el concierto, los de seguridad ya buceaban para sacar chicas casi desmayadas… me dan mucha pena las sardinas…
Ah, la magia. Todo valió la pena. Fue más que especial. El viaje pasaba por el Tutti Fruti, Rocko, Rocks, Rock Stock; el Wilthern, el Palacio y el Auditorio. Y todo el personal al lado, orgulloso hasta las cachas.
Y de nueva cuenta, insuficiente. Ojalá hubiera más.
Mi hermanito me tuvo en vilo unos cuantos días: ésos en los que dijo que quizá para otra ocasión, igual cuando se cumplieran las bodas de oro, diamante o periódico dominguero de ese evento que le marcó a él, y de rebote nos marcó a todos los que le rodeamos desde siempre. Dijo que tenía que ser chido y especial, y yo lo entiendo, pero ¿cómo le hago entender a él que de cualquier manera, repito, de cualquier manera, iba a ser mega especial para servidora?
Ya podían tocar subidos en un burro o con guitarras remendadas con diurex; ya podían salir sin haberse bañado en cuatro días, o incluso totalmente zumbados de alipuses o desvelados hasta la extenuación; hasta si no hubieran recordado más que dos o tres acordes y absolutamente ninguna de las letras. Simplemente había que verlos: teníamos que verlos. Algo se quedó inconcluso en el camino, y sólo ellos podían hacerlo más pasadero. Regalarnos algo que a ellos les ha pertenecido siempre, con cariño, con pleitos, con indirectas, con indiferencia, con lealtad, con mesura y con desmadre... pero los demás, los que estamos afuera, nosotros queríamos más.
Hablo como hermana cuervo: ¿habría pasado lo mismo si en lugar de Caifanes hubiera sido Maná, o Café Tacuba, o la Maldita? Pues para eso se inventó el segundo condicional, queridos, para esas cosas que no fueron, pero que si hubieran sido... favor de ponerle el final que más acomode. Las cosas tienen un orden ¿no? Por eso Graham Maby está con Joe Jackson, por decir.
Y sí que volvimos a algunos viejos tiempos, a los de m'reinitas, claro, los otros tan rupestres ya se quedaron bastante atrás. A continuación, dos minutos de mamonería, ustedes perdonarán: camioneta con chofer, acceso más que total, múltiples besos y abrazos con los protagonistas ¡seguridad casi para cada uno, hágame el reconsabido favor! -y sí que nos hizo falta, a ver: mi hermanita dijo que no se podía perder a los enanos y a los enanos nos dedicamos a ver, eso sí, muy del ladito, que había demasiado personal para meterse en honduras, y ambas compartimos ese sordo terror a las multitudes. Total que se nos fue el avión y cuando nos dimos cuenta, los elegidos por los dioses ya se hallaban camino a la zona vip –mamonería, remember?- y nos fueron asignados dos chatos para llevarnos tarde y con el tiempo pegado al trasero adonde supuestamente ya los demás estaban más que cómodamente instalados.
Y todo hubiera estado bien si en lugar de dar vuelta a la derecha nos hubieran dirigido hacia la izquierda. ¿Por qué, preguntarás lleno de curiosidad? Simple: para aquel lado estaba el camino indicado, separado y vacío; para donde nos llevaron, materialmente nos empujaron, arrastraron y colaron, estaba toda la fanaticada. ¿Alguna vez has intentado colarte en la fila del cine o del super? Pues así, pero a lo mega bestia. Gente sentada en el suelo con la que te tropezabas, y que luego de coraje te metían el pie para que trastabilláramos de lo lindo; un calor sofocante que subía y subía y te quitaba el aire fresco, haciéndote boquear como charal fuera del agua, mientras en las grandes pantallas tentaban al personal a creer que ya, ya iba a empezar… para finalmente llegar y encontrarse con que no había acceso por ahí ¿qué tal si se regresan y entran por donde es? ¿Y qué tal si se iban todos a tomar por…? La solución más rápida (y desesperada): brincar la valla; ¡hasta nos ovacionaron! Y mi hermanita tiene moretones impresionantes que demuestran que el miedo no anda en burro. A los cinco minutos de iniciado el concierto, los de seguridad ya buceaban para sacar chicas casi desmayadas… me dan mucha pena las sardinas…
Ah, la magia. Todo valió la pena. Fue más que especial. El viaje pasaba por el Tutti Fruti, Rocko, Rocks, Rock Stock; el Wilthern, el Palacio y el Auditorio. Y todo el personal al lado, orgulloso hasta las cachas.
Y de nueva cuenta, insuficiente. Ojalá hubiera más.
lunes, 28 de marzo de 2011
de conciertos y desconciertos...
Corría el año mil novecientos setenta y… setenta y… ¿pico? … que eran los años setenta ¿okay? Mi horizonte empezaba y terminaba en la Unidad Lindavista y mis cuates, en la CET 92 de lunes a sábado, y los domingos a Santa María la Ribera a comer pollo con mole en ca’de mi abue Lupe; el día ya se había hecho noche y los apuros diarios incluían entre otras cosas la comidas diarias, la compra de leche, las tareas escolares y los juegos en la explanada. Y erase que se eran tres hermanitos, en estadio dos mayormente (o sea, ni muy niños y bastante pre-adolescentes), divididos en dos bandos, a saber, los dos contra la una y algunas veces con algún cambio de partido. Nada que no se quitara con la edad. Porque no andábamos juntos, oh, no, excepto cuando convencíamos al apá de que no podíamos perdernos ese concierto. En eso, casi siempre, había unanimidad.
Y aquí la memoria selectiva de servidora empieza su febril función vespertina, porque directamente no recuerdo ni cuándo fue, ni más o menos dónde (¿la alberca olímpica, quizá? Mi hermanito me habría echado un cable de inmediato, o para recordármelo o para ahorcarme por olvidadiza, no sé), y fuimos en bola de tres a ver a Procul Harum, que para entonces sólo tenía en la radio aquella de… “Una pálida sombra”. Pero es que luego (¿o antes? sé que me acerco a las llamas del infierno, en fin) vimos a Sangre, Sudor y Lágrimas –o intentamos verlos, mira que estábamos lejos. El caso es que mi memoria lo único que recuerda es la salida a escena de Clayton Thomas, con un grito espeluznante y afinadísimo, que le provocó una cara de sorpresa, pero sobre todo de emoción incontrolable, a mi hermanito ahí de pie a mi lado; quién lo hubiera dicho…
Nosotros no teníamos ni idea de broncas políticas o estudiantiles, y seguramente nos sabíamos de memoria el nombre de nuestro presidente, pero no los de los anteriores. En casa se compraban 4 periódicos diarios (¡cuatro!) pero nosotros no tocábamos ninguno como no fuera por noticias relativas a concursos de belleza (favor de imaginarse quién) o noticias musicales (ídem). Teníamos La Pantera, Radio Éxitos y Radio Capital. Y resulta que vino Chicago, tres-días-tres, al Auditorio Nacional, cuando todavía cabían sólo 5 mil humanos. ¡Ese no nos lo podíamos perder por nada, nada del mundo! ¡Teníamos todos sus discos en casa! –iban por el siete, creo-. ¿Qué pasaría por la mente de mi apá cuando pagó tres boletos en reventa para que sus hijos pudieran ver a su grupo del alma? ¿Con qué cara pagaría el doble de su precio, que igual ya no alcanzaría para la leche a fin de mes? 60 pesotes cada uno, por las patas de mi cama… ¿y qué cuerpo se le quedaría, primero cuando supo que en el concierto anterior rompieron puertas y quemaron un camión en la entrada, y luego cuando se tiró las dos horas del concierto afuera, esperándonos? El concierto fue mágico, absolutamente increíble y eso que los vimos casi desde el techo ¡hasta nos encontramos a los hermanos Makita! Hoy, todos esos años después, el recuerdo del toquín sigue inalterable, es sólo que se adhirieron todas esas preguntas de hace unos renglones.
México todavía andaba en pañales, y pocos artistas internacionales venían a dar grandes conciertos –bueno, por si alguien se acuerda, mis tías sí: ellas fueron a ver a Nat King Cole al auditorio. Así que cuando vinieron los Osmond ¡los Osmond, madredelamorhermoso! Contaba con ir a verlos, aunque fuera sola, que mis hermanos ya se habían encargado de ponerlos por los suelos y prometer vomitar todo el tiempo o de plano caer muertos por aburrimiento en pleno concierto; pero no me importaba ¡iba a verlos! Y pues no, no se armó el numerito, hoy supongo que por falta de lana, y me tuve que conformar con verles por la tele, y aguantarme las ganas de gritar como fan enloquecida –y como hermana furiosa, que éstos no perdían oportunidad de meterse conmigo. En blanco y negro y como en 15 pulgadas, pero les vi… Sin embargo, dos veces los hermanos nos quedamos con las ganas, que visto desde esa infantil perspectiva nos parecía como un crimen contra la humanidad, visto hoy en realidad parece bastante más comprensible: primero vino Joe Cocker al Toreo de Cuatro Caminos y nomás no hubo tu tía; supongo que si mi apá se molestó en ver alguna foto en el periódico del susodicho individuo dijo para sí que aquello garantizaba, como mínimo, un colocón de padre y señor nuestro; como peor, vaya usted a saber. Yo conocía sólo dos canciones, la verdad, pero me hubiera gustado mucho ir con mis hermanos.
Y no hubo poder humano que le hiciera dejarnos ir a ver a Queen a Puebla. Se negó en redondo, y sin importar el hecho de que ya los tres andábamos convirtiéndonos casi en adultos, nadie iba a desobedecer una orden tan directa y tajante, nosotros no hacíamos eso… mas que cuando fuera estrictamente necesario, tema para otro desvarío. Eso, y el hecho de que para ir al sitio donde sí les habían permitido actuar necesitábamos de su coche… y su dinero. Hoy lo pienso, y le añado demasiados nervios, demasiada aventura de dos chatos y su chata hermana ¿en qué estábamos pensando nosotros, pues? Que ya volverían ¿no? Pues no… o bueno, sí, mucho después, pero sin Mercury.
Y seguíamos en pañales –las autoridades, las infraestructuras, etc-etc. Para los años 80 (Queen, por ejemplo) ya parecía que empezaban a despertar, pero sólo un poquito, que el bozal seguía más que instalado… sinceramente, a mí no se me ocurría que pudieran ser ellos, los artistas, los nada interesados en pisar mi país, y es la hora en que todavía tengo debate mental con el tema, sobre todo cuando no hay nada bueno en la televisión. Me acuerdo que ocultaron la estatua de la Diana Cazadora por ir desnuda… o que había que mutilar salvajemente los videos de la MTV si se esbozaban un par de pezones sobre un vestido negro. Si es que debe haber sido un triunfo del espíritu humano y la mota, que se pudiera celebrar Avándaro, que no, por supuesto que no me tocó… Así que cuando llegó el boom del rock en tu idioma, el Rock de los Ochentas –favor de recordar la pared de ladrillo rojo y las palabras en negro-, y reformaron el auditorio, y empezaron a utilizar el entonces –igual hoy- llamado Palacio de los Rebotes, la Alberca Olímpica otra vez, oh, qué gozada. Y la realidad de ver a Hall & Oates, a Paul Simon (elegido por encima de ZZ Top, ya ven), a Billy Joel con un PA que nos dejó sin habla, a INXS (que tengo todos mis boletos y este es de los más especiales ¡costó un millón de pesos!)… en maravillosos momentos donde sus últimos discos todavía eran grandes ventas, no había tantas canas en sus talentosas cabezas y seguramente nada de play back. Porque a los monstruos sagrados todavía había que ir a verlos al gabacho. Paul McCartney en Dallas, alucinante (en paquete que incluía avión, hospedaje y boletos, válgame la virgen de los desarrapados), U2 en San Diego (que por cierto salimos huyendo, me temo que el disco nuevo que tenían no ha sido de los más afortunados ¡y en eso se les fueron casi dos horas!); soñábamos con Madonna, Phil Collins o Peter Gabriel en general; con The Tubes, Eurythmics, Rush, Spyro Gira o Steely Dan entre nosotros. Y sí, Neil Diamond también. San Neil.
Me acuerdo de mi hermanita diciéndome un bonito día de verano que ella y su marido tenían que decidir sobre a cuál concierto irían ese mes, que el presupuesto no les daba para todos: Madonna, Michael Jackson o Paul McCartney. Madredelamorhermosoyamigosqueleacompañan.
Y aquí la memoria selectiva de servidora empieza su febril función vespertina, porque directamente no recuerdo ni cuándo fue, ni más o menos dónde (¿la alberca olímpica, quizá? Mi hermanito me habría echado un cable de inmediato, o para recordármelo o para ahorcarme por olvidadiza, no sé), y fuimos en bola de tres a ver a Procul Harum, que para entonces sólo tenía en la radio aquella de… “Una pálida sombra”. Pero es que luego (¿o antes? sé que me acerco a las llamas del infierno, en fin) vimos a Sangre, Sudor y Lágrimas –o intentamos verlos, mira que estábamos lejos. El caso es que mi memoria lo único que recuerda es la salida a escena de Clayton Thomas, con un grito espeluznante y afinadísimo, que le provocó una cara de sorpresa, pero sobre todo de emoción incontrolable, a mi hermanito ahí de pie a mi lado; quién lo hubiera dicho…
Nosotros no teníamos ni idea de broncas políticas o estudiantiles, y seguramente nos sabíamos de memoria el nombre de nuestro presidente, pero no los de los anteriores. En casa se compraban 4 periódicos diarios (¡cuatro!) pero nosotros no tocábamos ninguno como no fuera por noticias relativas a concursos de belleza (favor de imaginarse quién) o noticias musicales (ídem). Teníamos La Pantera, Radio Éxitos y Radio Capital. Y resulta que vino Chicago, tres-días-tres, al Auditorio Nacional, cuando todavía cabían sólo 5 mil humanos. ¡Ese no nos lo podíamos perder por nada, nada del mundo! ¡Teníamos todos sus discos en casa! –iban por el siete, creo-. ¿Qué pasaría por la mente de mi apá cuando pagó tres boletos en reventa para que sus hijos pudieran ver a su grupo del alma? ¿Con qué cara pagaría el doble de su precio, que igual ya no alcanzaría para la leche a fin de mes? 60 pesotes cada uno, por las patas de mi cama… ¿y qué cuerpo se le quedaría, primero cuando supo que en el concierto anterior rompieron puertas y quemaron un camión en la entrada, y luego cuando se tiró las dos horas del concierto afuera, esperándonos? El concierto fue mágico, absolutamente increíble y eso que los vimos casi desde el techo ¡hasta nos encontramos a los hermanos Makita! Hoy, todos esos años después, el recuerdo del toquín sigue inalterable, es sólo que se adhirieron todas esas preguntas de hace unos renglones.
México todavía andaba en pañales, y pocos artistas internacionales venían a dar grandes conciertos –bueno, por si alguien se acuerda, mis tías sí: ellas fueron a ver a Nat King Cole al auditorio. Así que cuando vinieron los Osmond ¡los Osmond, madredelamorhermoso! Contaba con ir a verlos, aunque fuera sola, que mis hermanos ya se habían encargado de ponerlos por los suelos y prometer vomitar todo el tiempo o de plano caer muertos por aburrimiento en pleno concierto; pero no me importaba ¡iba a verlos! Y pues no, no se armó el numerito, hoy supongo que por falta de lana, y me tuve que conformar con verles por la tele, y aguantarme las ganas de gritar como fan enloquecida –y como hermana furiosa, que éstos no perdían oportunidad de meterse conmigo. En blanco y negro y como en 15 pulgadas, pero les vi… Sin embargo, dos veces los hermanos nos quedamos con las ganas, que visto desde esa infantil perspectiva nos parecía como un crimen contra la humanidad, visto hoy en realidad parece bastante más comprensible: primero vino Joe Cocker al Toreo de Cuatro Caminos y nomás no hubo tu tía; supongo que si mi apá se molestó en ver alguna foto en el periódico del susodicho individuo dijo para sí que aquello garantizaba, como mínimo, un colocón de padre y señor nuestro; como peor, vaya usted a saber. Yo conocía sólo dos canciones, la verdad, pero me hubiera gustado mucho ir con mis hermanos.
Y no hubo poder humano que le hiciera dejarnos ir a ver a Queen a Puebla. Se negó en redondo, y sin importar el hecho de que ya los tres andábamos convirtiéndonos casi en adultos, nadie iba a desobedecer una orden tan directa y tajante, nosotros no hacíamos eso… mas que cuando fuera estrictamente necesario, tema para otro desvarío. Eso, y el hecho de que para ir al sitio donde sí les habían permitido actuar necesitábamos de su coche… y su dinero. Hoy lo pienso, y le añado demasiados nervios, demasiada aventura de dos chatos y su chata hermana ¿en qué estábamos pensando nosotros, pues? Que ya volverían ¿no? Pues no… o bueno, sí, mucho después, pero sin Mercury.
Y seguíamos en pañales –las autoridades, las infraestructuras, etc-etc. Para los años 80 (Queen, por ejemplo) ya parecía que empezaban a despertar, pero sólo un poquito, que el bozal seguía más que instalado… sinceramente, a mí no se me ocurría que pudieran ser ellos, los artistas, los nada interesados en pisar mi país, y es la hora en que todavía tengo debate mental con el tema, sobre todo cuando no hay nada bueno en la televisión. Me acuerdo que ocultaron la estatua de la Diana Cazadora por ir desnuda… o que había que mutilar salvajemente los videos de la MTV si se esbozaban un par de pezones sobre un vestido negro. Si es que debe haber sido un triunfo del espíritu humano y la mota, que se pudiera celebrar Avándaro, que no, por supuesto que no me tocó… Así que cuando llegó el boom del rock en tu idioma, el Rock de los Ochentas –favor de recordar la pared de ladrillo rojo y las palabras en negro-, y reformaron el auditorio, y empezaron a utilizar el entonces –igual hoy- llamado Palacio de los Rebotes, la Alberca Olímpica otra vez, oh, qué gozada. Y la realidad de ver a Hall & Oates, a Paul Simon (elegido por encima de ZZ Top, ya ven), a Billy Joel con un PA que nos dejó sin habla, a INXS (que tengo todos mis boletos y este es de los más especiales ¡costó un millón de pesos!)… en maravillosos momentos donde sus últimos discos todavía eran grandes ventas, no había tantas canas en sus talentosas cabezas y seguramente nada de play back. Porque a los monstruos sagrados todavía había que ir a verlos al gabacho. Paul McCartney en Dallas, alucinante (en paquete que incluía avión, hospedaje y boletos, válgame la virgen de los desarrapados), U2 en San Diego (que por cierto salimos huyendo, me temo que el disco nuevo que tenían no ha sido de los más afortunados ¡y en eso se les fueron casi dos horas!); soñábamos con Madonna, Phil Collins o Peter Gabriel en general; con The Tubes, Eurythmics, Rush, Spyro Gira o Steely Dan entre nosotros. Y sí, Neil Diamond también. San Neil.
Me acuerdo de mi hermanita diciéndome un bonito día de verano que ella y su marido tenían que decidir sobre a cuál concierto irían ese mes, que el presupuesto no les daba para todos: Madonna, Michael Jackson o Paul McCartney. Madredelamorhermosoyamigosqueleacompañan.
domingo, 20 de marzo de 2011
De aspirantes y otras cosas
Se cumplen ya los suficientes años de experiencia y sabiduría (también de edad, bueno) como para poder estar incluida en un tomo de memorias. ¡Que no, que no son muchos! Es simplemente que han sido tan ricos...
En aquellos años de nuestra ya un poquito lejana post-adolescencia el rock and roll... uy, perdón, del Rock en tu Idioma, era una realidad que nos había atrapado y que prometía permanecer siempre deambulando alrededor. Contábamos ya con importantes estaciones de radio, ¡con las discográficas, que sistemáticamente habían pasado de todo eso poco tiempo antes!, prácticamente levantabas una piedra y salían cuatro o cinco grupos de distinta movida y estilo -y no que antes no los hubiera, es que salían y luego eran como cohetes quemados, una pena-; y los lugares donde ver en vivo a los nuevos personajes de la escena daban todo de sí, a pesar de la todavía muy evidente falta de medios. Los músicos aspiraban a la fama y fortuna; los managers aspiraban a ser los elegidos, los que tuvieran los mejores contactos; el antro a ser la referencia, el no va más; mientras la plebe aspiraba a algo más que aullar todas las rolas concierto, a ver, un autógrafo, a ver, una foto, mientras las chatas aspiraban/suspiraban a ser algo más que fans, y las novias a ser algo más que novias. Todo se resumía en la aspiración. En ser aspirante.
Una, que iba de “m'reina”, poco pensaba en eso. La bendición de no tener que hacer laaaargas colas o contentarte con la mesa que te asignaran no formaba parte de mis preocupaciones, vamos, que siempre me pareció de lo más natural; porque en ese entonces, en realidad creo que ha sido siempre, era más importante conocer antes que al dueño del antro, al de la puerta; o llevarte de a cuartos con los meseros que con los guaruas; y que el 'viene-viene' también te ubicara, no fuera que te dejaran sobre ladrillos al potente vocho, el maravilloso Sófocles de lámina con el que habíamos llegado. (Es que además, había que pensar que, al menos en nuestro caso, la vuelta a casa desde el más sur representaba, barato, 40 minutos de periférico, si no había parada obligatoria de molletes en el Vips de Plaza).
Pues eso, que éramos del grupo de los elegidos (más bien yo, porque iba de su manita como buena niña y las puertas se abrían mágicamente). Y por ahí apareció ella. La prueba viviente, la verdad con patas de que el rock and roll unía sin mirar, de manera más bien natural a güeritos y morenitos, altos y bajos, chidos y no tanto. Para cuando nos dimos cuenta de que nuestros 40 minutos de periférico -sin molletes- eran para ella tres cuartas partes de lo que le tocaba recorrer -y no porque se fuera a ningún cerro para luego ser bajada a tamborazos, nada de eso sino todo lo contrario; mira que bien mirado, habida cuenta de la potencia del carrazo que cargaba (negro, de la Chrysler, más allá no llego), igual y llegaba antes que nosotros, vaya usted a saber-; el caso es que empezó a circular entre el personal con buena onda, con don de gentes... era normal que la acogieran con cariño, con neta... sinceramente, no me acuerdo cómo, ni cuándo, pero naturalmente pasamos los unos a actuar en rotación de los otros.
Aunque lo primero es lo primero: ¡qué requeteguapa que estaba siempre! Muchos nos creíamos que tenía pacto con el diablo ¡no era posible ese cutis! Y que había hecho algún arreglo divino para que le tocara ese color de ojos; pero éso sólo eran detalles, detallitos de nada comparados con la sencillez de su alma. Con el cariño sin esquinas que pasó a darnos. Efectivamente, tuvimos la suerte de encontrarnos con una de esas personas que siempre, siempre está disponible, aún si la necesitaras para una nadería, que nunca lo era para ella; que siempre se daba tiempo para oírte, para reírse contigo, para darte un consejo desinteresado o zamparse a la velocidad del rayo unos estupendos... sí, adivinaron, molletes, aún cuando esas dos horitas podían haber significado la diferencia entre dormir un poquito más y no llegar a la oficina con cara de lechuza destanteada.
Uno se acuerda de los momentos puntuales porque a veces la mente decide que ésos son los que hay que recordar; en mi caso, pasándome de honesta, igual es que mi mente no da ahora mismo para mucho más: así que del baúl nunca polvoso, nunca mohoso, saco imágenes y momentos como cuando gracias a ella, Alberto Cortés tuvo la fortuna de conocer a mi hermanita; de su disfraz de niña; de sus pantalones de piel negros con una blusa tipo leopardo; de su melena, mil veces más chula que la de Farrah; de su estampa ahí, sosteniendo el paraguas bajo la lluvia veraniega mientras el apá preparaba las carnes asadas ¡de la vida! en casa de las chicas Romo; de las despedidas; de todas las llegadas; de la noche fría de septiembre, apoltronadas ella, servidora y la Urtu en el más incómodo sofá que mueblera alguna haya fabricado y hermano babas haya comprado, mirando durante siete horas sin parar y llorando como magdalenas mientras lady di se iba para siempre-siempre; de una gloriosa cena allá en Sayavedra, apá incluido; de cómo un soda stereo cayó rendido a sus pies, teléfono con larga distancia incluido; de su devoción por el buen Bosé; de esa foto, ya histórica, con el difuntito M. Hutchence; ¡de su horario de trabajo en la disquera ésta, cómo se llamaba, ubicada en relación con su honorable casa nada menos que en el más allá!; de amores y desamores; de su triunfo mayor, hoy adolescente. Y como los panes y los pescados (o churros y chocolates, es que siempre me confundo...) multiplicarlo por cien, o por mil, o por mil ocho mil...
Aquí todos somos afortunados: servidora porque, dado el nivel de desastre con que la naturaleza me dotó para corresponder a tanto cariño, el suyo resulta que sigue ahí, firme y fiel; y ella porque encontró a una panda de personajes especiales, dispuestos a recibir todo lo que una amistad desinteresada y buena podía ofrecer. Vamos, que salimos ganando, pero no hace la necesidad de hacer reparto de ello... este... igual y porque de este lado salimos ganando de una manera tan abrumadora que... bueno.... éso.
Apagando velitas; trabajando; viviendo el rock and roll con intensidad, trabajando; dando a cada amigo su lugar en la vida; trabajando; poniendo el diario e indispensable granito de arena; trabajando. Difícil será encontrar los adjetivos que la describan, pero lo bueno es que ella lo sabe, lo ha sabido siempre. Quiero aquí y ahora decirle a la Aspirante a la Blanca Mano de...
¿Qué se le dice a alguien que siempre ha sido como es? ¿Sigue así? ¿Gracias por ser así? ¿Como para qué, eh? ¿No es obvio? ¿Qué otra cosa puede significar que después de toda una gama de experiencias siga siendo así, sólo un poquito más sabia? Entonces ¿qué se le dice? Se le dice que se le quiere, que se le quiere muchísimo, que sepa que aunque luego no lo parezca, aquí estamos. Se le trata de decir que una es afortunada, que una no va a dilucidar si se merece o no todo ese cariño, pero que lo acepta y lo atesora, y que quiere seguir teniéndolo... aunque luego pasen temporadas sin actualizarlo. El momento de apretar el F5 y ponerlo al día vale tanto, pero tanto la pena...
Pues éso. Así.
Ten un abrazo, espinacas. Feliz nuevo cumple.
L
En aquellos años de nuestra ya un poquito lejana post-adolescencia el rock and roll... uy, perdón, del Rock en tu Idioma, era una realidad que nos había atrapado y que prometía permanecer siempre deambulando alrededor. Contábamos ya con importantes estaciones de radio, ¡con las discográficas, que sistemáticamente habían pasado de todo eso poco tiempo antes!, prácticamente levantabas una piedra y salían cuatro o cinco grupos de distinta movida y estilo -y no que antes no los hubiera, es que salían y luego eran como cohetes quemados, una pena-; y los lugares donde ver en vivo a los nuevos personajes de la escena daban todo de sí, a pesar de la todavía muy evidente falta de medios. Los músicos aspiraban a la fama y fortuna; los managers aspiraban a ser los elegidos, los que tuvieran los mejores contactos; el antro a ser la referencia, el no va más; mientras la plebe aspiraba a algo más que aullar todas las rolas concierto, a ver, un autógrafo, a ver, una foto, mientras las chatas aspiraban/suspiraban a ser algo más que fans, y las novias a ser algo más que novias. Todo se resumía en la aspiración. En ser aspirante.
Una, que iba de “m'reina”, poco pensaba en eso. La bendición de no tener que hacer laaaargas colas o contentarte con la mesa que te asignaran no formaba parte de mis preocupaciones, vamos, que siempre me pareció de lo más natural; porque en ese entonces, en realidad creo que ha sido siempre, era más importante conocer antes que al dueño del antro, al de la puerta; o llevarte de a cuartos con los meseros que con los guaruas; y que el 'viene-viene' también te ubicara, no fuera que te dejaran sobre ladrillos al potente vocho, el maravilloso Sófocles de lámina con el que habíamos llegado. (Es que además, había que pensar que, al menos en nuestro caso, la vuelta a casa desde el más sur representaba, barato, 40 minutos de periférico, si no había parada obligatoria de molletes en el Vips de Plaza).
Pues eso, que éramos del grupo de los elegidos (más bien yo, porque iba de su manita como buena niña y las puertas se abrían mágicamente). Y por ahí apareció ella. La prueba viviente, la verdad con patas de que el rock and roll unía sin mirar, de manera más bien natural a güeritos y morenitos, altos y bajos, chidos y no tanto. Para cuando nos dimos cuenta de que nuestros 40 minutos de periférico -sin molletes- eran para ella tres cuartas partes de lo que le tocaba recorrer -y no porque se fuera a ningún cerro para luego ser bajada a tamborazos, nada de eso sino todo lo contrario; mira que bien mirado, habida cuenta de la potencia del carrazo que cargaba (negro, de la Chrysler, más allá no llego), igual y llegaba antes que nosotros, vaya usted a saber-; el caso es que empezó a circular entre el personal con buena onda, con don de gentes... era normal que la acogieran con cariño, con neta... sinceramente, no me acuerdo cómo, ni cuándo, pero naturalmente pasamos los unos a actuar en rotación de los otros.
Aunque lo primero es lo primero: ¡qué requeteguapa que estaba siempre! Muchos nos creíamos que tenía pacto con el diablo ¡no era posible ese cutis! Y que había hecho algún arreglo divino para que le tocara ese color de ojos; pero éso sólo eran detalles, detallitos de nada comparados con la sencillez de su alma. Con el cariño sin esquinas que pasó a darnos. Efectivamente, tuvimos la suerte de encontrarnos con una de esas personas que siempre, siempre está disponible, aún si la necesitaras para una nadería, que nunca lo era para ella; que siempre se daba tiempo para oírte, para reírse contigo, para darte un consejo desinteresado o zamparse a la velocidad del rayo unos estupendos... sí, adivinaron, molletes, aún cuando esas dos horitas podían haber significado la diferencia entre dormir un poquito más y no llegar a la oficina con cara de lechuza destanteada.
Uno se acuerda de los momentos puntuales porque a veces la mente decide que ésos son los que hay que recordar; en mi caso, pasándome de honesta, igual es que mi mente no da ahora mismo para mucho más: así que del baúl nunca polvoso, nunca mohoso, saco imágenes y momentos como cuando gracias a ella, Alberto Cortés tuvo la fortuna de conocer a mi hermanita; de su disfraz de niña; de sus pantalones de piel negros con una blusa tipo leopardo; de su melena, mil veces más chula que la de Farrah; de su estampa ahí, sosteniendo el paraguas bajo la lluvia veraniega mientras el apá preparaba las carnes asadas ¡de la vida! en casa de las chicas Romo; de las despedidas; de todas las llegadas; de la noche fría de septiembre, apoltronadas ella, servidora y la Urtu en el más incómodo sofá que mueblera alguna haya fabricado y hermano babas haya comprado, mirando durante siete horas sin parar y llorando como magdalenas mientras lady di se iba para siempre-siempre; de una gloriosa cena allá en Sayavedra, apá incluido; de cómo un soda stereo cayó rendido a sus pies, teléfono con larga distancia incluido; de su devoción por el buen Bosé; de esa foto, ya histórica, con el difuntito M. Hutchence; ¡de su horario de trabajo en la disquera ésta, cómo se llamaba, ubicada en relación con su honorable casa nada menos que en el más allá!; de amores y desamores; de su triunfo mayor, hoy adolescente. Y como los panes y los pescados (o churros y chocolates, es que siempre me confundo...) multiplicarlo por cien, o por mil, o por mil ocho mil...
Aquí todos somos afortunados: servidora porque, dado el nivel de desastre con que la naturaleza me dotó para corresponder a tanto cariño, el suyo resulta que sigue ahí, firme y fiel; y ella porque encontró a una panda de personajes especiales, dispuestos a recibir todo lo que una amistad desinteresada y buena podía ofrecer. Vamos, que salimos ganando, pero no hace la necesidad de hacer reparto de ello... este... igual y porque de este lado salimos ganando de una manera tan abrumadora que... bueno.... éso.
Apagando velitas; trabajando; viviendo el rock and roll con intensidad, trabajando; dando a cada amigo su lugar en la vida; trabajando; poniendo el diario e indispensable granito de arena; trabajando. Difícil será encontrar los adjetivos que la describan, pero lo bueno es que ella lo sabe, lo ha sabido siempre. Quiero aquí y ahora decirle a la Aspirante a la Blanca Mano de...
¿Qué se le dice a alguien que siempre ha sido como es? ¿Sigue así? ¿Gracias por ser así? ¿Como para qué, eh? ¿No es obvio? ¿Qué otra cosa puede significar que después de toda una gama de experiencias siga siendo así, sólo un poquito más sabia? Entonces ¿qué se le dice? Se le dice que se le quiere, que se le quiere muchísimo, que sepa que aunque luego no lo parezca, aquí estamos. Se le trata de decir que una es afortunada, que una no va a dilucidar si se merece o no todo ese cariño, pero que lo acepta y lo atesora, y que quiere seguir teniéndolo... aunque luego pasen temporadas sin actualizarlo. El momento de apretar el F5 y ponerlo al día vale tanto, pero tanto la pena...
Pues éso. Así.
Ten un abrazo, espinacas. Feliz nuevo cumple.
L
miércoles, 16 de marzo de 2011
Seis y contando. Para el niño Alex.
Mi querido, único y especial chamaco:
Por si tu madre no te lo ha contado, el inicio de tu vida entre nosotros, rocambolesco y divertido a morir una vez pasadas las sorpresas, en realidad se había iniciado mucho antes. Y por si tu madre tampoco te lo ha contado, la cigüeña que te trajo resultó que se había ido de parranda, allá adonde las cigüeñas se lo pasan bomba, y cuando llegaste a nosotros tan hermosote, tan callado, tan güerito, vamos, que pensamos que cualquier día se presentaría Brad Pitt a reclamarte. Bueno, venga, pregúntale a tu madre quién es el tal Brad Pitt, yo espero...
Verás, chamaco mío: tu mamá ya soñaba contigo, sin conocerte.
Deja te digo que tú no eras una nube con forma de bebé, ni una sonrosada y sonriente cara emergiendo de una rosa azul (esa exclusiva la tiene tu tío); ni mucho menos llevabas estampado tatuaje alguno que dijera algo de una torta bajo el brazo, un milagro o vete a saber qué: tú eras el resultado de una aventura mágica sin superhéroes, villanos o humildes ciudadanos rescatados de garras opresoras.
Como jamás me he sacado la lotería, no te puedo comparar; y si ya entrados en gastos, resulta que lo más que he ganado en sorteo alguno es una colcha que -supongo- sigue en la cama de tu abuelo, mira, mejor ni empezar ese ejercicio ¿no crees? Efectivamente, eres un premio... pero sin cobrar.
¡La vida que te espera!
Tus antecesores, o sea nosotros, querido, eran llevados al cine a ver la última de Walt Disney, y luego ya no quedaba de otra más que repetir en el mismo cine o en otro, caso de que no te hubieras enterado bien de la trama o que mucho te hubiera gustado la peli. Los que reteníamos alguna escena nos teníamos que regodear usando sólo la mente -a ver, sí, yo me quedo con el beso a Aurora, te imaginarás-, y ni en nuestras más remotas y locas fantasías nos imaginábamos que algún día podríamos, no sólo verlas a tamaño casi de reloj de pulsera, o en la sala de casa, sino en tercera dimensión detrás de las gafas más ridículas que se hayan inventado (espero que éso mejore).
La música mayormente provenía de la radio -dile a tu madre que te hable de Radio Chapultepec, o la Sabrosita, la XEDF o Radio Mil; y pídele a tu tío que te enseñe esa radio con onda corta que durante ¡años! estuvo en casa de tu hoy bisabuela. Y sí, ahí en el cuarto de servicio de tu casa, y en el mueble de madera de las chicas, ahí están los vinilos que ellas y nosotros escuchábamos y que, sobre todo a tu edad, no podíamos ni tocar con nuestras manos de niños ¡no nos dejaban y tampoco teníamos muchos en propiedad!
¿Si sabes los años que le saco a tu madre, verdad? Así que yo te puedo hablar de Cachirulo o las 'comedias' de media tarde, y ella te hablará de otras caricaturas, aunque sí llegamos a compartir Los Munster o Los Locos Addams... en blanco y negro, también.
Nosotros, chamaco, estrenábamos trapitos cuando nos tocaba estrenar, es decir, de fijo en cumpleaños y grandes eventos, y conforme crecíamos, surtiéndonos de tiendas, mercados y súpers, pero no heredando, igualito que tú, que nosotros no teníamos mayores de quien recibirlo -y tampoco sé si lo hubiéramos recibido, ya ves-.
Pero también entrábamos a la primaria con seis años, más miedosos e inseguros que nadie, porque ese temor a lo desconocido no tiene nada que ver con conocer qué hay dentro de ese simpático enchufe en la pared, o por qué la plancha hace ese ruidito como un quejido; era visceral, intenso y agridulce. Nos presentábamos sin leer ni escribir apenas, llenos de orgullo por estrenar zapatos, y mochila, y cuadernos, bien peinados y limpitos, pero con unas ganas locas de mirar, para luego echar a correr a los brazos de nuestra mamá. Y luego pasaba un día. Y otro. Y otro más. Y cuando nos dábamos cuenta, ya nos habíamos integrado ¡y hasta nos encantaba la maestra!
A los seis años se esperaba que ya no se nos derramara nada de líquido ni en la mesa ni en nuestras personas, mucho menos en los demás; que no gritáramos como locos cuando la emoción nos desbordaba; que ya admiráramos al futbolista de moda; que conociéramos al mundo entero cuando llama al teléfono; y que saludáramos con educación y respeto a toooooodos los mayores.
Bueno, chamaco, conforme los mayores nos hacemos más mayores tenemos menos tolerancia a los gritos, excepto cuando somos nosotros quienes los lanzamos; y muchas de las cosas que se nos caen también iban hacia la boca, pero por lo visto nos da como un poco de más vergüenza. No sé: en el fondo secreto de mi corazón, donde tú ocupas sitio de honor, ahí cuento con que sigas siendo natural y espontáneo, y que expreses siempre tu verdad, bien medida y sopesada, que ya sabes, aunque defiendas con uñas y garras tu punto de vista, tienes todavía más o menos el tiempo que irás a la escuela en que la opinión que cuenta, mayormente, es la de tu abnegada madre. Igual que nos pasó a nosotros. Cierra los ojos y obedece, mi niño. Es sorprendente cómo siempre estarán esos brazos, extensiones de esa boca que nos regaña o nos ordena, listos a cogernos si tropezamos y caemos. Y dile a tu madre que te explique esto, si es que ella logra entenderme a mí.
Mientras, te mando un abrazo inmenso como las nubes de donde no viniste, y besos tantos como las flores de las que no saliste. Que la realidad de tus grandes ojos y tus risas ya valen chorro mil millones más. Tú dale muchos besos y abrazos a tu mama, chamaco, mírala y apriétala, pellízcala pero no la muerdas, y dile que la quieres con tu corazón y tu estómago. A veces los mayores necesitamos un pequeño rescate cuando la vida decide ponerse especialmente trabajosa.
¿Yo? Yo te quiero un chingo. O 'cuchingo' como alcanzaste a decir. Feliz cumpleaños, niño Alejandro.
Por si tu madre no te lo ha contado, el inicio de tu vida entre nosotros, rocambolesco y divertido a morir una vez pasadas las sorpresas, en realidad se había iniciado mucho antes. Y por si tu madre tampoco te lo ha contado, la cigüeña que te trajo resultó que se había ido de parranda, allá adonde las cigüeñas se lo pasan bomba, y cuando llegaste a nosotros tan hermosote, tan callado, tan güerito, vamos, que pensamos que cualquier día se presentaría Brad Pitt a reclamarte. Bueno, venga, pregúntale a tu madre quién es el tal Brad Pitt, yo espero...
Verás, chamaco mío: tu mamá ya soñaba contigo, sin conocerte.
Deja te digo que tú no eras una nube con forma de bebé, ni una sonrosada y sonriente cara emergiendo de una rosa azul (esa exclusiva la tiene tu tío); ni mucho menos llevabas estampado tatuaje alguno que dijera algo de una torta bajo el brazo, un milagro o vete a saber qué: tú eras el resultado de una aventura mágica sin superhéroes, villanos o humildes ciudadanos rescatados de garras opresoras.
Como jamás me he sacado la lotería, no te puedo comparar; y si ya entrados en gastos, resulta que lo más que he ganado en sorteo alguno es una colcha que -supongo- sigue en la cama de tu abuelo, mira, mejor ni empezar ese ejercicio ¿no crees? Efectivamente, eres un premio... pero sin cobrar.
¡La vida que te espera!
Tus antecesores, o sea nosotros, querido, eran llevados al cine a ver la última de Walt Disney, y luego ya no quedaba de otra más que repetir en el mismo cine o en otro, caso de que no te hubieras enterado bien de la trama o que mucho te hubiera gustado la peli. Los que reteníamos alguna escena nos teníamos que regodear usando sólo la mente -a ver, sí, yo me quedo con el beso a Aurora, te imaginarás-, y ni en nuestras más remotas y locas fantasías nos imaginábamos que algún día podríamos, no sólo verlas a tamaño casi de reloj de pulsera, o en la sala de casa, sino en tercera dimensión detrás de las gafas más ridículas que se hayan inventado (espero que éso mejore).
La música mayormente provenía de la radio -dile a tu madre que te hable de Radio Chapultepec, o la Sabrosita, la XEDF o Radio Mil; y pídele a tu tío que te enseñe esa radio con onda corta que durante ¡años! estuvo en casa de tu hoy bisabuela. Y sí, ahí en el cuarto de servicio de tu casa, y en el mueble de madera de las chicas, ahí están los vinilos que ellas y nosotros escuchábamos y que, sobre todo a tu edad, no podíamos ni tocar con nuestras manos de niños ¡no nos dejaban y tampoco teníamos muchos en propiedad!
¿Si sabes los años que le saco a tu madre, verdad? Así que yo te puedo hablar de Cachirulo o las 'comedias' de media tarde, y ella te hablará de otras caricaturas, aunque sí llegamos a compartir Los Munster o Los Locos Addams... en blanco y negro, también.
Nosotros, chamaco, estrenábamos trapitos cuando nos tocaba estrenar, es decir, de fijo en cumpleaños y grandes eventos, y conforme crecíamos, surtiéndonos de tiendas, mercados y súpers, pero no heredando, igualito que tú, que nosotros no teníamos mayores de quien recibirlo -y tampoco sé si lo hubiéramos recibido, ya ves-.
Pero también entrábamos a la primaria con seis años, más miedosos e inseguros que nadie, porque ese temor a lo desconocido no tiene nada que ver con conocer qué hay dentro de ese simpático enchufe en la pared, o por qué la plancha hace ese ruidito como un quejido; era visceral, intenso y agridulce. Nos presentábamos sin leer ni escribir apenas, llenos de orgullo por estrenar zapatos, y mochila, y cuadernos, bien peinados y limpitos, pero con unas ganas locas de mirar, para luego echar a correr a los brazos de nuestra mamá. Y luego pasaba un día. Y otro. Y otro más. Y cuando nos dábamos cuenta, ya nos habíamos integrado ¡y hasta nos encantaba la maestra!
A los seis años se esperaba que ya no se nos derramara nada de líquido ni en la mesa ni en nuestras personas, mucho menos en los demás; que no gritáramos como locos cuando la emoción nos desbordaba; que ya admiráramos al futbolista de moda; que conociéramos al mundo entero cuando llama al teléfono; y que saludáramos con educación y respeto a toooooodos los mayores.
Bueno, chamaco, conforme los mayores nos hacemos más mayores tenemos menos tolerancia a los gritos, excepto cuando somos nosotros quienes los lanzamos; y muchas de las cosas que se nos caen también iban hacia la boca, pero por lo visto nos da como un poco de más vergüenza. No sé: en el fondo secreto de mi corazón, donde tú ocupas sitio de honor, ahí cuento con que sigas siendo natural y espontáneo, y que expreses siempre tu verdad, bien medida y sopesada, que ya sabes, aunque defiendas con uñas y garras tu punto de vista, tienes todavía más o menos el tiempo que irás a la escuela en que la opinión que cuenta, mayormente, es la de tu abnegada madre. Igual que nos pasó a nosotros. Cierra los ojos y obedece, mi niño. Es sorprendente cómo siempre estarán esos brazos, extensiones de esa boca que nos regaña o nos ordena, listos a cogernos si tropezamos y caemos. Y dile a tu madre que te explique esto, si es que ella logra entenderme a mí.
Mientras, te mando un abrazo inmenso como las nubes de donde no viniste, y besos tantos como las flores de las que no saliste. Que la realidad de tus grandes ojos y tus risas ya valen chorro mil millones más. Tú dale muchos besos y abrazos a tu mama, chamaco, mírala y apriétala, pellízcala pero no la muerdas, y dile que la quieres con tu corazón y tu estómago. A veces los mayores necesitamos un pequeño rescate cuando la vida decide ponerse especialmente trabajosa.
¿Yo? Yo te quiero un chingo. O 'cuchingo' como alcanzaste a decir. Feliz cumpleaños, niño Alejandro.
miércoles, 9 de marzo de 2011
Ser o no ser... un Caifán.
Fíjate que lo más fácil resulta ser decidir lo que no quieres, antes de lo que realmente quieres ¿por qué será? He llegado a la conclusión de que sólo unos pocos, igual y privilegiados, pueden hacer lo contrario. Y luego da mucho gusto conocer, tener cerca a alguien así.
Cuando mi hermanito dio la campanada y dijo 'nada de escuela', nosotros a su alrededor todavía creíamos que, aunque la letra con sangre no entra, sí que habían otras opciones menos desconsoladoras y a lo mejor hasta útiles, para que la inteligencia, que no brillaba por su ausencia, tuviera su momento y su lugar en un aula, con compañeros, maestros y todas las broncas y felicidades inherentes. Craso error. Efectivamente, él sabía que eso no lo quería, pero es que al mismo tiempo sabía clarísimo lo que sí.
See the picture, que cantaba la Cher: una de tutora de un elemento que más tardaba en traspasar las rejas de la entrada principal del colegio, que brincarse las del otro lado y tomar las de villadiego; ah, la de veces que me senté a hablar con el maestro Tello (¡el maestro Tello de la 92, sí!) para que le dieran 'otro chancecito, porfis-porfis'. Como muchas otras cosas, una formaba parte de esa escuela, en sentido general, en la que todos creemos que hay que seguir a rajatabla o no hay nada más que un nublado futuro. El pequeño, diminuto, enanito y mínimo detalle era que el susodicho no entraba en razón ni a la de tres.
¿Las cosas que pasaron en ese inter, mientras mi hermanito tomaba el camino que quería seguir? Esas ya las escribió Xavier Velasco, que lo sepas, y lo podrás leer si tienes la inmensa suerte de conseguir un ejemplar de ese libro que forma parte de su historia, y que dejó al apá y a uno que otro con la boca más que abierta... y que incluso hasta podría ser el mío, que misteriosamente desapareció de mi oficina un bonito día de verano. Yo lo que sé son de las veces que caminé con él, corrí detrás de las combis con él, esperé por él, hablé con él... y que no son pocas. En aquellos días sólo se soñaba con tener un cochecito, con no llegar muy tarde o demasiado temprano, con entender por qué a él le salían las cosas tan bonitas desde el primer intento y los demás iban más que rezagados...es que como no tenía la menor duda de lo que iba a hacer, allá fue mi apá a buscarle una guitarra acústica, sí, esa que cuelga en todas las paredes de todas las casas que han sido su hogar; y las sesiones maratonianas, eteeernas, donde mi apá y mi hermanote y servidora nos quedábamos idiotas viéndole tocar, una y otra vez, la más singular canción de la película Tommy; y ensayando por encima de las rolas, que se gastaban en vinilo hasta sonar cual aguacero de abril.
Dependiendo de la perspectiva, a veces parecía que las cosas corrían a velocidad desaforada, que desde aquellas sesiones Cherry-Manhattan se pasó en chinga a hacer Ruido Blanco o mostrar el Método del Ritmo (ensayos incluidos en la sala de la casa, gracias por participar); y que su medio cuerpo vestido en rojo escandaloso, con corbata finita, finita y los encrespados pelos alzados hacia los cielos, a todo color, aparecerían en un vinilo ¡todo un álbum, por las cenizas de mi padre!
Y el tiempo seguía corriendo, corriendo, teletransportándolo a él y a su singular ¿slang? ¿así se llama? al Séptimo Aire, a otra portada, a toquines en cualquier antro, que muchos había, buenos, malos, la mayoría regulares. Palomazos y paros muchos, pregúntale a Ricardo Ochoa o a la Botella...
¿Las cenizas de mi padre? Ah, es que es ex fumador...
Espera, que sigo: así conocí un estudio de grabación; entendí la labor de los inges de sonido y me confundí más con la de los managers; aprendí a valorar la chamba de un secre; de viajar a León en coche de lujo, todos apretados y a cinco horas de la tocada y llegar en menos de tres; o en autobús a Colima, en avión a Tijuana y San Luis Río Colorado y Mexicali, tres días-tres ciudades-tres. Cielos. De hoteles pato y más que pato con chinches que me dejaron como recuerdo un mes de baja por tifo y unas fiebres que pa'qué te cuento, a depas a todo lujo en los United. Camerinos con forma de baños y baños con forma de camerinos. Toneladas de gel. ¡Postizos! Caifanes. No Los Caifanes, por favor. Caifanes.
La puerta se estaba abriendo más ¿el Oso Pavón? ¿un cassette? ¿una estación de radio? ¿unos ejecutivos que ya le veían poderío y potencial al rock mexicano? (que no es que antes no se lo vieran, es que la opinión de los de antes no contaba para nada...). Mientras, mi hermanito y yo nos salíamos juntos por la mañana, tomábamos la combi hacia nuestros trabajos, yo me bajaba en Polanco, él seguía hasta la hermana república de Coyoacán, yo tecleaba en una de las primeras computadoras que hubo en Cablevisión la información de sus conciertos, para quien pudiera interesarse... luego, en la noche, molletes o sopa de tortilla del Vips con café y a casa, y a la mañana siguiente de nuevo, y la que seguía, y la que seguía otra vez igual. Pero no igual.
Dicen que si se dice tres veces se recuerda con detalle todo, a ver: Rockola, Rockotitlán, LUCC, Rock Stock, Satélite Rocks; Rockola, Rockotitlán, LUCC, Rock Stock, Satélite Rocks; Rockola, Rockotitlán, LUCC, Rock Stock, Satélite Rocks.
Uy, claro que había más, muchos más lugares. Pero ahí se reunía la familia, la sanguínea y la postiza. Los egos seguían en su sitio, gracias los dioses; ya luego bailarían al son de hormonas compuestas principalmente por talento, depósitos en el banco y la adoración de los fans (y al que diga que miento, que lance la siguiente mentira).
Y ahí estábamos en primera fila, ahora ya con la hermanita en edad de merecer -novio y nos cuantos rockanroles, como no-, tratadas como m'reinitas (que vip's ni qué nada, éso siempre me ha parecido harto mamón, sorry).
Que sí, que siempre me dio mucho gusto. Que fue una etapa absolutamente imborrable.
Y que no son veinte años después. O no para todos. O no en todo. Que la diferencia no fue nada más pasar de 200 oyentes, entre gorrones, desconocidos y empleados, a 20 mil almas cantando cada una con toda la voz y el corazón desafinados en el Palacio de los Deportes, o en el Wilthern, o en el Auditorio Nacional.
He ahí el dilema.
Mientras, y por si las moscas:
Rockola, Rockotitlán, LUCC, Rock Stock, Satélite Rocks,
Rockola, Rockotitlán, LUCC, Rock Stock, Satélite Rocks,
Rockola, Rockotitlán, LUCC, Rock Stock, Satélite Rocks.
Cuando mi hermanito dio la campanada y dijo 'nada de escuela', nosotros a su alrededor todavía creíamos que, aunque la letra con sangre no entra, sí que habían otras opciones menos desconsoladoras y a lo mejor hasta útiles, para que la inteligencia, que no brillaba por su ausencia, tuviera su momento y su lugar en un aula, con compañeros, maestros y todas las broncas y felicidades inherentes. Craso error. Efectivamente, él sabía que eso no lo quería, pero es que al mismo tiempo sabía clarísimo lo que sí.
See the picture, que cantaba la Cher: una de tutora de un elemento que más tardaba en traspasar las rejas de la entrada principal del colegio, que brincarse las del otro lado y tomar las de villadiego; ah, la de veces que me senté a hablar con el maestro Tello (¡el maestro Tello de la 92, sí!) para que le dieran 'otro chancecito, porfis-porfis'. Como muchas otras cosas, una formaba parte de esa escuela, en sentido general, en la que todos creemos que hay que seguir a rajatabla o no hay nada más que un nublado futuro. El pequeño, diminuto, enanito y mínimo detalle era que el susodicho no entraba en razón ni a la de tres.
¿Las cosas que pasaron en ese inter, mientras mi hermanito tomaba el camino que quería seguir? Esas ya las escribió Xavier Velasco, que lo sepas, y lo podrás leer si tienes la inmensa suerte de conseguir un ejemplar de ese libro que forma parte de su historia, y que dejó al apá y a uno que otro con la boca más que abierta... y que incluso hasta podría ser el mío, que misteriosamente desapareció de mi oficina un bonito día de verano. Yo lo que sé son de las veces que caminé con él, corrí detrás de las combis con él, esperé por él, hablé con él... y que no son pocas. En aquellos días sólo se soñaba con tener un cochecito, con no llegar muy tarde o demasiado temprano, con entender por qué a él le salían las cosas tan bonitas desde el primer intento y los demás iban más que rezagados...es que como no tenía la menor duda de lo que iba a hacer, allá fue mi apá a buscarle una guitarra acústica, sí, esa que cuelga en todas las paredes de todas las casas que han sido su hogar; y las sesiones maratonianas, eteeernas, donde mi apá y mi hermanote y servidora nos quedábamos idiotas viéndole tocar, una y otra vez, la más singular canción de la película Tommy; y ensayando por encima de las rolas, que se gastaban en vinilo hasta sonar cual aguacero de abril.
Dependiendo de la perspectiva, a veces parecía que las cosas corrían a velocidad desaforada, que desde aquellas sesiones Cherry-Manhattan se pasó en chinga a hacer Ruido Blanco o mostrar el Método del Ritmo (ensayos incluidos en la sala de la casa, gracias por participar); y que su medio cuerpo vestido en rojo escandaloso, con corbata finita, finita y los encrespados pelos alzados hacia los cielos, a todo color, aparecerían en un vinilo ¡todo un álbum, por las cenizas de mi padre!
Y el tiempo seguía corriendo, corriendo, teletransportándolo a él y a su singular ¿slang? ¿así se llama? al Séptimo Aire, a otra portada, a toquines en cualquier antro, que muchos había, buenos, malos, la mayoría regulares. Palomazos y paros muchos, pregúntale a Ricardo Ochoa o a la Botella...
¿Las cenizas de mi padre? Ah, es que es ex fumador...
Espera, que sigo: así conocí un estudio de grabación; entendí la labor de los inges de sonido y me confundí más con la de los managers; aprendí a valorar la chamba de un secre; de viajar a León en coche de lujo, todos apretados y a cinco horas de la tocada y llegar en menos de tres; o en autobús a Colima, en avión a Tijuana y San Luis Río Colorado y Mexicali, tres días-tres ciudades-tres. Cielos. De hoteles pato y más que pato con chinches que me dejaron como recuerdo un mes de baja por tifo y unas fiebres que pa'qué te cuento, a depas a todo lujo en los United. Camerinos con forma de baños y baños con forma de camerinos. Toneladas de gel. ¡Postizos! Caifanes. No Los Caifanes, por favor. Caifanes.
La puerta se estaba abriendo más ¿el Oso Pavón? ¿un cassette? ¿una estación de radio? ¿unos ejecutivos que ya le veían poderío y potencial al rock mexicano? (que no es que antes no se lo vieran, es que la opinión de los de antes no contaba para nada...). Mientras, mi hermanito y yo nos salíamos juntos por la mañana, tomábamos la combi hacia nuestros trabajos, yo me bajaba en Polanco, él seguía hasta la hermana república de Coyoacán, yo tecleaba en una de las primeras computadoras que hubo en Cablevisión la información de sus conciertos, para quien pudiera interesarse... luego, en la noche, molletes o sopa de tortilla del Vips con café y a casa, y a la mañana siguiente de nuevo, y la que seguía, y la que seguía otra vez igual. Pero no igual.
Dicen que si se dice tres veces se recuerda con detalle todo, a ver: Rockola, Rockotitlán, LUCC, Rock Stock, Satélite Rocks; Rockola, Rockotitlán, LUCC, Rock Stock, Satélite Rocks; Rockola, Rockotitlán, LUCC, Rock Stock, Satélite Rocks.
Uy, claro que había más, muchos más lugares. Pero ahí se reunía la familia, la sanguínea y la postiza. Los egos seguían en su sitio, gracias los dioses; ya luego bailarían al son de hormonas compuestas principalmente por talento, depósitos en el banco y la adoración de los fans (y al que diga que miento, que lance la siguiente mentira).
Y ahí estábamos en primera fila, ahora ya con la hermanita en edad de merecer -novio y nos cuantos rockanroles, como no-, tratadas como m'reinitas (que vip's ni qué nada, éso siempre me ha parecido harto mamón, sorry).
Que sí, que siempre me dio mucho gusto. Que fue una etapa absolutamente imborrable.
Y que no son veinte años después. O no para todos. O no en todo. Que la diferencia no fue nada más pasar de 200 oyentes, entre gorrones, desconocidos y empleados, a 20 mil almas cantando cada una con toda la voz y el corazón desafinados en el Palacio de los Deportes, o en el Wilthern, o en el Auditorio Nacional.
He ahí el dilema.
Mientras, y por si las moscas:
Rockola, Rockotitlán, LUCC, Rock Stock, Satélite Rocks,
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Rockola, Rockotitlán, LUCC, Rock Stock, Satélite Rocks.
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martes, 1 de marzo de 2011
Londres en febrero
Esto es un sentido y sencillo homenaje al padre, las madres y los alumnos que se armaron de un valor inconmensurable para irse de fin de semana con la teacher a Londres... y viven para contarlo.
1. Hay que conocer internet, de otra manera te toca bailar con el más feo.
Los augurios empezaron muy buenos, que el avión estaba barato y era cuestión de llevarse al alumnado casi casi mochilero; pero cuando eres inútil con internet, pues mal asunto... que buscar un paquete es labor endemoniada, porque cada 10 minutos nos cambiaba la oferta. De modo que lo que empezó como dos pesos (o euros, vamos a ver) se convirtió en 10 para cuando ya habían avanzado varios días, vamos, una pasada. Pedí ayuda a profesionales pero oh, sorpresa, tampoco era más económico: que si ésto sin transporte, que si aquello pero hospedados allá donde cristo perdió la voz de tanto llamar a sus fans, que los carburantes se habían subido hasta máximos históricos... terminamos sacándolo en paquete entre dos (¡los Carrero!) y aún así, haciéndolo simultáneamente que a la vez y together -mi apá dixit- nomás no conseguimos que costaran lo mismo. Pero nadie se rajó. Oh, no.
2. Aeropuertos, ay, aeropuertos.
Ya en ello, y revisando el clima -también por internet, of course-, supimos que haría un frío del carajo: a cargar con todo lo polar, pues. Y todo muy bien si llegas, facturas, te metes, te formas y te instalas en el avión. Pero cuando te dicen que tiene retraso de una hora y estás cociéndote en tu jugo, tapado por abrigos, suéteres, chamarras, bufandas, gorros y guantes ¿qué haces? Ir al baño a empezar el striptease... y esperar. Luego, ya instalado en tu asiento, decidir si pagarás por un par de buches de agua porque no se te ocurrió comprarlo antes, o aguantarse hasta llegar, que sólo son dos horas. Intentar dormir.
Cuando eres ciudadano europeo vas y te formas con los de tu especie, pasas tan sólo presentando tu identificación y nada de pasaporte... una, que lleva lo mexicano en la sangre y en los documentos, se forma aparte con los gringos y demás no europeizados y espera, espera, espera y espera....
Más de una hora, por las patas de mi cama.
Vengo de paseo. No, no vengo sola. Los demás son españoles. De Madrid, sí. Sólo dos días. A pasear, como dije antes. Sí, tengo marido. Español, sí. Él se quedó. Porque no quería venir. Soy maestra, ellos mis alumnos. Oh, hace mucho. Sus nombres están en esta lista, esta reserva que está a mi nombre, sabe. Hace mucho que nos conocemos, sí.
Madre mía.
3. Cuando el hospedaje puede ser como película de terror.
Oh, craso error en lo del hospedaje, que nunca tendrán un nivel elementalmente parecido al de este hermoso país, donde un dos estrellas se equipara una estancia bastante pancha... aquí aprovechan todos los centímetros cuadrados, y son capaces de meter dos camas, un mueble, un armario y hasta tener baño privado en un espacio no mayor que la cocina de una casa de obra social. Si tomamos en cuenta que era poco tiempo, y que sólo era un espacio para dormir y ducharse, pues mira, pasar brincando entre maletas y no poder estar más que uno a la vez en el baño no parecía gran detalle. Que luego no saliera mucha agua caliente, o que la alfombra de la habitación pareciera traída directamente del Egipto en conflicto, bueno... el desayuno hasta podría pasar por bueno, que no sólo era pan tostado y café ¡había leche, y jugo de naranja industrial, y cereales marca pato, y huevos preparados no sé cómo!
3. Aprovecha el tiempo y aprende a echar el bofe sin quejarte.
De modo que a la llegada perdimos medio día ¡había que recuperarlo! ¿recuperarlo he escrito? Bueno, tratar de que rindiera más. Andemos, pues. Caminemos. Paseemos. Y eso fue las primeras horas.
Qué bonito Hyde Park. Muy chulo Saint James. Oh, y Regent Park. Y ya chole de parks, ¿no? Fuimos a visitar a Chavela a su palacio, y aunque sí estaba, ni las narices asomó, igual estaba tomando el té... Caminamos. Caminamos como posesos. Horas y horas.
¿Quién se quejó? Realmente nadie, como no se tomen en cuenta los riñones, muslos, gemelos y espaldas, de lo demás nada. Hermosos niños, aguantaron todo, se hicieron fotos, se rieron, y sobre todo participaron, intentando comunicarse con el personal de todas razas que ocupa esa ciudad. Que esperar dos horas para cenar en Hard Rock café hasta valió la pena.
4. No dejar de leer NUNCA la letra pequeña.
El transporte estuvo chulo de bonito, camioneta única y de buen tamaño para todos (recordar por favor que eran dos grupos). La de llegada nos tuvo que esperar hasta que yo terminara mi conferencia de prensa donde los pasaportes, y luego de entregarnos en el hotel, en calidad de bultos, se piró sin que nos diéramos cuenta. Calculando que salíamos de Londres a las 10 y estábamos a una hora del aeropuerto, ingenuamente pensé que con tres horas de antelación estaba más que suficiente, es decir, recogernos a las 7 y llegar a las 8 a facturar. Favor de imaginarse la sorpresa cuando tocan a la puerta de la habitación y me informan que mi transporte ha llegado ¡a las 5 y media de la mañana! Y ni cómo quejarse, la letra pequeña decía, clarísimamente luego de verlo con lupa, que el transporte se presenta por ti cuatro horas y media antes de la salida... o sea. Y a correr, a levantar a todos los demás y salir sin haberse quitado las lagañas.
Así que, después de todo, el que me digan que 'conmigo hasta el fin del mundo' vale más que oro en paño.
1. Hay que conocer internet, de otra manera te toca bailar con el más feo.
Los augurios empezaron muy buenos, que el avión estaba barato y era cuestión de llevarse al alumnado casi casi mochilero; pero cuando eres inútil con internet, pues mal asunto... que buscar un paquete es labor endemoniada, porque cada 10 minutos nos cambiaba la oferta. De modo que lo que empezó como dos pesos (o euros, vamos a ver) se convirtió en 10 para cuando ya habían avanzado varios días, vamos, una pasada. Pedí ayuda a profesionales pero oh, sorpresa, tampoco era más económico: que si ésto sin transporte, que si aquello pero hospedados allá donde cristo perdió la voz de tanto llamar a sus fans, que los carburantes se habían subido hasta máximos históricos... terminamos sacándolo en paquete entre dos (¡los Carrero!) y aún así, haciéndolo simultáneamente que a la vez y together -mi apá dixit- nomás no conseguimos que costaran lo mismo. Pero nadie se rajó. Oh, no.
2. Aeropuertos, ay, aeropuertos.
Ya en ello, y revisando el clima -también por internet, of course-, supimos que haría un frío del carajo: a cargar con todo lo polar, pues. Y todo muy bien si llegas, facturas, te metes, te formas y te instalas en el avión. Pero cuando te dicen que tiene retraso de una hora y estás cociéndote en tu jugo, tapado por abrigos, suéteres, chamarras, bufandas, gorros y guantes ¿qué haces? Ir al baño a empezar el striptease... y esperar. Luego, ya instalado en tu asiento, decidir si pagarás por un par de buches de agua porque no se te ocurrió comprarlo antes, o aguantarse hasta llegar, que sólo son dos horas. Intentar dormir.
Cuando eres ciudadano europeo vas y te formas con los de tu especie, pasas tan sólo presentando tu identificación y nada de pasaporte... una, que lleva lo mexicano en la sangre y en los documentos, se forma aparte con los gringos y demás no europeizados y espera, espera, espera y espera....
Más de una hora, por las patas de mi cama.
Vengo de paseo. No, no vengo sola. Los demás son españoles. De Madrid, sí. Sólo dos días. A pasear, como dije antes. Sí, tengo marido. Español, sí. Él se quedó. Porque no quería venir. Soy maestra, ellos mis alumnos. Oh, hace mucho. Sus nombres están en esta lista, esta reserva que está a mi nombre, sabe. Hace mucho que nos conocemos, sí.
Madre mía.
3. Cuando el hospedaje puede ser como película de terror.
Oh, craso error en lo del hospedaje, que nunca tendrán un nivel elementalmente parecido al de este hermoso país, donde un dos estrellas se equipara una estancia bastante pancha... aquí aprovechan todos los centímetros cuadrados, y son capaces de meter dos camas, un mueble, un armario y hasta tener baño privado en un espacio no mayor que la cocina de una casa de obra social. Si tomamos en cuenta que era poco tiempo, y que sólo era un espacio para dormir y ducharse, pues mira, pasar brincando entre maletas y no poder estar más que uno a la vez en el baño no parecía gran detalle. Que luego no saliera mucha agua caliente, o que la alfombra de la habitación pareciera traída directamente del Egipto en conflicto, bueno... el desayuno hasta podría pasar por bueno, que no sólo era pan tostado y café ¡había leche, y jugo de naranja industrial, y cereales marca pato, y huevos preparados no sé cómo!
3. Aprovecha el tiempo y aprende a echar el bofe sin quejarte.
De modo que a la llegada perdimos medio día ¡había que recuperarlo! ¿recuperarlo he escrito? Bueno, tratar de que rindiera más. Andemos, pues. Caminemos. Paseemos. Y eso fue las primeras horas.
Qué bonito Hyde Park. Muy chulo Saint James. Oh, y Regent Park. Y ya chole de parks, ¿no? Fuimos a visitar a Chavela a su palacio, y aunque sí estaba, ni las narices asomó, igual estaba tomando el té... Caminamos. Caminamos como posesos. Horas y horas.
¿Quién se quejó? Realmente nadie, como no se tomen en cuenta los riñones, muslos, gemelos y espaldas, de lo demás nada. Hermosos niños, aguantaron todo, se hicieron fotos, se rieron, y sobre todo participaron, intentando comunicarse con el personal de todas razas que ocupa esa ciudad. Que esperar dos horas para cenar en Hard Rock café hasta valió la pena.
4. No dejar de leer NUNCA la letra pequeña.
El transporte estuvo chulo de bonito, camioneta única y de buen tamaño para todos (recordar por favor que eran dos grupos). La de llegada nos tuvo que esperar hasta que yo terminara mi conferencia de prensa donde los pasaportes, y luego de entregarnos en el hotel, en calidad de bultos, se piró sin que nos diéramos cuenta. Calculando que salíamos de Londres a las 10 y estábamos a una hora del aeropuerto, ingenuamente pensé que con tres horas de antelación estaba más que suficiente, es decir, recogernos a las 7 y llegar a las 8 a facturar. Favor de imaginarse la sorpresa cuando tocan a la puerta de la habitación y me informan que mi transporte ha llegado ¡a las 5 y media de la mañana! Y ni cómo quejarse, la letra pequeña decía, clarísimamente luego de verlo con lupa, que el transporte se presenta por ti cuatro horas y media antes de la salida... o sea. Y a correr, a levantar a todos los demás y salir sin haberse quitado las lagañas.
Así que, después de todo, el que me digan que 'conmigo hasta el fin del mundo' vale más que oro en paño.
lunes, 21 de febrero de 2011
Risoterapia.
Esta mañana, en pleno supermercado y mientras arrastraba una de esas canastillas rectangulares que se te vuelcan si agarras curvas muy rápido, mi mirada se cruzó con la de un bípedo de tan buen ver, pero de tan buen ver que hasta pensé que lo conocía... pero de la tele. Así que cuando me volví a confirmar mis sospechas, lo último que me imaginé es que también me estaba mirando fijamente, como si él también me conociera... pero no de la tele, claro. Me sonrió, le sonreí, nos sonreímos y yo me seguí de largo, no sin antes golpear con la bendita canastilla un mueble repleto de latas de atún (a 59 céntimos cada una, por cierto).
Muchas cosas he dejado de hacer, pero enchufarme la música mientras recorro los pasillos de un súper no es una (o bailar si la rola lo amerita, ésa tampoco); así que el tema quedó olvidado hasta que, subiendo la escalera mecánica hacia la salida, volteo y le veo venir en mi dirección. Primero pensé que era demasiado bajito, luego caí que yo iba subiendo y que así cualquiera, y mientras Howard Jones me recordaba que todo saldría más que bien por siempre jamás, el humano va y me alcanza ¡y va y me habla! ¿Qué me dijo? ¿En qué tono me lo dijo? Ni idea, con los audífonos a tope yo no oía gran cosa.
Quería invitarme un café. O sea. Favor de tomar en cuenta que eran las 3 de la tarde, que yo venía arrastrando el modelo menos sexy de carrito de la compra español y que personalmente yo no lucía, cómo diría, ni remotamente espectacular. Así que igual y me estaba confundiendo con alguien. Pensé hasta darle un autógrafo, si me lo pedía. Pero sólo quería tomar un café. Sí. Ya.
Grandes dudas de la humanidad se han resuelto en menos de cinco minutos, que era el tiempo que más o menos tenía antes de empezar mi rutina diaria, así que ¿por qué no 5 minutos? Cuando ambos viéramos que nos confundimos mutuamente, simplemente nos reiríamos mientras yo me daba un último taco de ojo. Morenazo de pelo crespo, con cara de modelo y algo de vello escapando por una camisa medio abierta, botines de piel de cocodrilo (o de chocodrilo, vaya usted a saber)... ¡si es que daba para media hora de taco!
Que en este hermoso país, donde puedes pedir tu burguer y acompañarla con una cerveza, también puedes pedir un café en prácticamente cualquier sitio: ahí, junto a la salida, pues. Cinco minutos. Y luego corriendo a casa, que mi marido y mi hija no se podían quedar sin la exclusiva... nos reímos tanto cuando pasan episodios así.
Pero nunca como éste, a ver. El protozoo traía las hormonas en juerga, y aprovechando el tirón de su físico (todo excepto la altura, ahí sí que no dio el alto) y su acento portugués (oh, sí, encima de todo), buscaba con desespero algo o alguien con quien apagar sus ansias de torero en la única noche que pasaría en Madrid, producto de su trabajo... como chófer de autobús de turistas. Buuu.
¿Y qué esperabas, hija mía, dijo mi conciencia atiborrada de descafeinado? ¿De verdad pensabas que él pensó que Salma Hayek andaba perdida en Rivas Vaciamadrid, con un carrito rojo con el mango reparado con cinta gris? Pensando así me daban espasmos de risa, que el muy idiota confundía con azoro y pendejez, yo tragándome el café en dos tragos y pasándome a despedir para reanudar mi camino hacia las obligaciones, regodeándome del placer, pero del de poderme carcajear a gusto recordando sus choros mareadores y placeros. ¿A vivir, que son dos días? Vamos, ni cuando tenía la edad de la punzada...
...See the picture: soltando piropo tras piropo en una mezcla de portugués y español, que si las manos, el pelo, los ojos, ¡los labios, por las patas de mi cama! ¡yo, que llegué tarde al reparto y que sólo me los encuentro cuando me pongo lápiz labial! Y culmina con un 'pero mira cómo me pones' para a continuación erguirse en su ¿1.65? ¿1,66? y mostrarme el mira cómo le pongo ¡es que un poquito de por favor! Me ha dado un ataque de risa tan hilarante, desparramado e interminable que casi me caigo del tropezón con el bendito carro ¡es que no podía parar! Y el tío venga a insistir, ¡hasta me dijo sus medidas, la madre que lo parió en Portugal!, que creyó que me daba un ataque de nervios mientras yo pugnaba por no llorar, y él hablaba y yo pensaba que parecía un humorista con tres endodoncias seguidas; de hecho, si se ofendió y me insultó ni me enteré. Cuando al fin pude recomponerme un poco, le miré sus hermosos ojos, teniendo para ello que bajar la mirada y le dije, entre hipos y falta de aire, que por el momento no ocupaba, que seguro que a la vuelta se encontraría a una un pelín más taruga que servidora... y que tankiu-bie.
Que sí, que creo en la risaterapia. Lo que no creo es en pagar por ella ¡si gratis es más sabrosa!
Muchas cosas he dejado de hacer, pero enchufarme la música mientras recorro los pasillos de un súper no es una (o bailar si la rola lo amerita, ésa tampoco); así que el tema quedó olvidado hasta que, subiendo la escalera mecánica hacia la salida, volteo y le veo venir en mi dirección. Primero pensé que era demasiado bajito, luego caí que yo iba subiendo y que así cualquiera, y mientras Howard Jones me recordaba que todo saldría más que bien por siempre jamás, el humano va y me alcanza ¡y va y me habla! ¿Qué me dijo? ¿En qué tono me lo dijo? Ni idea, con los audífonos a tope yo no oía gran cosa.
Quería invitarme un café. O sea. Favor de tomar en cuenta que eran las 3 de la tarde, que yo venía arrastrando el modelo menos sexy de carrito de la compra español y que personalmente yo no lucía, cómo diría, ni remotamente espectacular. Así que igual y me estaba confundiendo con alguien. Pensé hasta darle un autógrafo, si me lo pedía. Pero sólo quería tomar un café. Sí. Ya.
Grandes dudas de la humanidad se han resuelto en menos de cinco minutos, que era el tiempo que más o menos tenía antes de empezar mi rutina diaria, así que ¿por qué no 5 minutos? Cuando ambos viéramos que nos confundimos mutuamente, simplemente nos reiríamos mientras yo me daba un último taco de ojo. Morenazo de pelo crespo, con cara de modelo y algo de vello escapando por una camisa medio abierta, botines de piel de cocodrilo (o de chocodrilo, vaya usted a saber)... ¡si es que daba para media hora de taco!
Que en este hermoso país, donde puedes pedir tu burguer y acompañarla con una cerveza, también puedes pedir un café en prácticamente cualquier sitio: ahí, junto a la salida, pues. Cinco minutos. Y luego corriendo a casa, que mi marido y mi hija no se podían quedar sin la exclusiva... nos reímos tanto cuando pasan episodios así.
Pero nunca como éste, a ver. El protozoo traía las hormonas en juerga, y aprovechando el tirón de su físico (todo excepto la altura, ahí sí que no dio el alto) y su acento portugués (oh, sí, encima de todo), buscaba con desespero algo o alguien con quien apagar sus ansias de torero en la única noche que pasaría en Madrid, producto de su trabajo... como chófer de autobús de turistas. Buuu.
¿Y qué esperabas, hija mía, dijo mi conciencia atiborrada de descafeinado? ¿De verdad pensabas que él pensó que Salma Hayek andaba perdida en Rivas Vaciamadrid, con un carrito rojo con el mango reparado con cinta gris? Pensando así me daban espasmos de risa, que el muy idiota confundía con azoro y pendejez, yo tragándome el café en dos tragos y pasándome a despedir para reanudar mi camino hacia las obligaciones, regodeándome del placer, pero del de poderme carcajear a gusto recordando sus choros mareadores y placeros. ¿A vivir, que son dos días? Vamos, ni cuando tenía la edad de la punzada...
...See the picture: soltando piropo tras piropo en una mezcla de portugués y español, que si las manos, el pelo, los ojos, ¡los labios, por las patas de mi cama! ¡yo, que llegué tarde al reparto y que sólo me los encuentro cuando me pongo lápiz labial! Y culmina con un 'pero mira cómo me pones' para a continuación erguirse en su ¿1.65? ¿1,66? y mostrarme el mira cómo le pongo ¡es que un poquito de por favor! Me ha dado un ataque de risa tan hilarante, desparramado e interminable que casi me caigo del tropezón con el bendito carro ¡es que no podía parar! Y el tío venga a insistir, ¡hasta me dijo sus medidas, la madre que lo parió en Portugal!, que creyó que me daba un ataque de nervios mientras yo pugnaba por no llorar, y él hablaba y yo pensaba que parecía un humorista con tres endodoncias seguidas; de hecho, si se ofendió y me insultó ni me enteré. Cuando al fin pude recomponerme un poco, le miré sus hermosos ojos, teniendo para ello que bajar la mirada y le dije, entre hipos y falta de aire, que por el momento no ocupaba, que seguro que a la vuelta se encontraría a una un pelín más taruga que servidora... y que tankiu-bie.
Que sí, que creo en la risaterapia. Lo que no creo es en pagar por ella ¡si gratis es más sabrosa!
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